El disquero desconocido
Mañana, José Manuel Caballero Bonald recibe el Cervantes en Alcalá de Henares. Un premio que, felizmente, nadie discute. Sin embargo, hojeando las numerosas páginas previas que le han dedicado, detecto una ausencia. Y nada casual: en su trayectoria vital, no se menciona que Caballero Bonald fue disquero. Y de los buenos.
Para entendernos —el DRAE no recoge tales extravagancias—, un disquero es alguien que hace discos, que trabaja en la industria discográfica. Bonald no lo oculta: hay pinceladas de esa actividad en su segundo tomo de memorias, La costumbre de vivir (2001). Aparte, su nombre figura —como productor, traductor, letrista— en importantes discos de los setenta. Fue cabeza visible de un sello progre, Pauta, como empleado en una multinacional, Ariola, que se enorgullecía de contar con sus servicios.
Puede que, con la reciente demonización de la industria musical, alguien haya decidido que esa etapa supone una mancha en su historial. Peor aún: que no es digno de mencionarse. De Bonald sí se celebra su faceta de flamencólogo. Su monumental Archivo del cante flamenco (1968) contenía grabaciones de campo, andanzas por un territorio musical que no se abre así como así a los extraños. Lo editó Vergara, que fue la puerta de entrada para que la alemana Ariola se instalara en España. Su director, Ramón Segura, demostró fino olfato al contratar a Caballero Bonald como asesor para grabaciones de flamenco.
En realidad, trabajaba como cazatalentos sin limitación de géneros. En 1973, fue el responsable de recuperar a Luis Eduardo Aute para el mundo del disco, tras su experiencia negativa en RCA. En Ariola se aceptaron las condiciones del cantautor: se negaba a actuar, rechazaba cualquier promoción más allá de dar unas entrevistas.
Ahora mismo, dudo que alguien consiguiera un contrato con una major tras poner semejantes trabas, que Aute mantuvo hasta 1978. Según recuerda, la labor de Caballero Bonald como productor era aún más improbable: “Te empujaba a experimentar, a hacer discos menos comerciales. Y mis proyectos ya eran en sí mismos bastante insensatos”. Igual tolerancia libérrima mostró cuando ayudó a Vainica Doble en Heliotropo.
El jerezano se implicó en la creación de Pauta, uno de los abundantes sellos que salieron al rebufo del impacto de Gong, la aventura de Gonzalo García Pelayo con Movieplay. En varios aspectos, Pauta fue el más exquisito de todos. Cuidadas fundas que se abrían, con acabado mate, en vez del plastificado dominante por aquellos tiempos. Y una política musical que, debemos imaginar, reflejaba la sensibilidad del propio Caballero Bonald: cantautores, intérpretes en lenguas periféricas, flamenco, antologías.
Se resistió, me cuentan, a una operación bastarda: para dar credibilidad a Miguel Bosé, entonces artista de Ariola, se intentó cocinar un álbum suyo para Pauta. No veía a criatura tan liviana en compañía de Maria del Mar Bonet, Manuel Gerena, Aguaviva o El Sordera.
En Ariola saludé por vez primera a Bonald. No tenía oficina propia: el día a día lo llevaba Charo García, una dinamo de mujer. El sello mostraba una seriedad muy relativa: allí se cocinó el hilarante Forgesound, cuyo retrato de la España casposa ha resultado más longevo de lo que podíamos imaginar. Cantaban “estrellas” de la compañía: Aute, Rosa León, Teddy Bautista, Julia León.
Me pareció que Caballero Bonald tenía alma de disquero. Si estabas en ese negocio, asumías que debías consagrar parte de tus energías a conseguir ser recompensado adecuadamente, algo no automático en un entorno de sinvergüenzas. En su Oficio de lector (2013), escribe sobre Paul Bowles e inserta una anécdota que solo entenderá un veterano del mundillo: “En la película de Bertolucci El cielo protector hay una música adicional —una tonada de raíz arabigoandaluza— cuyo rescate me corresponde en cierta medida”. Explica que se quedó en el cine hasta el final, para comprobar que su nombre aparecía en los títulos de crédito. Poeta, sí; pero ni un pelo de tonto.
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