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universos paralelos
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El aguafiestas del ‘britpop’

Diego A. Manrique

Igual que ocurrió aquí con la movida. En Inglaterra llevan una temporada dándose golpes en el pecho, repartiendo responsabilidades, haciendo hogueras con el britpop. Parece que, transcurridos 10 o 15 años del apogeo de un fenómeno musical y cultural, se levanta la veda para su negación.

Cabe imaginar al más brillante de los divulgadores históricos, el conservador Dominic Sandbrook, acumulando munición para un futuro tomo de su crónica de la Gran Bretaña contemporánea. Apuesto a que allí tendrá protagonismo Luke Haines: el renegado, el denunciador de sus propios compañeros, el resentido.

Luke se está construyendo una modesta carrera literaria como Gran Inquisidor. Sus libros Bad vibes y Post everything son memorias pero, claro, se venden por sus retratos de las interioridades del britpop.

El britpop ofreció una alternativa al alma suicida del grunge. Aquellos cachorros ingleses veneraban el clásico pop de guitarras. Haines se burla de esa tendencia retro pero confiesa componer tras escuchas obsesivas de The Kinks. También colaboró con el Savonarola del grunge, el productor Steve Albini.

En general, Luke rechazaba la mentalidad de campanario de sus coetáneos. Ese cosmopolitismo pegó en Francia: su grupo se llamaba The Auteurs y su primer disco largo, en 1993, fue New wave (es decir, nouvelle vague). Sabía lo suficiente sobre Cahiers du Cinéma para defenderse ante los periodistas parisinos. Su aspecto de aristócrata degenerado hizo el resto: siempre tendrá mercado allí y, seguro, le espera una medalla de la Légion d'honneur.

El europeísmo de Haines resultó un tanto perverso: consagró un álbum al terrorismo de los setenta, titulado Baader Meinhof. Sus intereses chirriaban en el ambiente de cocaína y palmaditas de Camden Town. Desde allí, pudo contemplar como despegaban sus amigos de Suede. Llegaría luego el reinado de Blur y Oasis; hasta triunfaría Pulp, antaño un grupo de perdedores indies.

De hecho, uno de los equívocos del britpop fue su persistente identificación con el indie. En realidad, muchos grababan para mandies, feo palabro que deriva de majors e indies. Se atribuían la superioridad moral de las independientes pero el dinero venía de multinacionales. Creation, hogar de Oasis, terminó en Sony. Island, sello en el que triunfó Pulp, pertenecía a Polygram. Blur grababa para Food, apéndice de EMI. Los Auteurs estaban en Hut, división de Virgin.

Allí, los músicos son finalmente obreros de anónimos accionistas, que esperan que sus beneficios crezcan anualmente. El negocio musical no funciona así. Los booms obedecen a la creatividad de unos individuos del todo menos consistentes, aparte del cambiante zeitgeist. El britpop floreció en los años finales del dominio del Partido Conservador. En el tiempo de Tony Blair, que tocó en un grupo y quiso ser promotor de conciertos, el britpop participaba del optimismo del New Labour. Sin embargo, el movimiento tenía pies de barro. El negocio musical británico necesita exportar para ser rentable pero, fuera de los nombres principales, había elevado a un batallón de mediocridades. Londres era un invernadero donde, gracias a Radio 1 y el NME, crecían unos hypes que pinchaban cuando cruzaban el Canal. A la larga, aquello no se aguantaba.

El ascenso del britpop fue un espectáculo arrebatador; la caída, una hecatombre fascinante. Luke Haines nos ofrece una silla de pista en el fabuloso circo del rock, como nunca más lo volveremos a ver. Hay una falacia, evidentemente. Fue el clima de expansión, que tanto deplora, lo que le permitió grabar proyectos anticomerciales, como After Murder Park, con sus niños asesinados y sus personajes escabrosos.

Ahora abomina de las discográficas pero el hombre sabía engatusarlas. En 1997, circuló la idea de su nuevo grupo pop, Black Box Recorder, entre la industria musical londinense. Consiguió adelantos —¡a fondo perdido!— de EMI, Universal, Warner e Island. Se suponía que para grabar maquetas pero produjo un disco entero, England made me, que vendió a Chrysalis. Como un Malcolm McLaren cualquiera pero con un proyecto artístico genuino.

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