La ruleta siempre daba un ganador
En la eclosión del rock and roll casi todas las independientes que canalizaron la energía creativa tenían comportamientos mafiosos
Lo han adivinado: el título de esta sección veraniega hace referencia a un arrollador clásico de Warren Zevon. Lawyers, guns and money era la petición de un niño bien estadounidense, atrapado en líos serios en la Latinoamérica de la Guerra Fría, nada que ver con lo que nos ocupa. Sin embargo, esa tríada sirve para describir una época gloriosa e infame del negocio del pop.
Gloriosa, ciertamente: una etapa de liberación y descontrol, cuando la eclosión del rock and roll dinamitó el tinglado de las majors. E infame: casi todas las discográficas independientes que canalizaron aquella energía creativa tenían comportamientos mafiosos, cuando no estaban directamente participadas por la Mafia.
La Mafia siempre simpatizó con el mundo del entretenimiento. Conectaba con sus negocios de prostitución, drogas, apuestas. Funcionaba con dinero negro. Servía para lavar la pasta. Generaba grandes ingresos si los cazatalentos tenían buen olfato.
La Mafia siempre simpatizó con el mundo del entretenimiento. Conectaba con sus negocios de prostitución, drogas, apuestas
En Los Soprano aparecía Hesh Rabkin, un jubilado con debilidad por las bellezas negras, que criaba caballos de carrera en New Jersey. Por su origen judío, no podía formar parte de la familia pero Tony apreciaba su mente enciclopédica. Rabkin, se nos contaba, se enriqueció con una discográfica en la que solía añadir su nombre al de los autores de las canciones.
Blanco y en botella: Rabkin era el trasunto de Moishe Morris Levy (1927-1990). Nacido en Harlem, sabía tratar con los afroamericanos. Tal vez no comprendiera el be-bop pero sí entendió que aquel frenesí tenía público: dirigió locales luego legendarios, como el Birdland.
Fue en Birdland cuando descubrió el filón del publishing. El representante de ASCAP, una de las sociedades de autores, se presentó exigiendo cobrar por el uso de sus canciones. El rayo le deslumbró: “O sea que cada vez que suena una canción, su editorial cobra una cantidad...”.
Inmediatamente puso en marcha su propia editorial y convenció a muchos creadores negros para que le cedieran sus composiciones. En 1956, se convirtió en cabeza visible de una discográfica que buscaba beneficiarse de la bonanza del rock and roll: millones de teenagers que gastaban su dinero en cantantes trepidantes y grupos de doo wop.
El nombre, Roulette Records, merece una explicación: uno de los socios era George Goldner, gran disquero al que le perdía su ludopatía. Tapando deudas, Goldner fue desprendiéndose de sus sellos, que terminaron en Roulette. Levy no sabía distinguir una rumba de un samba pero se hizo con grabaciones de Tito Puente, Count Basie, Sarah Vaughan.
Los consumidores más buscados eran los adolescentes. Roulette compraba masters, grabaciones ya acabadas, y fichaba talento fresco, tras la obligada prueba. Explotó la moda del twist. Recopilatorios como Woo-hoo: the Roulette story (One Day Music) muestran que Levy tuvo grandes aciertos, de Frankie Lymon a Jimmie Rodgers.
Una de las ventajas de fichar por Roulette es que el capo reconocía su gran ignorancia y dejaba libertad a artistas, arregladores, productores. El inconveniente: apenas pagaba. Tommy James, solista de los Shondells, denuncia en su biografía que Roulette les robó unos 30 millones de dólares en royalties. Pero uno no discutía con un asociado de la familia Genovese.
Levy era feroz defendiendo sus intereses. En la disputa por los derechos de autor de la inmortal Why do fools fall in love, hasta el juez se rió cuando intentó explicar su aportación. Sabía intimidar: persuadió a John Lennon para que le dejara vender por correo un elepé suyo, alegando que había plagiado versos de Chuck Berry en Come together.
No esperen una moraleja reconfortante. Le condenaron a diez años de cárcel por una extorsión pero recurrió. Nunca pisó la prisión federal: estaba libre cuando un cáncer acabó con su vida.
Babelia
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