Cuando la realidad no se sostiene
Basta repasar las novedades para concluir que la literatura de género fantástico ha conquistado por lo menos el mismo sex appeal que la novela policiaca nórdica o el sadomasoquismo de bisutería
En El hombre en el castillo, una de sus obras mayores, Philip K. Dick nos convertía a todos nosotros —y a toda la segunda mitad del siglo XX— en una posibilidad imaginaria que ni siquiera coincidía al ciento por ciento con la realidad alternativa barajada por el hipotético escritor Hawthorne Abendsen. En La langosta se ha posado, la novela que escribía Abendsen de ese mundo posible donde el Eje había derrotado a las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra Mundial, se describía un mundo donde la contienda se había resuelto a la inversa, pero con estimulantes divergencias con respecto a lo que, aquí y ahora, los libros de historia del siglo XX le siguen contando como hecho probado al lector de novelas de Philip K. Dick. El maestro de la ficción paranoica lograba la paradoja perfecta: lo real siempre será la ciencia ficción de alguien.
Aventuras en territorio Bin Laden
En Osama (RBA), el escritor de origen israelí Lavie Tidhar aplica la estrategia dickiana a la realidad extrema, apocalíptica y desesperada surgida tras las cenizas del 11-S: su protagonista, Joe, es un detective privado que recorre una sucesión de gélidos no lugares —salas de espera, andenes, zonas de embarque, pubs, fumaderos de opio, trenes, aviones—, mientras intenta averiguar la identidad de un escritor de novelas baratas, Mike Longshott, autor de la popular serie de ficción Osama Bin Laden: Vigilante. Joe acaba visitando un congreso de aficionados a las aventuras seudoliterarias del enigmático Bin Laden, donde se distribuyen fanzines dedicados “al estudio y al análisis del Osamaverso” y se organizan debates sobre el poder consolador de esos libros que encierran la brutalidad de esa guerra secreta entre Occidente y el integrismo islámico en el territorio de lo imaginario. La novela de Tidhar, una de las propuestas más singulares en la amplia oferta de ficción especulativa para la Feria del Libro, acaba recordando tanto a Dick como a las gélidas tonalidades de un clásico del cine de ciencia ficción tan anómalo e inmortal como La Jetée (1962), de Chris Marker. Construida a partir de imágenes estáticas, la película de Marker provocaba un efecto de extrañeza similar al que induce en el lector la prosa aséptica de Tidhar: en ambos trabajos, un amor trágico palpita bajo unas claves expresivas que aparentan neutralizar toda pasión. El azar quiso que el escritor estuviese cerca, al menos en cuatro ocasiones, de diversos atentados cometidos por Al Qaeda. En su caso, la ciencia ficción ha sido un instrumento para el exorcismo personal, desacreditando el extendido prejuicio que solo contempla los usos escapistas de la mejor literatura fantástica. Sí, lo fantástico en sus más diversas formas —el terror, la ciencia ficción, la fantasía (heroica o no) y los diversos cruces entre todos estos extremos— sirve para abrir puertas a realidades aumentadas, consoladoras o perturbadoras, pero también sirve para transmitirnos la idea de que el suelo que pisamos no es necesariamente un territorio estable.
Universo ‘crossover’
Basta recorrer los estantes de novedades editoriales para sacar la conclusión de que la literatura de género fantástico ha conquistado por lo menos el mismo sex appeal de mercado que la novela policiaca nórdica o el sadomasoquismo de bisutería. Conviene resistir la tentación de sacarse de la manga la socorrida explicación ready made de que, en tiempos de crisis y cotidianidades desalentadoras, los otros mundos suben su cotización en el mercado de valores simbólicos. Probablemente, detrás del fenómeno haya razones más prosaicas que tengan que ver con la eficacia de unas estrategias de marketing capaces de ampliar el mercado más allá del tradicional público especializado. La literatura fantástica abandona el gueto del fandom y los territorios exclusivos (que no excluyentes) de los círculos de iniciados, aunque, para ello, tenga que pagar el precio de su propia identidad: convertirse, en definitiva, en ficción de género cruzada con novela rosa, en terror para quienes no toleran el terror o en ciencia ficción para quienes arrugarían el morro ante el postulado teórico más elemental de la física cuántica… del mismo modo que, en el contexto de la literatura erótica superventas, el sadomasoquismo ha acabado situándose más cerca de la sección de picardías de unos grandes almacenes que del influjo del Divino Marqués. Por otro lado, no es menos cierto que otros fenómenos masivos de la cultura popular —en especial, el auge de la nueva ficción televisiva— han democratizado rituales y estrategias —de la fan fiction a la vocación transmedia, pasando por la lujuria hermenéutica— que tradicionalmente estaban asociados a la línea dura de la afición a las ficciones de género: en otras palabras, lo que antes era considerado friki (odioso término, por cierto), es cada vez más mainstream. La aparición de una nueva editorial como Oz resulta, en este sentido, de lo más sintomática: en su un tanto disuasoria retórica promocional, hablan de “libros crossover de género fantasy, épica, distopía, romántica paranormal, young adult y ciencia ficción para todos los públicos”. Los primeros títulos de la colección —Susurros, de A. G. Howard, autora que aspira a enmendarle la plana al mismísimo Lewis Carroll proponiendo un País de las Maravillas más oscuro (sic); Los indeseables, primera entrega de las Crónicas de Haven, de Maureen McGowan, y La hermandad Hojanegra, de J. A. Ramírez— confirman que Oz encontrará a su público objetivo entre quienes no sean susceptibles de desarrollar sarpullidos al leer sus notas promocionales.
Más allá de ‘Juego de tronos’
La buena noticia para el aficionado riguroso es que, entre la avalancha de simulacros, domesticadas formas híbridas y propuestas de usar y tirar, surgen estimulantes anomalías, se recuperan clásicos y se traducen, con encomiable puntualidad, algunas valiosas novedades. El lector español está acostumbrado a tocar madera ante la periódica llegada del infortunio: cuando Minotauro pasó de manos de su fundador Francisco Porrúa al grupo Planeta, la línea editorial se escoró hacia el mainstream, se incrementó el ritmo de novedades, se alentó la producción nacional y se condenaron a un limbo del que aún no han salido libros tan esperados como la última entrega de la saga El libro del Sol Largo, de Gene Wolfe —pese a que la traducción de Marcelo Cohen llevaba tiempo entregada— o la edición de los Cuentos Completos de J. G. Ballard. Por eso, cuando aparecen nuevas colecciones especializadas como Literatura Fantástica de RBA, el acto reflejo es lanzar un deseo al infinito para que la cosa dure. Sobre todo, para que se mantenga el acierto de una filosofía editorial que juega a proponer estimulantes diálogos entre clásicos y contemporáneos, como el que establecen la reciente edición, con prólogo de Jacinto Antón, de las tres novelas de ciencia ficción más emblemáticas de H. G. Wells y la nueva traducción de la vibrante La máquina espacial, de Christopher Priest, donde el autor de El prestigio juega a hibridar La guerra de los mundos y La máquina del tiempo. Otra plegaria del verdadero creyente en el género pasa por desear que se perpetúe la buena estrella de la independiente editorial Gigamesh, la casa de Juego de tronos, que, lejos de dormirse en los laureles de la bendición Martin, sigue ampliando el acceso al resto de referencias del autor: las esperadas reediciones de bolsillo de la famosa saga de los Siete Reinos llegarán a la Feria del Libro mientras se dan las últimas correcciones a Híbridos y engendros, segunda entrega de la autobiografía literaria de George R. R. Martin.
Zombis con acné
El productor cinematográfico Herman Cohen fue quien subrayó de manera más explícita el vínculo entre la estética de lo monstruoso que dominaba la serie B de los cincuenta y las perturbaciones —cutáneas, hormonales y espirituales— de la adolescencia en títulos como Yo fui un hombre lobo adolescente y I Was a Teenage Frankenstein (ambas de 1957). Laura Fernández recoge ese testigo, sin que nadie pueda confundirla con un émulo de Stéphenie Meyer, en La chica zombie (Seix Barral), su nueva novela tras esa Wendolin Kramer que aplicaba la misma mirada iconoclasta sobre el arquetipo de la superheroína. Solo cabría desear en esta novela de estilo eléctrico que uno pudiera inferir los referentes que maneja la autora —Coover, Brautigan, Vonnegut— de la lectura del libro y no extraerlos de lo que subraya el texto de contraportada. Junto a El despertar (Timun Mas), de Elio Quiroga, aparecida hace ya algunos meses, pero, sin duda, merecedora de mayor atención, novela que asociaba la zombificación a un proceso de autoafirmación posfeminista, La chica zombie bien podría ser el gran perro verde de la ficción de muertos vivientes escrita en nuestro país.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.