El extranjero agradecido
Pocos asumieron como él la tradición literaria, entablando con ella un diálogo que nos depara una obra regida por la precisión y la pasión
A partir de un cierto momento, cuando en los ochenta se instaló definitivamente en Barcelona, y luego en Torroella de Mongrí, la existencia fue para Juan Luis Panero una serie de juegos para aplazar la muerte, los jocs per ajornar la mort, de su querido Joan Vinyoli. Unos ritos que pasaban primero por la poesía, su libro de 1984 en la editorial Renacimiento es muy representativo de lo que ha sido el conjunto de su obra, la cual se completaba trece años después en Tusquets sin que apenas haya crecido desde entonces. Sin embargo, pocos poetas como él tuvieron tan bien asumida la tradición literaria y dialogaron con ella para proporcionarnos una obra regida por la precisión y la pasión. No olvidemos tampoco que, en cierta forma, Panero, como Gil de Biedma (le gustaba comentar que ambos hicieron de su poesía una curiosa mezcla de Eliot y Edith Piaff), siempre escribió el mismo libro, una especie de autobiografía sentimental, estética y moral.
Otro rito fue el de la conversación, transcurrida entre bromas privadas, la ironía y el buen humor, en aquel restaurante de Peratallada que tanto le gustaba, empezando por el brou, un buen vino, la caza de temporada, y la sachertorte de postre; o en su casa del Ampurdán, donde en las interminables sobremesas se pasaba revista a la mejor poesía contemporánea, que conocía tan bien, sobre todo la inglesa, hispanoamericana y española, de Eliot a Borges, Octavio Paz, Cernuda o Gil de Biedma, sus poetas más afines, junto al clásico Jorge Manrique.
Pero Panero fue un lector voraz, aunque en las últimas décadas, leía más biografías y memorias que literatura de ficción, además de un notable antólogo de diversas líricas, traductor ocasional, y un excelente articulista, tanto en ABC como en este mismo diario, como puede comprobarse en su libro Los mitos y las máscaras (1994), completado posteriormente en Leyendas y lecturas (2006). Así, podría decirse que si su poesía tiende al prosaísmo, sus artículos no carecen nunca de lirismo, pero yo destacaría sobre todo su habilidad para el retrato o para condensar en un instante o encuentro significativo todo el sentido de la existencia de sus personajes.
Durante su juventud airada fue un viajero inquieto que optó finalmente por la vida retirada, aunque supo adaptarse siempre a tantas ciudades distintas, de diferentes continentes. Y a pesar de lo que él solía afirmar, creo que su familia, sobre todo su madre, contó más en su vida de lo que a él le gustaba reconocer, si bien es cierto que apenas convivió con sus padres y hermanos. Desde finales de los noventa, Panero venía manteniendo una batalla con el cáncer que ha acabado derrotándolo. Y aunque no fue un hombre de trato fácil, era de esos individuos con los que, quienes lo conocieron de verdad, si es posible llegar a conocer a un Panero, pasaron ratos inolvidables. Fue, además, un mitómano impenitente y un poeta —para mí— memorable (lean su último libro, el estremecedor Enigmas y despedidas, (1999) que supo callarse a tiempo, pues como confesaba en las últimas entrevistas que concedió: “ya he dicho lo que tenía que decir”.
Fernando Valls es crítico literario. Colaboró con Juan Luis Panero en la redacción de sus memorias, Sin rumbo cierto (Tusquets).
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