Fraga, Aznar, Cascos, ¡qué tiempos aquellos!
Miguel Ángel Rodríguez ponía volumen a las filípicas del jefe. Yo me rompía las manos a aplaudirle
Miro por aquí y por allá —una oficina múltiple, un despacho reservado— que con esta nueva existencia fantasmagórica es todo un lujo ver cómo actúa la gente —la más alta y la más baja— cuando creen que nadie les está observando. Y no puedo por menos que reafirmarme en lo que llevo diciendo tantos años: este partido está echado a perder, que ya nadie grita ni da puñetazos en las mesas. ¿Me haces el favor? ¿Podrías acercarme aquello, o esto o lo otro? Gracias, cielo, cómo están tus niños, y tu mamá, y si luego nos reunimos y nos echamos una partidita de videojuego, ¿podría usted mirarme esto, Julita?
Para vomitar. Recuerdo yo cuando este edificio temblaba bajo los efectos de las broncas de don Manuel: ¡¡¡Le he dicho que noquierovermásinformes hechosconlospiesquésehacreídoustedaminosemepuedepreentaresezurulloynovhskdguevszfwzgsbh!!! El trabajo con él era doble: primero, entender lo que te decía, que en eso había auténticos expertos. Oías “Ahdleurhcbkjfwe” y te traducían: que vayas llamando al chófer. Y luego acertar en los detalles, que maniático era hasta desesperar. Con la edad se fue apaciguando, pero lo que ganaba en carácter lo perdía en expresión, que ya ni Romay Beccaría conseguía entenderle, así que le traías tres o cuatro cosas al tiempo, que con alguna acertarías.
Lo de Hernández Mancha lo olvido, que ya me dirán qué les voy a decir de un secretario general que tocaba la guitarra. La guitarra. Hay que verlo. Lo peor es que después de Fraga vino José María Aznar. Igual se creen ustedes que le conocen. Serio, adusto, mal encarado. Ya. ¡Con decirles que esa era la cara buena! Te llamaba al despacho y se te ponía cara de ir a recibir unos cuantos latigazos. Siempre te recibía desabrido, que daban ganas de preguntarle eso de ¿se te debe algo?, pero a ver quién era el guapo. Yo con él me llevaba bien, que me encontraba una persona entrañable, con esta gomina, cabeza de emperador romano y, sobre todo, esta afición mía por la montaña —“Altos horizontes, Luis, altos horizontes, así me gusta”, solía decirme— y también por el esquí, aunque ya saben que él le daba más al de fondo. Luego, también es verdad, está lo que estaba, que para qué entrar en detalles, y eso hacía mucho para mejorarle —dentro de lo posible— el carácter.
Miguel Ángel Rodríguez ponía volumen a las filípicas del jefe. Yo me rompía las manos a aplaudirle
Un tipo así, que lo mismo te le encontrabas haciendo flexiones en el despacho que abroncando a algún incauto que había entrado a saludarle —¡entrar a saludarle, había que ser pardillo!— necesitaba a su lado a gente potente. Por ejemplo, Miguel Ángel Rodríguez, que le ponía volumen a las filípicas que echaba su jefe al respetable con los dientes apretados. ¡Así os explote una bomba y os mate a todos!, llamaba muy educadamente el portavoz del Gobierno a algún periódico. ¡A la cárcel!, tu jefe va a ir a la cárcel, le decía a otro. A mí me parecía muy bien, la verdad, yo me rompía las manos a aplaudirle, porque esa es la única manera de tratar a esa gentuza de los periódicos, si sabré yo —sobre todo ahora— de lo que hablo.
Pero mi ídolo de la época, tengo que reconocerlo, era Francisco Álvarez Cascos. Ese sí que era un tío. Que pegaba un puñetazo en la mesa y saltaban las fotos de sus mujeres, que tuvo muchas y llenaban todo el escritorio. Lo más impresionante era verle zarandear a los secretarios provinciales, que se les notaba temblar cuando les decía cosas como y tú, ten cuidadito, que lo mismo no repites candidatura, que me han dicho que vas protestando por ahí, que si Paco tal, que si Paco, cuál… De ninguna manera, le decían con voz trémula, cómo puedes pensar eso, con la admiración que te tenemos en la agrupación de Vitigudino, un señalar. Pues eso, seguid así que no quiero tener que tomar medidas, contestaba Álvarez Cascos con voz tronante.
A veces nos pasábamos a algún incauto por el pasapurés de todos nosotros. Venía alguien de Extremadura, que ya llegaban tocados, que tener que aguantar a Barrero o a Floriano no era cualquier cosa, —¿ya les he hablado de Floriano?, es que es uno de mis favoritos, porque… bueno, volvamos a la historia— y primero le recibía Rodríguez: no estáis haciendo nada, Andrés, más prensa, más agitación, no sabéis venderos, sois una vergüenza. Después lo cogía Cascos: ¿tú crees que con esos que tenéis ahí vamos a hacer algo? Pena me dais, que sois todos unos inútiles. Lo remataba Aznar: no creía yo que fuerais a defraudarme tanto en Extremadura, tierra de conquistadores, Pizarro, por ejemplo, tú te sabes bien la historia de Pizarro, tú sabes lo que le hizo a Atahualpa, pues así esperaba yo que os comportarais, y no como lo estáis haciendo, venga a ganaros siempre ese Ibarra…
Cuando pasaban por mi despacho venían doblados, de cuerpo y alma. Cada uno de ellos ya me había llamado y me había contado lo que le habían dicho. ¡Qué risas nos traíamos! Entonces yo sacaba un sobre de los míos y le decía, venga, Andrés, levanta ese ánimo, hombre… Y se iba más tranquilo, el pobre…
Sobres y pasta. Seguro que quieren que les cuente. Pero todo a su tiempo. Sin empujar.
¡Qué tiempos aquellos! Y no ahora, que parece que todos están bordando a filtiré. Cosa de la Cospe, esa bruja.
Por cierto que este abrigo… Nada, que no puedo quitármelo…
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