Primal Scream nunca falla
El grupo escocés, liderado por un magnífico Bobby Gillespie, lo mejor de una segunda jornada del FIB marcada por la falta de sorpresas
Con esa camisa de licra que le encanta, cada vez más chupado, pero en perfecto estado de forma, Bobby Gillespie, uno de los frontman más carismáticos del mundo, volvió un año más a Benicàssim con sus Primal Scream. Y no necesitan ninguna excusa para hacerlo. Nunca han regateado un gramo de sudor. Pero por si acaso quedaba muy cerca la gira en el que desempolvaron su legendario Screamadelica aquí mismo, este año presentan More Light, otra vuelta de tuerca a su historia musical y quizá su trabajo más político. Contorneándose como una anguila, con esa fragilidad asombrosa que nunca le ha dejado quebrarse del todo y sacando a la segunda de cambio sustoniano Movin on up, fueron lo más auténtico de la segunda jornada del FIB.
Que Bobby Gillespie esté vivo, con esa facilidad que tuvo durante años para bajar a por tabaco y volver al cabo de tres días, ya podría considerarse una proeza. Que insista en no repetirse como una absurda leyenda sin hacer el ridículo es todavía más extraño. Con un saxo y sin su bajista Mani (que anda de gira por el mundo tratando de restituir el buen nombre de sus Stone Roses y le sustituye Debbie Googe, de My Bloody Valentine) amplían todavía más sus registros, como en la impresionante 2013 de nueve minutos, de su último disco, o en Goodbye Johnny, a lo Leonard Cohen. Evidentemente, soltó a pasear a las fieras con Country Girl, que cantó a coro el público entero, o Come Together. Pese a todo, falta un poco de imaginación cuando un año tras otro vienen a tirar del carro los mismos.
Como Liam Gallagher. La mitad exacta del alma de Oasis, que también volvió al FIB después de que el año pasado lo hiciera su hermano. Aterrizó con Beady Eye, la banda con la que anda por ahí tratando de demostrar, sin demasiado éxito, quién cortaba el bacalao en casa de los hermanos de Manchester. Pero Noel le ganó hace tiempo esa y el resto de las partidas relacionadas con el talento. El grupo está compuesto por varios de los integrantes de Oasis con algunos roles intercambiados. El sonido, mucho más rockero y con destellos psicodélicos (sin el ácido natural de Gillespie), no tiene nada que ver, pero toda la presentación no deja de sonar a obstinado déja vu. Aún así, fue el primer grupo hasta el momento capaz de llenar el gran escenario principal. La descomunal leyenda de Oasis lo puede todo.
La banda se trajo su nuevo disco (Be), que no pasa de ser un paniaguado ejercicio de rock descafeinado y previsible pop. No ha cambiado tampoco esa manera de cantar tan suya con las manos entrelazadas detrás del culo, la inimitable posición de los abuelos cuando se paran un rato a ver las obras del barrio y el tiempo se detiene en un hermoso aburrimiento. Como el último tramo de su carrera. Tampoco la toalla que no suelta ni un segundo, probablemente debido a la masoquista transpiración que se inflige a si mismo abrochándose hasta el último botón de la cazadora en pleno mes de julio. En cambio, anda un poco corto de voz (un tanto afónico) y muy sobrado de chulería (nada más salir se chupó el dedo gordo, supuestamente en alusión a la denuncia de paternidad que le acaba de caer), atributo fundamental para un directo que, a pesar de todo, funciona. Y como le sucedió a su hermano el año pasado, logró la esperada comunión con el público solo cuando tiró de Oasis, esta vez con Rock and Roll Star. Acabó chocándola con el público y saliendo por su pie del escenario, como cuando le echaron del Bernabéu hace unos meses mientras veía palmar a su Manchester City.
La segunda jornada mejoró un tanto el aspecto del festival, pero no logró sacudirse ese aire rutinario de la experiencia. No hay misterio ni sorpresas, y no ayuda un cartel plagado de asiduos a este evento o que ya han pasado recientemente por otro similar. Pero eso no es culpa del FIB, la industria de este tipo de certámenes está tan globalizada que los carteles parecen hechos con un molde en el que apenas varían algunas piezas. Lo único que cambia es el paisaje y, si atendemos a la estructura de los escenarios, prácticamente igual en todos los eventos, ya ni siquiera eso. Desde esa perspectiva, cada vez cobrarán más relevancia los festivales especializados. En cualquier caso, el de Benicàssim, a quienes muchos daban por muerto, sigue teniendo público suficiente para vivir algún tiempo más de las rentas. Al menos hasta el golpe de efecto que debería producirse el año que viene en su veinte aniversario.
Dizzee Rascal, que también se ha convertido en un asiduo al FIB (ha venido en tres de las últimas cuatro ediciones), fue el encargado de provocar las primeras carreras del día desde el camping al escenario principal de hordas de británicos. Aunque a esa hora, recién salidos de la tienda de campaña, no lograran llenar ni la mitad de su aforo, que este año ni siquiera tiene el refuerzo de columnas de altavoces instalado en otros tiempos en previsión de una masa que ha llegado a ocupar todo el recinto. Rascal rapea como un demonio y monta un show divertido (pide al público todo el tiempo que coros), pero en los últimos tiempos se ha tirado a unas bases electrónicas un tanto verbeneras y al límite de lo efectista. Traía nuevo disco (The Filth), MC y un dj. Pero no ha cambiado nada sustancial para despertar por tercera vez el interés. Se marcó un alegato antidrogas en uno de sus temas, que enfervoreció a la juventud británica de este FIB, todo hay que decirlo, mucho más dada al alcohol que a otras sustancias que abundan en el resto de festivales.
Hanni el Khatib continuó con la senda rockera abierta el jueves por Queens of the Stone Age y que seguirían luego los españoles Guadalupe Plata. Californiano tocado por la gracia del garage y el blues, desplegó a primera hora (ocho de la tarde) en el escenario principal del FIB, bajo el último solazo del día, algunos de los temas de su nuevo álbum (Head in the dirt), producido por Dan Auerbach de The Black Keys, últimamente en estado de gracia también como productor. Un sonido perfecto para esa hora del día, en la que prácticamente no había llegado nadie todavía. Los ingleses tardan en arrancar y son grandes sprinters: a las tres de la noche empiezan a desaparecer. Los españoles llegan más tarde (tampoco es que ayer se dejaran ver demasiado) y siempre son los que dan color a las últimas horas del festival. En eso el FIB no ha cambiado nada todos estos años.
Los ubetenses Guadalupe Plata demostraron en el escenario más pequeño lo cerca que puede estar Jaén del Mississipi. Espectacular blues, cosido en el ritmo por el barreño (ese instrumento que sirve de bajo y está construido con un barreño de zinc de los que se usan en las matanzas, un palo de madera y una cuerda de motosierra) y destripado desde las guitarras y los alaridos de su vocalista. Perico de Dios canta en castellano, aunque no se entienda ni papa. Ni falta que hace. “Estos de dónde son?”, le suelta un inglés a otro. “Creo que españoles”, responde su colega mirando el programa. Y el otro alucina, no se sabe si por el sonido o porque era el primer grupo del país en el que lleva acampando varios días que veía en el festival. Mientras tanto, el batería, que se presentó con el brazo y un par de dedos vendados, movía las baquetas apañadamente mientras la guitarra se metía en callejones psicodélicos que siempre encontraban una salida. Rock sucio de carretera para el público de mayor edad de un festival que, de momento, se limita a cubrir el expediente.
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