La madre de todos los festivales
El festival de cine de Toronto ha presentado una programación inabarcable de candidatos a los Oscar, rarezas extraordinarias y joyas perdidas
Toronto no es un festival competitivo, no hay películas a concurso y el certamen no se articula en torno a sesiones predeterminadas donde la crítica ve lo que debe ver. Eso lo aleja de los festivales europeos de categoría A y lo sitúa en su propia dimensión pero al mismo tiempo obliga al periodista a fabricarse su propia agenda, normalmente a remolque de sus obligaciones profesionales: el que atiende el evento para cubrir las numerosas entrevistas que ofrecen las estrellas (y las que no lo son tanto) puede acabar en un bucle que empieza a primera hora de la mañana y transcurre en halls y habitaciones de hotel. El que está allí para ver cine se puede poner las botas, pero la frustración es inevitable: hay tantísimas proyecciones diariamente que lo único que uno sabe al principio de la jornada es que —con total seguridad— va a perderse algo importante.
Este año en Toronto se han podido ver algunos de los que más tarde coparán las candidaturas a los Oscar, los que entrarán en las listas a lo mejor del año, algunas rarezas extraordinarias y otras joyas perdidas en una programación inabarcable. Ahí van algunas de ellas:
Agosto. Basada en la obra homónima de la dramaturga Tracy Letts, esta película donde aparece la mitad de Hollywood se convirtió en una de las favoritas de la crítica a los pocos segundos de concluir su primer pase en el festival. Las tres horas de la obra de teatro original (que fue un exitazo en Barcelona) han sido reemplazadas por un metraje que explota —en una versión más sintética pero igual de vitriólica— las contradicciones de una familia metida en un casa con pinta de ataúd donde las mujeres gustan de arrancarse la piel sin ni siquiera quitarse las gafas de sol. Meryl Streep, Julia Robert, el omnipresente Benedict Cumberbatch, Ewan McGregor o Abigail Breslin completan un reparto que olvida las individualidades y se dedica a llenar la pantalla con algunos de los mejores momentos cinematográficos de 2013.
Prisoners. La potentísima obra del canadiense Denis Villeneuve (autor de la maravillosa Incendies) se coló ya desde el primer día en la agenda de imprescindibles del festival. Con la ayuda de la fotografía de Roger Deakins (colaborador habitual de Scorsese) y un reparto sólido como una roca, Prisoners se cuela en las rendijas de una familia golpeada por la desaparición de su hija menor. La película sirve en realidad para comprobar lo mucho que ha crecido Jake Gyllenhaal, que se lleva algunas de las mejores escenas de la película, y la extrema habilidad del realizador para el relato atmosférico y epidérmico a un tiempo (la secuencia con un inquietante Paul Dano que tiene lugar en un baño y donde interviene a un martillo, dejó a más de uno con los ojos en la nuca).
The Armstrong lie. Este documental de Alex Gibney, que firmó una de las piezas más potentes sobre la extraña política antiterrorista estadounidense (la magnífica Taxi al lado oscuro), retrata el ascenso y caída de Lance Armstrong, que pasó de ídolo intachable a ángel caído en menos de lo que tarda uno en decir “adiós”. Con la indiferencia del propio corredor, que parece vivir en una dimensión donde el bien y el mal no existen, Gibney hace de escriba para documentar uno de los casos más flagrantes de estupidez (deportiva y humana) que ha dado el siglo XXI: la de un tipo que ganó siete tours y luego pretendió que no había pasado.
Beyond the Edge. Posiblemente uno de los documentales más espectaculares de la historia (desde un punto de vista puramente visual) centrado en la epopeya de Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay cuando en 1953 conquistaron la cima del Everest, antes de que este se convirtiera en una especie de montaña turística donde hombres de negocios disfrazados de astronauta van a pasar el fin de semana. La pieza, rodada en un 3D que pone al espectador a los pies de los caballos, es de una belleza indiscutible, y si bien puede discutirse la articulación de la trama (parece poco probable que el equipo del filme esté reproduciendo fielmente la aventura original), la deliciosa ejecución del documental dejó muy buen sabor de boca a los periodistas/críticos/cinéfilos.
Caníbal. Una de las sorpresas del festival llevaba sello español e iba firmada por Manuel Martín Cuenca. La historia de un sastre granadino de curiosas (por retorcidas) aficiones culinarias, interpretado con la solvencia acostumbrada por un extraordinario Antonio de la Torre, ha gustado y mucho al respetable canadiense. Caníbal, que huye del morbo para centrarse en la improbable historia de amor entre el sastre y una inmigrante en líos, es una auténtica rara avis en el panorama cinematográfico español y quizás por eso ha seducido en Toronto a audiencias poco familiarizadas con el cine español. Filmada con exquisitez en un marco de contención continua (hay que ver a De la Torre) algo muy gordo tendría que pasar para que la película no estuviera en la terna de los Goya.
Dallas buyers club. La confirmación de que aquellos tiempos en los que Matthew McConaughey era solo una cara bonita quedan ya muy atrás. Su descomunal interpretación del (insólito) activista Ron Woodruff en esta película con una historia tan extraña que solo puede ser cierta fue de lo más aplaudido en un festival en el que eso de aplaudir no es obligatorio (al contrario de lo que podría parecer, los locales no son fáciles de conquistar). McConaughey estará con toda seguridad en la lista (corta) de candidatos al Oscar, como también debería estarlo su compañero de correrías en el filme, el sorprendente Jared Leto. Si el primero se sale con su interpretación de un redneck enfermo de SIDA, el segundo borda a un transexual que ayuda al personaje de McConaughey a descubrir un cóctel de medicamentos que le ayuda a calmar los efectos del virus. ¿La mejor cinta indie del festival? Probablemente.
Mandela. El primer tráiler de la película había dejado buenas sensaciones al espectador y la proyección del filme solo sirvió para confirmar (y aumentar) las vibraciones positivas. El extraordinario trabajo del actor Idris Elba (grabado a fuego en la memoria de los televidentes gracias a Stringer Bell, su personaje en The wire) sirve por sí solo para sostener el filme pero la dirección de Justin Chadwick no es menos magnífica. La película, que arranca en la niñez del político surafricano, es un precioso recorrido por la vida de un tipo que nunca se rindió, sin importar cuales fueran las circunstancias. Elba clava el acento y el aspecto de Mandela pero —sobre todo— le da profundidad y calado a su figura, en un reto mayúsculo que Denzel Washington esquivó (el guion le tuvo a él como protagonista durante casi un lustro) pero que el actor inglés levanta con una furia monumental.
12 años de esclavitud. La película más esperada del festival, no exenta de polémica por su crudeza, cuenta una historia que es necesario contar: la de la repugnante plaga de la esclavitud en un continente que la cultivó y alentó hasta hace menos de un siglo (no siempre con las mismas formas —las cadenas desaparecieron pero el estatus siguió ahí—, aunque en ciertas zonas de Alabama podrían tener algo qué decir al respecto). McQueen no se ahorra nada, ni una lágrima, ni una gota de sangre, ni un latigazo, y lo hace con la convicción del que sabe que está pisando terreno movedizo. Con un reparto impresionante, encabezado por el increíble Chiwetel Ejiofor (el nombre no es pegadizo, su interpretación desde luego lo es) y secundado por Paul Dano, Benedict Cumberbatch, Brad Pitt y —sobre todo— Michael Fassbender, el realizador británico construye el retrato más salvaje, fidedigno y doloroso que jamás se haya hecho de uno de los periodos más oscuros de la historia de la humanidad. Algunas de sus elecciones formales (esa larguísima secuencia de castigo a una esclava) pueden ser discutibles pero el conjunto —que a nadie le quepa duda— es de una brillantez insultante.
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