Una casa dividida
A la fragilidad estructural se suma la indiferencia institucional, y la gala de anoche de la CND no dejó de ser un quiero y no puedo provinciano
Si hablamos de técnica pura y dura, de orden preparatorio por donde ocurre la vertebración, la Compañía Nacional de Danza (CND, sector clásico) no cumple ni raspando con un primer objetivo de cajón: mostrar a la plantilla entrenada adecuadamente, lo que no quiere decir otra cosa que es lo que se debe hacer desde el canon académico y que aquí algo falla estrepitosamente. Más que un mérito, sería el cumplimiento de una rutina escolástica que aquí se asume muy discreta. En los Tres preludios, cadena de errores.
A continuación se expone el otro dilema: ¿qué es un repertorio clásico en el entorno de lo académico? La presión mediática y burocrática obliga a Martínez a programar y exponerse, una espiral cíclica de riesgo en la que se muestra perdido. Esto no es bueno ni para los artistas ni para el producto; mucho menos para el futuro del conjunto, si es que se quiere pensar con la vista puesta allá a lo lejos, en la estabilidad y la superación. Todo sueños, visto lo visto. El entusiasmo transmite una euforia ocasional, de circunstancial ufanía. No hay visos de unidad, ni de rigor ni de limpieza.
Desde todos los foros posibles se presiona a la CND con las cacareadas, paternalistas y socorridas palabras de “dadle tiempo”; “desarrollo del proyecto” o lo que es aún más quimérico: “estilo mixto”. La frase evangélica “Una casa dividida contra sí misma, cae” (Lucas 11:17) debía ser puesta en el blasón, repetida como mantra. Una compañía seccionada no va a ningún sitio, pues contentar a tirios y troyanos es politiquería de segunda fila, parche para la vieja herida. El paño tibio terminará abrasando, fagocitando algún talento disperso, por noble que fuera. Y en la caída puede ser arrastrada la institución. Hoy, como se ha podido palpar, nada es firme en este conjunto ni en el terreno cultural ni en el balletístico, hay un trato de desdén con la tradición. A la fragilidad estructural se suma la indiferencia institucional, y la gala de anoche en el Teatro Real, aunque el público aplaudió ansioso, aunque hubo el breve paso de un cisne poco edificante, no dejó de ser un quiero y no puedo provinciano. Nada en este programa resulta alentador, ni la selección de obras ni las interpretaciones. Lo de Who cares? es sangrante, un bailarín que se cae a cada pirueta y tres solistas sin concierto ni sentido del estilo. Y al reguero escénico se sumó el del teatro, un desorden inadmisible, de ruido tabernario.
En los tiempos de María Ávila al frente del Ballet Nacional Clásico, y si me apuran hasta el estreno de La fille mal gardée de Maya Plisetskaia, había un empaque de compañía muy empeñada en lo académico y objetivamente hablando, defectos e imperfecciones incluidos, el asunto apuntaba en una dirección concreta. Hoy suena a tierra de nadie.
En cuando a la inclusión del fragmento de El lago de los cisnes bailado por Lucía Lacarra y Marion Dino, hay que distinguir entre la pertinencia del efecto y el respeto al rol, pues, en la misma medida, está la distinción entre la maniera y el amaneramiento de ciertas formas, sutil frontera entre lo característico y la sobreactuación. Ellos parecían dos desconocidos sin compenetración y la extemporaneidad del braceo de Lacarra parece un mal chiste. Dejemos a un lado lo del tempo.
La coreografía de Martínez, acompañada al piano por Torres Pardo, no explora en profundidad el puente estilístico y formal con la música del siglo XVIII. Se trata de una sucesión poco feliz de ejercicios solistas o corales mal hilvanados y peor vestidos.
Babelia
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