Era la pasta, no las películas
Es mentira lo de que la gente ya no recurra al mejor espectáculo del mundo porque se ha cansado de él en las salas comerciales
Una de las partes más gratas de mi vida actual, sin horarios fijos de trabajo (es una estupidez convencional para empezar un artículo, me las ingenié para que jamás existieran esos horarios), con el corazón atravesando mínimas turbulencias pero durante una década tranquilo y plácido, supone pasar las mañanas o las tardes recorriendo los departamentos de venta de películas y series en las grandes superficies, a falta trágica de esas pequeñas y entrañables librerías, tiendas de discos o videoclubs (con los que mejor me entiendo es con los empleados de la FNAC, gente joven e informada, en posesión bastantes de ellos de carreras universitarias que no han tenido prolongación por esa barbarie de los que montaron la crisis), constatando el salvaje precio de las novedades en Blu-ray y en DVD (sobre los 24 y 20 euros) y planteándome cuántos cinéfilos jóvenes (o adultos, o viejos, si ganan un sueldo miserable o han perdido su trabajo) pueden o deben soltar esa pasta para poseer el cine que no han visto, o que aman, que desean perpetuar en sus estanterías.
Y entre ese cine que puede perpetuar mi Arcadia durante todas las noches hay películas que son tratadas con enorme respeto, en estuches que contienen el DVD y el Blu-ray, con un cuaderno informativo sobre lo que vas a ver, con el mimo que necesita algo especial por lo que vas a pagar un notable dinero. Mi amigo Fernando Trueba me regala un estuche primoroso que contiene su excelente El artista y la modelo. Hace un tiempo recibí un obsequio similar de la modélica distribuidora Wanda conteniendo Blancanieves. Esa forma primorosa de tratar el cine lleva la firma de Cameo. Conviene resaltar a los verdaderos profesionales. En este mercado tan caro para el consumidor también existe la estafa y la abyección. Compré al precio habitual y exagerado la película El vuelo. Colocaban seis interminables e insoportables traíleres de su distribuidora, sin posibilidad de saltárselos, antes de que pudieras acceder a la odisea de ese piloto alcoholizado y cocainómano que salva la vida a la mayoría del pasaje haciendo proezas con su habilidad, pero vaya a usted a saber, tan vez alentadas por la audacia que generan los colocones.
Y ocurren cosas curiosas respecto al concepto o al hecho real de que el gran público ha desertado de las salas de cine para consumirlo frívola y gratuitamente mediante las nuevas tecnologías. Yo, que veo las películas anticipadamente en tumultuosos o plácidos pases de prensa en los que haces cola y debes identificar meticulosamente el medio para el que trabajas (bendita democracia, antes no era así, resultaba más cómodo para los idiotas con certificado de estrellato, como el firmante), que poseo tarjetas que te permiten el acceso gratis a los cines, que no pago casi nunca por gozar de uno de los mayores placeres que me otorgaron los dioses, he afirmado en crónicas con el conveniente tono lírico o crepuscular que las salas del cine agonizan, que paseo mi soledad, excepto en los fines de semana, por lugares que durante infinitos años supusieron el opio para todo tipo de espectadores.
Y resulta que es mentira lo de que la gente ya no recurra al mejor espectáculo del mundo porque se ha cansado de él, porque existen formas más atractivas y razonables de disfrutar con tu ocio. Odio por repetitiva, porque la utiliza tanto necio para explicar todos los males, la frase “Es la economía, estúpido”. Pero resulta que es verdad con el cine. Ese amor, esa pasión, ese vicio, ese ritual, cuesta entre 7 y 12 euros. Por persona. Lo aclaro porque casi siempre es un acto compartido, a veces por familia numerosa. Y en condiciones frecuentemente infames ya que los dueños de las salas, con excepciones, aman todavía más el negocio que el cine. Pero si la entrada cuesta 3 euros o un poco más, la gente retorna a su adicción al cine. O sea, que puede salvarse. A costa de sobrevivir. Como casi todos. Añorando esplendores económicos que no volverán.
Babelia
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