El retrato, un género de masas en el que reina Velázquez
La fascinación por contemplar a protagonistas de la historia arrastra aún más con el sevillano
Si hubiera que establecer una clasificación entre los géneros pictóricos capaces de lograr grandes convocatorias de público, el retrato sería, sin duda, el elegido. También es un género al que muy pocos artistas se han podido resistir a lo largo de su carrera. El propio Museo del Prado cuenta entre sus grandes éxitos recientes con una excepcional exposición dedicada al género. Fue El retrato español. Del Greco a Picasso, exhibida entre el 20 de octubre y el 6 de febrero de 2005 con 87 obras entre las que se expusieron cuadros de los grandes maestros de la historia como El Greco, Ribera, Murillo, Zurbarán, Velázquez, Goya, Miró y Picasso. La vieron nada menos que 346.206 personas.
Unos años después, en 2008, la pinacoteca retomó el tema centrándose en el Renacimiento. Con 130 cuadros de Jan van Eyck, Rubens, Piero della Francesca, Durero, Tiziano, Rafael, Botticelli o Antonio Moro, el director Miguel Zugaza aseguró que nunca antes había habido tantas obras maestras dentro de una misma exposición en ningún otro momento de la historia del museo. 277.353 visitaron la exposición.
La exposición que ahora dedica el Prado —del 8 de octubre al 9 de febrero de 2014— a los últimos años de actividad creativa de Velázquez al servicio de Felipe IV, años de insuperable talento en los que crea Las Meninas, tiene todas las cartas para convertirse en un nuevo acontecimiento de masas en el museo.
En la sede del papado se buscaba en los retratos transmitir la sensación de vida
Javier Portús, comisario de esta exposición y de la de El retrato español, opina que al espectador le fascina contemplar a los protagonistas de la historia y las historias que cada uno se esos cuadros arrastra, más aún en el caso de Velázquez, un pintor ensalzado permanentemente por los artistas. "No puedo asegurar que fuera el mejor retratista de la historia", advierte Portús, "porque Rembrandt era contemporáneo suyo y nadie puede discutir su maestría. Pero Velázquez sí es de los primeros en reinterpretar y tomar conciencia de la importancia del retrato".
El comisario recuerda que Velázquez tenía una gran habilidad para adaptar su estilo a medios diferentes. La había demostrado en 1623, cuando se incorporó a la tradición retratista cortesana, y lo demostró en su viaje a Roma, olvidándose de las fórmulas imperantes en Madrid y adoptando las convenciones de la corte papal. Frente a la gran distancia emocional que define los retratos cortesanos españoles, en la sede del papado se busca transmitir la sensación de vida y reflejar la personalidad individual, mediante fórmulas que enfatizan la empatía.
"Cuando él va a Roma", prosigue Portús, "ya ha pintado La fragua de Vulcano. Quiero decir que ha superado lo que se puede contar con la pintura narrativa y nadie tiene nada que discutir. Él quiere más. Quiere poder y en ese momento se trata de conseguir el hábito de Santiago, el reconocimiento máximo al que podía aspirar. En este reto consigo mismo pinta Inocencio X, un retrato en el que refleja la ansiedad del pontífice y que rompe todos los esquemas existentes hasta entonces en la escritura pictórica. Con la familia de Felipe IV cuenta la peripecia vital de un grupo que pese a su poder no es dueño de su futuro. La amenaza de la descendencia y la presencia de la enfermedad perturban esos rostros representativos del poder más absoluto".
Aburrimiento
Rechaza Portús la extendida versión de que Velázquez se aburría pintando y resolvía los cuadros de cualquier manera. "Era muy rápido y preciso y le aburría la repetición. En solo tres días podía pintar una obra maestra, como Felipe IV en Fraga. También podía entregarse al detalle hasta la exageración (los diferentes blancos del pañuelo de Mariana de Austria, la mirada de la perrilla que acompaña a Felipe Próspero...), pero es verdad que con tres trazos pintaba una mano".
El comisario de la muestra opina que Picasso es el heredero de Velázquez en el retrato
Velázquez esquivaba el aburrimiento que le producía la repetición de retratos con la ayuda de su taller, a los que pasaba unos calcos. "La corte exigía muchísimos retratos y siempre eran los mismos personajes. El Greco o Tintoretto usaban unos teatrillos con los que se evitaban el tener que volver a trabajar ante el retratado. A Velázquez le daba mucha pereza sentarse, no digamos repetir".
Lo que no le daba ninguna pereza era la experimentación. Portús señala como obra cumbre de ese afán a Las Meninas y advierte de que no es una pintura histórica, sino un enorme retrato real de una sofisticación superlativa. "En esa época, solo las obras de creación literaria con un contenido tan autorreferencial como El Quijote ofrecían un juego semejante", asegura Portús.
¿Quienes serían los herederos de ese genio para el retrato? "Podría decirse que Picasso, con su versión de Las Meninas. Pero creo que los auténticos herederos del retratismo velazqueño son los artistas que han incorporado a su obra la voluntad de reflexionar y experimentar con la obra de arte. Eso es lo esencial".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.