Peter Brook en el planeta Shakespeare
El director británico regresa a la obra de su autor fetiche en su nuevo libro. Con 88 años aún habla de “conclusiones provisionales"
En The quality of mercy: reflections on Shakespeare (Nick Hern, 2013), el nuevo libro de Peter Brook, hay dos formidables asertos que ilustran su modo de hacer. Excusen mis traducciones, torpes y libérrimas. Primero: “Una vez alguien le preguntó a un ordenador: ‘¿Qué es la verdad?’. El ordenador tardó un largo tiempo en contestar, hasta que dijo: ‘Voy a contarle una historia”. Segundo: “En África hay un dicho: ‘Ser demasiado serio no es muy serio”. Brook sigue al pie de la letra ambos preceptos: la narración y el sentido del humor por encima de todo. En el pórtico dice: “Este libro no es un trabajo académico, sino una serie de impresiones, experiencias y conclusiones provisionales”.
Me encanta este maestro, que a los 88 años sigue hablando de “conclusiones provisionales”, que no cesa de beber en el manantial de Shakespeare. Y de repensar, de entusiasmarse; de ensayar, en una palabra. Brook ha escrito muchísimo sobre Shakespeare, pero siempre tiene algo nuevo y sugestivo que decir (mejor: que contar), porque la fuente es inagotable y él siempre parece mirar con ojos nuevos. En el primer capítulo, Alas, poor Yorick, hay un precioso pasaje en el que se imagina al joven Will llegando a Londres y devorando todo lo que hay a su alrededor, apresando imágenes, diálogos, colores. “Un poeta”, escribe, “absorbe todo lo que experimenta, pero solo un genio sabe destilarlo y relacionar impresiones absolutamente distintas y contradictorias”. También he anotado esto: “Lo que hace único a Shakespeare es que cada montaje debe buscar su propia manera, pero sus palabras no pertenecen al pasado: son las fuentes que han de crear y habitar esas nuevas formas”. Y esto otro: “Sus personajes nunca pueden ser descritos con un solo adjetivo. Nunca los juzgó, nunca los utilizó para expresar sus propios pensamientos. Nos dio una inacabable multitud de puntos de vista y dejó las preguntas abiertas a la inteligencia de cada espectador”.
Brook ha escrito muchísimo sobre Shakespeare, pero siempre tiene algo nuevo y sugestivo que decir
En The quality of mercy (libro breve, conciso: 116 páginas) destellan, como siempre, la claridad, la amenidad, la ausencia de pedantería. Y se encadenan las historias. Volvemos a encontrarnos con el jovencísimo Brook, que a los 20 años dirige su primer Shakespeare, El rey Juan, en el Birmingham Repertory Theatre, en 1945, donde le descubre sir Barry Jackson, el hombre que le llevará a Stratford para que “cambie aquello de arriba abajo”. Su debut, al año siguiente, una puesta de Trabajos de amor perdidos inspirada en la imaginería de Watteau, es muy celebrada, pero arma un gran escándalo en 1947 con Romeo y Julieta, para cuya música recurre, por cierto, al gran compositor catalán Robert Gerhard, que en 1963 firmaría la partitura electrónica de El rey Lear. “En aquella época”, cuenta, “Romeo y Julieta era una obra a la que las familias de clase alta podían llevar a sus niños. Solo las actrices consagradas, pasada la cuarentena, podían interpretar a Julieta. Yo elegí a una pareja jovencísima y casi desconocida, que dijo el verso según su propia verdad, lejos de las reglas establecidas. El sexo estaba muy presente, y los duelos a espada eran muy violentos. La escenografía era de color naranja, y tenía la forma de una plaza de toros. Me acusaron de haber acabado con la poesía de Shakespeare”. Más dura fue la acogida de Medida por medida en 1950, “una obra que apenas se representaba porque la consideraban ‘vulgar y oscura’, y en la que el gran Gielgud se atrevió a salir sin peluca por primera vez”. Pero la cumbre de la repulsa fue Tito Andrónico en 1955, con una pareja estelar: Laurence Olivier y Vivien Leigh. Cuenta Brook: “Tito les parecía la apoteosis del mal gusto. Yo pensaba que bajo la típica tragedia elisabetiana de horror y venganza latía algo que venía de lo más profundo del subconsciente de Shakespeare. Olivier supo mostrar a un hombre real bajo el dibujo del vengador, y Vivien Leigh logró imprimir belleza y poesía a la terrible escena de la violación y amputación de Lavinia. Fue muy dura la gira europea, donde todos asistimos al hundimiento psíquico de Vivien, que había comenzado durante el rodaje de Un tranvía llamado deseo”.
Brook vuelve a hablar, por supuesto, del revolucionario Lear que montó en 1963 con un Paul Scofield enérgico y furioso. Regresa a ese texto inabarcable, que califica de “cima, con Los hermanos Karamazov, de la literatura europea de todos los tiempos”, y en el que “cada una de sus partes encaja en un todo que abarca lo social, lo familiar, lo político y lo personal, la aventura íntima”. Y de aquel Sueño de una noche de verano (1970) que giró por Estados Unidos y por medio mundo, con una caja blanca por toda escenografía, y para el que los jóvenes actores de la RSC tuvieron que familiarizarse con las aéreas acrobacias del Circo de Pekín. Habla poco de Hamlet, pero en The hour glass analiza, con gran sagacidad, un pasaje del “ser o no ser” para rastrear la resonancia, el sentido y el sentimiento. Y se despide con un mensaje a los directores: “No busquéis el ‘concepto’. Cuando una mente autoritaria impone un concepto por anticipado, cierra todas las puertas del montaje”.
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