Todo pasó ya
Oímos decir: vamos hacia un cambio de modelo para ir a peor, nos encontramos en una encrucijada cultural en donde agoniza un mundo y está a punto de nacer otro que no podemos entender. Llama la atención que creamos que la situación actual es única y hablemos de nuestro momento histórico como un momento inusitadamente terrible y en cierto modo privilegiado, un punto cardinal en el tiempo. ¿Pero es así en realidad? A Frank Kermode en El sentido de un final (Gedisa) le parecía dudoso que nuestra crisis, nuestra relación con el futuro y con el pasado, marcase una de las diferencias más importantes entre nosotros y nuestros antepasados, porque muchos de ellos sintieron exactamente lo mismo que sentimos nosotros ahora.
¿O no es característico de la imaginación encontrarse siempre al final de una época? San Agustín ya habló de lo que hablamos cuando dijo que los momentos que llamamos crisis son finales y principios, periodos de colapso y recuperación. Y el poeta W.B. Yeats, por ejemplo, tenía una confianza profética en la renovación y creía que su gran momento llegaría en el momento de crisis suprema.
¿No será que proyectamos nuestras angustias existenciales sobre el propio mapa de la angustia? Nos creemos divididos entre dos tiempos y sensibilidades, entre un fin de fiesta y un futuro que nos costará la vida. Pero así andaba ya Hamlet. ¿Es distinto nuestro caso del de otras épocas? ¡Pero si incluso la pérdida de la vida también la tenemos nosotros garantizada!
Creemos que lo que nos sucede no ha ocurrido nunca y que por primera vez llega un mundo nuevo que será muy extraño. Pero ya en abril de 1913, Otto von Bismarck, viendo en el puerto de Hamburgo los navíos de guerra modernos, decía: “Aquí comienza un tiempo nuevo que no puedo entender”.
Para sacarnos de nuestra depresión mental, el Estado español podría invertir en una campaña con el eslogan “Todo pasó ya”. Pero incluso esa locución no sería nueva. “Cela s’est passé”, solía decir Rimbaud aludiendo veladamente a violentas cargas de electricidad creativa ya superadas.
Vimos, el otro día, cómo Tilda Swinton, provista de colchón y almohada, aparecía por sorpresa en el MoMA de Nueva York y se echaba una siesta de ocho horas en el interior de una gran urna de cristal. No faltó quien aprovechara para hablar de la decadencia del arte. Y es que, por falta de memoria, el zumbido mediático se empeñó en que lo de Swinton había sido “un acontecimiento sin precedentes”.
Pero, por favor, ¿acaso Belfegor no dormía en el Louvre? ¿Quieren la lista de los fantasmas que duermen en los museos europeos? Además, la propia Swinton ya había echado una siesta en 1995 en la Serpentine Gallery de Londres. Por no hablar de Sophie Calle que, provista de una almohada, subió en blanco camisón a lo alto de la Torre Eiffel en 2002 y en su habitación al aire libre, su Chambre avec vue, recibía a quienes quisieran contarle una historia (si el relato no le gustaba, Sophie se quedaba dormida para que echaran de allí al narrador plomizo, y ni que decir tiene que echó a muchos).
Y recuerdo que hace cinco años, en una instalación de Dominique González-Foerster en la Tate Modern, había decenas de literas metálicas en un supuesto refugio del Diluvio universal. Algunos vagabundos londinenses que llegaban muertos de sueño se tumbaban en las literas y abrían novelas de Bolaño, Sebald o Catherine Dufour (sobre las camas había libros) y leían hasta quedar dormidos. Con su sonámbulo ejemplo dieron ideas a otros y, una tarde, una amiga valenciana se acostó en una de aquellas literas y durmió una barbaridad de horas. “Yo ya no veré más que esto”, solía decir Baroja hacia el final de su vida. Si ya es impensable ver algo nuevo bajo el sol, ¿por qué no sospechar que en el futuro también todo se repetirá mortalmente y se percibirá el desastre muy parecido a cómo lo percibimos ahora?
www.enriquevilamatas.com
Babelia
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