Elegancia hasta el delirio
La crispación ha cedido por unas horas su territorio habitual al oasis de la música. La república independiente de Ibermúsica, con su presidente Alfonso Aijón, funciona al margen de las convenciones, instalada como está en el reino utópico de la búsqueda de la excelencia artística, con la libertad para su oficio que supone no gozar de un solo euro de subvención pública. En este panorama desembarcó en Madrid por un par de días una orquesta de leyenda, la del Concertgebouw de Ámsterdam, con su director titular Mariss Jansons al frente, en plena gira de celebración por los cinco continentes de sus 125 años de existencia, reservando en esta primera fase de su vuelta al mundo un trato de privilegio para la capital española con dos programas diferentes, algo solamente compartido por Viena y Nueva York. Era, pues, comprensible el grado de expectación existente y previsible el lleno hasta la bandera.
ROYAL CONCERTGEBOUW ORCHESTRA
Director: Mariss Jansons. Solista de violín: Leonidas Kavakos. Obras de Bartók, Chaikovsky, Richard Strauss y Bruckner. Ibermúsica.
Auditorio Nacional, 5 y 6 de febrero.
La calidad técnica y artística de la orquesta del Concertgebouw está por encima de cualquier discusión. Se codea de tú a tú con las filarmónicas de Viena y Berlín (la primera abrió este ciclo de Ibermúsica, la segunda lo clausura), con la Staatskapelle de Dresde, con la Sinfónica de Chicago y con quien se le ponga por delante. Es una orquesta magníficamente equilibrada en todas sus secciones, con un sonido elegante hasta el delirio, fiel a sus directores titulares, dúctil en el tratamiento de los diferentes repertorios, y acostumbrada a una acústica modélica en su sede habitual de Ámsterdam. El letón Mariss Jansons lleva al frente de la orquesta desde 2004. Es un maestro que desprende grandes cotas de serenidad. Es sutil, inteligente, racional, con una seguridad a prueba de bombas. Con Bartók y Chaikovski, dejó entrever de alguna manera la vinculación a sus raíces geográficas. Con Richard Strauss y Bruckner rindió pleitesía a la gran cultura musical centroeuropea desde la más pura objetividad.
El violinista griego Leonidas Kavakos regaló al respetable una lectura antológica del Segundo concierto para violín de Bela Bartók, justificando, si es que hacía falta, su admiración infinita por el compositor húngaro y exhibiendo además un estado de gran madurez interpretativa. Con la Quinta de Chaikovski, se producía una curiosa circunstancia: el recuerdo imborrable que dejó hace solamente una semana en Madrid con la misma sinfonía la Filarmónica de San Petersburgo con Temirkanov. El juego de las comparaciones estaba servido. Inclinarse por una de las dos lecturas es complicado. La de los rusos fue más operística, más efusiva, más sentimental, más ligada al corazón o a las tripas; la de la orquesta holandesa más perfeccionista, más cerebral, más específicamente sinfónica, más pegada a la inteligencia afectiva. Lo más sensato es quedarse con una y otra, no con una u otra.
La inmersión centroeuropea estuvo marcada de principio a fin con el sello de la perfección. En el poema sinfónico de Strauss todo el mecanismo sonoro fue impoluto, de los que dejan sin respiración. Pero, ay, también se percibió que el oficio lleva a veces a cierto distanciamiento. En la Séptima de Bruckner el sentimiento de exquisitez interpretativa, de riqueza sonora, iba paralelo al de genialidad limitada. Temas como el que Luchino Visconti utilizó en la película Senso pasaban casi desapercibidos en su aspecto emocional. Por lo demás, las tubas wagnerianas sonaron con gran personalidad, así como las trompas, y la sección de cuerdas, en particular la de violonchelos, fue sencillamente espectacular. Como diría el gran amigo y crítico musical de este periódico Agustí Fancelli: “Ha sido un placer”. A su recuerdo van dedicadas, de una manera especial, estas líneas.
Babelia
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