Reconocibles, pero sin estado de gracia
La vocación de estos hermanos tan listos son las historias de perdedores tragicómicos
La rumorología, esa ciencia tan inexacta, afirmaba que la última película de los hermanos Coen, titulada Inside Llewyn Davis, era la crónica de los años que el muy joven Bob Dylan pasó en Greenwich Village, época que Scorsese recogió penetrantemente y con testimonios de primera fila en el extraordinario documental No direction home. Pero la rumorología solo había oído campanas y su conclusión estaba despistada. Solo al final de la película vemos en la penumbra a un chaval de pelo ensortijado que toca la guitarra y canta con voz gangosa e hipnótica. O sea: Dylan.
No es propio de los Coen que nos cuenten los comienzos de un triunfador absoluto, de uno de los mitos más justificados que ha dado la música, de un seductor de minorías y de masas. La vocación de estos hermanos tan listos son las historias de perdedores tragicómicos (alcanzaron la cumbre con el personaje de El Nota en El gran Lebowski, alucinados o esperpénticos. Y a Llewyn Davis casi todo el mundo se empeña en recordarle que es un fracasado, que sus canciones siguen sin enganchar al personal, que lo de hacerse a la mar cuando las cosas se han puesto muy feas en la tierra siempre ha sido una buena solución. Los hermanos Coen nunca han dirigido su carrera basándose en proyectos con afanes descaradamente comerciales. Tienes la sensación de que siempre han hecho el cine que les daba la gana. Y cuando han tenido demasiado éxito como en los casos de las excelentes Fargo, No es país para viejos y Valor de ley se las ingenian para que la siguiente película les encante sobre todo a ellos y a un público de fans incondicionales que están al tanto de todas sus claves. Y si no, se las inventan.
En la proyección de ayer de Inside Llewyn Davis una parte del ilustrado público encontraba sumamente gracioso todo lo que hacen y dicen los personajes. Algunos se reían incluso antes de que terminara la frase o el gag en la pantalla, algo propio de aquello que funcionaba en el teatro y que se denominaba la clac. En este caso no creo que ese risueño público estuviera pagado por la productora; solo responde a su certidumbre de que ellos siempre están en la onda coeniana. Y por supuesto, estos brillantes hermanos utilizan desde su primera película el humor sardónico y el sentido del absurdo, aunque está claro que cada secuencia y cada diálogo de su cine no se proponen únicamente eso. Da igual. Para algunos todo parece ser una invitación a la risa y a la carcajada.
Lo que cuentan en esta película no es precisamente alegre. Retrata la progresiva desesperación de un folk singer que no encuentra su lugar en el sol. A lo más que llega es a la supervivencia tirando a cutre. Duerme cada noche donde le permite la caridad de sus amigos y conocidos, sablea lo que puede, visita de vez en cuando a la tradicional hermana, lo más que recibe en sus actuaciones son aplausos piadosos, sabe que el tiempo de esperanzadora promesa de la música se le está acabando y que tiene chungo grabar ese disco que le consagrará. Su vida sentimental es un desastre, está harto de que sus benefactores le aprecien, pero no valoren su arte. Y en las calles del Village hace un frío espantoso y él no tiene ni abrigo. Y en el viaje en autostop que hace a Chicago para intentar venderle su música al boss de la industria del folk todavía hace más frío y no recibe la menor esperanza. Todo huele a intemperie y desolación en la vida de este hombre. También le pasan cosas muy raras con los desconocidos que se encuentra, pero ninguna buena.
Los Coen recrean con su particular estilo el ambiente del Village a principio de los años sesenta. Pero que nadie espere una loa de las drogas, el resacón perpetuo, la creatividad artística y la seguridad de que los tiempos estaban cambiando. No tienen ninguna intención lírica, lo que describen está más cerca de la caricatura y de la sordidez. Como siempre, saben crear atmósfera, inventarse a tipos inquietantes como los que interpetan con su habitual solidez actores como John Goodman y F. Murray Abraham. Existe una ironía que bordea la crueldad. Pero Oscar Isaac, el actor que la protagoniza, despierta escaso magnetismo. Es una película vocacionalmente extraña que puede mantener moderadamente la atención, con clima desasosegante, con arquetipos y situaciones que llevan el identificable sello de sus autores, pero el resultado final no me apasiona.
Las historias de los hermanos Coen y su forma de narrarlas siempre parecen autónomas. Su estilo es genuino. Y les pueden salir mejor o peor. Pero en la película holandesa Borgman todo parece copiado. Es posible que su director se haya sentido deslumbrado por Teorema, Funny games y el universo más turbio de David Lynch, pero el cóctel que ha preparado mezclando a sus amores resulta tan evidente como prescindible. Este grupo de vampiros entre humanos y sobrenaturales que se introducen en la casa de una familia acomodada para seducirles y destruirles no tiene la menor gracia. Hasta para homenajear se necesita talento.
Babelia
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