La ópera para las masas
La representación de 'Aída' hace un siglo supuso un cambio decisivo en el melodrama italiano
El segundo centenario del nacimiento de Verdi no solo coincide con el del nacimiento de Wagner, sino también con el primer centenario del estreno de Aída en la Arena de Verona, un montaje promovido por un comité que presidía el tenor veronés Giuseppe Zenatello (1876-1949). Aquellas 10 representaciones, que se desarrollaron en el anfiteatro romano entre el 10 y el 24 de agosto de 1913, no solo conmemoraron el primer centenario del nacimiento del músico, que había muerto 12 años antes, sino que tuvieron gran importancia para la difusión de la ópera verdiana y señalaron una transformación fundamental en la historia social y cultural del melodrama italiano.
Es interesante destacar el hecho de que estas transformaciones se generaron a partir de una serie de cambios, ambigüedades y malentendidos.
Para empezar, Aída era una obra que el propio Verdi había pensado que podía ser su última ópera. Y, en ese sentido, se había definido como la revisitación de la ópera de gran formato, con grandes escenas de masas, coros y bandas sobre el escenario y un argumento histórico o bíblico: un género que había nacido con el Mosè in Egitto (1818) y el Maometto II (1820) de Rossini para el teatro San Carlo de Nápoles, y que Verdi había actualizado, en los comienzos de su carrera, con Nabucco (1842) y los Lombardi alla prima crociata (1843) en Milán. Aída no era solo eso, era también la síntesis extraordinaria entre el sistema convencional del gran melodrama decimonónico italiano (las formas teóricamente cerradas de las arias, los duetos y los concertati definidos por Bellini y Donizetti en los años treinta del siglo XIX), una riqueza armónica notable y un exotismo nuevo en el panorama operístico italiano. Es decir, Aída, concebida después de la parisiense Don Carlo, era un gesto de recuperación nacional de un género expropiado por los franceses, encabezados por Meyerbeer y la llamada grand opéra; y se trataba de una recuperación lograda por un Verdi que estaba ya pensando en concluir su carrera de compositor, en el umbral de los 60 años.
Las cifras de la obra fueron desmesuradas: 126 bailarinas, 280 comparsas, un coro de 192 voces y los 128 músicos de la orquesta
Sin embargo, para su autor, Aída era también algo más, pretendía ser esencialmente una tragedia moderna, una tragedia casi de carácter intimista —como puede verse en los dos últimos actos— cuya creación fue acompañada de un denso intercambio epistolar con el libretista Ghislanzoni, en el que aparece la célebre declaración de poética melodramática verdiana con la tantas veces mencionada “palabra escénica” (carta a Ghislanzoni del 17 de agosto de 1870). Aída tuvo su estreno, al que Verdi no asistió, en El Cairo el 24 de diciembre de 1871; por una de esas coincidencias históricas extraordinarias, varias semanas antes, el 1 de noviembre, se estrenó por primera vez una ópera de Wagner en Italia, en concreto Lohengrin en el Teatro Comunale de Bolonia, que Verdi sí vio en una de las sucesivas representaciones.
Esta ópera, en definitiva, constituye una síntesis de múltiples presencias creativas, en un momento muy particular de la parábola compositora verdiana. Y, junto a estos entramados diversos, están además los malentendidos y las ambigüedades que recordaba al principio, relacionados con un espacio teatral concreto, la famosa Arena de Verona.
El anfiteatro romano era “un teatro no teatro, al aire libre”. Es cierto que, desde sus remotos orígenes, había sido testigo de las más variadas formas de representaciones y celebraciones públicas, de los gladiadores a las terribles hogueras de los autos de fe medievales, de las antiguas naumachie (batallas navales) a los torneos renacentistas, de las fiestas barrocas a los espectáculos de la commedia dell’arte, pero no tenía absolutamente ninguna relación con el frágil melodrama, aparte de algunas representaciones esporádicas de ópera en una pequeña estructura de madera levantada en el centro del anfiteatro durante los siglos XVIII y XIX. Charles Burney, primer historiador oficial de la música moderna europea, que visitó la Arena de Verona la noche del 28 de julio de 1770, escribió en su diario: “En otros tiempos, aquí, el pueblo se divertía con los combates de las bestias feroces, y debo decir que, al entrar, tuve la impresión de que todavía se dedicaba a ese tipo de espectáculo, porque los rugidos y el clamor que asaltaron mis oídos no tenían nada de humano. Al aproximarme vi que no eran más que Pantalone y Brighella, sometidos a las burlas y los golpes de Arlecchino. La verdad es que el espíritu del señor Arlecchino estaba teniendo aquella noche un gran triunfo y causando la delicia de los espectadores, más que en otros tiempos las exhibiciones de elefantes, leones o tigres”. La visita a la monumentalidad de este “teatro no teatro” había suscitado en el viajero inglés la fantasiosa evocación de una espectacularidad casi pre-hollywoodiana, con la imagen de aquellos míticos elefantes que luego veremos en tantas Aídas del siglo XX y que, en realidad, no eran más que fruto de un malentendido acústico. De malentendido en malentendido llegamos a nuestra Aída del centenario, con la que la Arena experimentará una transformación definitiva y se convertirá en el escenario preferido para una serie de manifestaciones musicales y teatrales de masas del nuevo siglo.
El tenor Giuseppe Zenatello, primer Pinkerton, de voz enérgica y cálido timbre de barítono, había comprobado muchas veces las buenas condiciones acústicas del anfiteatro veronés, de modo que empezó a levantarse la estructura para la celebración. La labor de rellenar los 1.100 metros cuadrados del escenario no se confió a un pintor y escenógrafo tradicional, sino a un arquitecto, el veronés Ettore Fagiuoli (1884-1961). Gracias a los bocetos y las fotografías de época podemos reconstruir una escenografía muy eficaz, casi como de superproducción cinematográfica, con las columnas de los templos de Luxor y Karnak, las esfinges, los obeliscos, los enormes braseros para producir humos y vapores de incienso.
El nuevo espacio teatral se convirtió en el lugar de una homogeneización entre los gustos de las élites y los de las grandes masas populares
Las cifras de esta primera Aída fueron desmesuradas: 126 bailarinas, 280 comparsas, un coro de 192 voces, una banda de 98 músicos además de los 128 músicos de la orquesta verdiana, y los ocho protagonistas, todos bajo la dirección de Tullio Serafin; como consecuencia, el 11 de agosto de 1913, al día siguiente del estreno, hasta los propios periodistas perdieron todo sentido de la medida en sus crónicas. En el primer diario de Verona, L’Adige, se puede leer un artículo titulado La apoteosis verdiana de anoche en la Arena. Cuarenta mil personas aclaman y decretan el triunfo de Aída. En realidad, por mucho que se apretaran, no pudieron ser más de 20.000 o 22.000 personas las que asistieron al espectáculo, pero el entusiasmo fue tal que todos se contagiaron del exceso.
Habían transcurrido poco más de 40 años desde las primeras representaciones de Aída (El Cairo, 24 de diciembre de 1871, y Milán, 8 de febrero de 1872), y en 1874 la ópera había emprendido su carrera triunfal fuera de Italia, con las representaciones en Nueva York, Berlín y Viena, pero las celebraciones del centenario en la Arena, al tiempo que estaban en esa trayectoria de difusión de la obra de Verdi, transformaron por completo su significado esencial.
Fue la primera vez que la ópera se vivió como una ópera de masas, y el nuevo espacio teatral, que no era un teatro tradicional, se convirtió en el lugar de una homogeneización entre los gustos de las élites, que siempre habían frecuentado los teatros a la italiana tradicionales, y los de las grandes masas populares, que se asomaban al escenario de la historia decimonónica. Fue una interpretación de la obra en una nueva dirección, la del gran espectáculo, en una auténtica ósmosis con el incipiente arte cinematográfico, el nuevo arte de masas, que, en el plano económico y de producción, tenía grandes elementos en común con el espectáculo operístico tradicional (Quo Vadis es de 1912, Cabiria, de 1914, y las grandes producciones de Griffith, de 1915-1916). Y además, con esta Aída del centenario, el teatro musical empezó a perder de forma gradual su relación, aunque efímera, con el mundo contemporáneo, para transformarse en ópera de repertorio, es decir, un objeto que entra a formar parte de un museo de los grandes testigos del pasado, de un conjunto de modelos ideales que reflejan una posible identidad cultural.
Verdi, si bien buscaba con anhelo el éxito y la buena acogida por parte del público, nunca habría renunciado a la innovación, a la confrontación constante con su contemporaneidad en la creación de nuevas obras.
Con las celebraciones del primer centenario, esa confrontación cambió de registro, la ópera empezó a adquirir una nueva dimensión, un nuevo significado, y se configuró el teatro lírico tal como hoy lo conocemos.
Paolo Pinamonti es director del Teatro de la Zarzuela de Madrid.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Babelia
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