Islandia se sacude la crisis bailando
Sónar Reikiavik clausura su edición con éxito de público y anuncia que volverá al año siguiente James Blake, Olafur Arnalds y Squarepusher, estrellas de la última jornada
Cuando Jófridur recibió una llamada de Sónar para invitarla al evento de Barcelona, nerviosísima, se acordó de que primero tenía que pedir permiso a sus padres. No estaba claro que fueran a dejarla ir. Resulta que vive con ellos. Básicamente porque tiene 18 años, como el resto de su banda: Samaris. Empezaron a lanzar música a los 14 y están a punto de publicar su primer álbum. Este trío islandés de jovencísimos artistas son un pequeño milagro en esta isla. Un milagro bastante común, por cierto. Jofridur, su cantante, tiene una voz prodigiosa y la acompañan una amiga al clarinete y un chaval que construye los beats sobre los que ellas se deslizan. Ayer tocaron en una sala donde cabían 1.200 personas. La primera vez en su vida. Estrenaban unos vestidos que ellas mismas se habían hecho con unos bañadores y una especie de chubasqueros transparentes (imposible no sentir ese punto de ternura al verlas ahí con esa versión precoz del Do It Yourself). Pero mucho más emocionante todavía es comprobar cómo se puede tener diez mil millones más de actitud artística a esa edad que alguien que lleva toda la vida poniendo cara de velocidad sobre el escenario. Fueron de lo mejor de la segunda y última jornada de Sónar en Reikiavik, que cierra su visita a la isla con un éxito abrumador –ayer metieron a otras 3.000 personas en el edificio Harpa- y la garantía de volver el año que viene.
Entre el público de Samaris, por supuesto, estaban todas sus amigas del instituto. Y muchos otros que alucinaron con su desparpajo musical. Hijos de una generación de artistas islandeses que se comió el mundo a finales de los noventa, puede percibirse en todo (quizá incluso algo de más en la voz) la influencia que ha ejercido Björk en unos chicos que ni habían nacido cuando ella sacaba sus primeros discos. Samaris son otra cosa. El clarinete y las cuerdas vocales cabalgan perfectamente sobre los beats, a veces más dubstep como en su hit Goda Tungl, y otras más break. Y cuando terminaron, volvieron a subirse a otro escenario. Hay que saber que la endogamia artística islandesa multiplica los proyectos musicales. Así que 10 minutos después las vimos tocando en otra estupenda banda: Ulfur. Todo ello en un día en el que la programación subió un peldaño y su equilibrio pudo comprobarse físicamente en el racional y cómodo reparto de la gente a lo ancho de los cuatro espacios.
Olafur Arnalds, que había inaugurado la tarde, es ahora mismo la estrella emergente de Islandia. El chaval tocaba la batería en grupos de hardcore hasta que una temporada aislado del mundo en el frío de Canadá le descubrió los patrones clásicos a través de las películas. Y eso hace: música de acompañamiento donde el discurso queda un poco debilitado. Se presentó con un trío: él al piano y un violín y un chelo. Y la sala estaba hasta arriba. Eso sí, todo el mundo sentado, como exigiría justo después Ryuichi Sakamoto para su show con Alva Noto, que se presentaba por primera vez en Islandia. La música de Arnalds fascina a muchos (al japonés entre otros). Pero si es un acercamiento a la clásica, si no es solo pop, sin duda apela demasiadas veces a algunos clichés sonoros sobre las emociones bastante trillados. Pero es una corriente muy extendida. Y fue un exitazo.
Como el concierto de James Blake. Aunque por diferentes motivos. Así como el día anterior al chico no acabó de dársele bien lo de pinchar, la actuación de anoche, con su pequeña banda, fue brillante. Tocó casi entero su segundo álbum, todavía inédito (solo había trascendido un single) y apenas recurrió a tres de sus viejos hits (¿dos años es viejo?). En fin, una generosidad poco habitual castrada por los celos de la discográfica. “Veréis en mi cara lo emocionado que estoy”, dijo. Lo estaba probando delante de gente casi por primera vez.
Blake es un músico raro. Extremadamente cuidadoso con sus piezas, ha cambiado algunas viejas normas del soul. Por ejemplo, ha convertido la fonética en un instrumento más. Letras sin un significado concreto, o frases repetidas una y otra vez durante toda la canción que, a través de su traslación sonora se convierten en un lenguaje más transparente que las palabras. Y mucho más útil para la cuestión musical. El discurso es el sonido.
El nuevo trabajo soulea todavía más que el anterior. Ha rebajado el flirteo con el dubstep que le hizo conocido durante el boom comercial del género hace tres años e impresiona ver cómo elementos que en el disco resultan completamente sintéticos se construyen en directo de forma totalmente manual con una guitarra midi o un pad de percusión. Él no baja del taburete desde el que controla los teclados y canta con esa voz y esa cara de niño resabido (todo un Justin Bieber hipster) capaz de generar una indisimulada condensación de afecto en la anatomía de las islandesas de la sala. Por si no estaba claro, además, lo demostraron con gritos de incontenido deseo. Si Blake no lo hiciese tan bien, no crean, hasta daría un poco de rabia. El mismo efecto –aquí es una estrella absoluta- en el público femenino causó Asger Trausti en la sala del al lado: el Bon Iver islandés, opinan algunos. Y debe ser que el tiempo pasa muy rápido, pero 20 años en esta isla (los que solamente tiene) parecen toda una vida musical.
Ahora escuchen. El chiste es el siguiente. Un mexicano y un alemán se conocen en Colonia. Uno es el campeón del último concurso de comedores de chile picante y calza botas picudas. El otro pertenece a Kompakt, un sello que un día lo fue todo en la escena y que por entonces se encuentra en peligroso estancamiento creativo. Así que fantasean un poco y deciden montar un dúo de electrónica que se llama Pachanga Boys para petarla. Suena a pitorreo, ¿eh? Pues un poco sí lo es. Pero Mauricio Rebolledo y Superpitcher, los protagonistas del chiste, están ahora entre los djs más solicitados en cualquier evento que se precie y anoche fueron los encargados de cerrar el Sónar en su sala intencionadamente más canalla: la del aparcamiento subterráneo. Lo suyo, más que una habilidad manifiesta pinchando, es una cuestión de actitud. Todo muy rock. Y haber lanzado hace un año Time: un hitazo que les ha llevado por medio mundo como los salvadores de la fiesta. Pusieron a bailar a toda la sala, la más divertida del recinto, donde un poco antes la rusa Dasha Rush se había despachado a gusto con un buen trallazo de techno y con más de una buena ducha de acid.
En ese apartado, el de la pista de baile, sobresalió también el dj barcelonés John Talabot con un elegante set que esta vez no convocó a las masas a las que se ha acostumbrado el brillante productor en los últimos tiempos (más tras haber salido de gira por el mundo con The XX). Pese a todo es un placer escucharle mezclar y seleccionar la música con ese detenimiento. En la misma sala, y mucho más acelerado, estuvo Squarepusher. Primera vez en Islandia: así que lo reventó. Como últimamente, visera de leds y enorme pantalla para desplegar su particular visión del jazz maquinal sobre una lluvia de breackbeat. Llegó incluso a improvisar con un bajo sobre la esquizofrenia sonora que solo encuentra simetría en las imágenes sincronizadas que se proyectan en su casco y en la pantalla. Arrasó. Como en general, el resto de actuaciones ayer.
“Estamos muy contentos con la experiencia. El espacio ha funcionado muy bien. Era una novedad usar Harpa con todas las salas funcionando simultáneamente. La mezcla de artistas internacionales con escena local ha cuajado bien. La potencia de los artistas islandeses se ha visto reflejada en la gran asistencia de público”, explica Enric Palau, codirector de Sónar. “Islandia no está tan lejos. Hay ganas y proximidad. Y se ha demostrado, porque un porcentaje del 15% de público venía de fuera. La continuidad el año que viene está garantizada”. Lo que demuestra que, más allá del noble y raro arte de entalegar banqueros, de las crisis también se sale bailando.
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