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Edward Hopper como espacio habitable

La exposición más votada por los doce críticos de arte del suplemento Babelia

Soir bleu (1914), pintura de Edward Hopper
Soir bleu (1914), pintura de Edward Hopper

Agradezco profundamente a los críticos de Babelia que hayan elegido Hopper en el Thyssen como la exposición del año, coincidiendo con los lectores de EL PAÍS digital en su veredicto. Para mí los dos tribunales, el de la crítica y el del público, tienen la misma autoridad, y los dos se complementan. La diferencia estriba en que a los críticos los conocemos bien, mientras que el público siempre es un enigma. A veces creemos adivinar lo que desea. Yo ya sabía que al público español le gusta mucho Hopper, y lo sabía porque soy uno más entre ese público. Pero averiguar por qué algo le gusta al público no es tan fácil.

Si hablamos de Hopper y el público español hay que empezar por rendir tributo a José Capa y a la Fundación Juan March, que nos trajeron por primera vez al pintor americano en 1989 con una espléndida muestra que reunía 30 óleos, casi una decena de acuarelas, más algunos dibujos y grabados. Desde que llegué al Thyssen en 2005 soñé con repetir y mejorar si era posible aquella exposición de la Juan March, considerando además que el Thyssen es el único museo europeo que posee obras de Hopper, y obras importantes por lo demás. Inicialmente le propuse el proyecto a una conocida experta norteamericana pero, pasado algún tiempo, y por razones que no vienen al caso, cambié de idea, probé con otra candidata norteamericana, y terminé encargando la exposición a mi predecesor Tomàs Llorens, hoy director honorario del Museo Thyssen-Bornemisza. Poco después descubrimos que el Grand Palais preparaba casi para las mismas fechas la primera retrospectiva Hopper en París, comisariada por Didier Ottinger, y decidimos unir nuestras fuerzas. Así nació un ambicioso proyecto comisariado por dos europeos, ninguno de los cuales es un experto en Hopper, pero ambos, eso sí, con un brillante curriculum como profesionales de museos y estudiosos del arte del siglo XX. A ellos se debe el acento europeo de la exposición: el énfasis en la etapa juvenil del artista, en sus viajes a París, en el cuadro Soir bleu, en la inspiración de Verlaine y Rimbaud, o sobre todo en el diálogo de Hopper con pintores europeos como Degas, Sickert o Vallotton.Era un planteamiento original y bien argumentado, pero no estoy seguro de que ese sesgo europeizante tuviera mucho que ver con el éxito de la exposición Hopper.

Público en una de las salas de la exposición de Hopper en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid
Público en una de las salas de la exposición de Hopper en el Museo Thyssen-Bornemisza, de MadridLuis Sevillano

Busquemos entonces en otra parte. Consideremos, por ejemplo, un hecho en apariencia banal: el uso y el abuso de Hopper en las portadas de las novelas publicadas en España (como en otros países europeos). Por exasperante que este fenómeno pueda llegar a ser, es un síntoma de algo que está en el corazón de la obra del pintor. Hopper vivió durante su juventud de la ilustración de revistas y libros y, aunque terminaría odiando esa ocupación alimenticia que le robaba el tiempo a su pintura, sin duda aprendió de su trabajo como ilustrador ciertos recursos que luego aplicaría en su pintura. Algunos críticos puristas del movimiento moderno acusaron a Hopper de no ser en el fondo más que un ilustrador, en el sentido de que ponía la pintura al servicio de otra cosa. En todo caso, si Hopper fuera un ilustrador, lo sería de novelas imaginarias e indeterminadas, novelas no escritas todavía. Una calculada ambigüedad permite que cualquiera de sus cuadros puedan servir para ilustrar muchas historias distintas. De ahí su inagotable fortuna en las cubiertas…

Otra pista sobre la pasión por Hopper nos la ofrece el cine. El director de fotografía Ed Lachman creó para nuestra exposición, con un magnífico equipo de profesionales del cine españoles, desde el director de arte hasta la responsable de producción, un set basado en el cuadro Morning Sun, y aquella pieza, en la que algunos vieron un recurso comercial o una broma de dudoso gusto, ofrecía algunas claves de lo que el público ama en Hopper. También tuvimos en el Thyssen un apasionante simposio y un ciclo de películas que exploraban esas relaciones de ida y vuelta entre Hopper y el cine. No hace falta recordar el evidente parentesco de tantos cuadros de Hopper con las atmósferas del film noir, del cine de suspense o del género de terror: eso constituye gran parte de lo que nos atrae irresistiblemente hacia el pintor norteamericano. La afinidad más profunda entre Hopper y el cine se cifra en la configuración del tiempo psicológico. Hopper es un maestro en la creación de situaciones donde no sucede nada todavía. Su prototipo es la espera de los espectadores sentados en el teatro antes de alzarse el telón. Pero Hopper proyecta esa tensión expectante sobre cualquier momento vacío de la vida cotidiana, incluso cuando sus personajes no esperan nada determinado.

En 1927, la publicación de Ser y Tiempo de Martin Heidegger sentenció toda una tradición filosófica, de Descartes hasta Husserl, edificada sobre la conciencia aislada. Heidegger sustituyó esa conciencia abstracta por el Dasein, o sea, la concreción de la existencia humana, caracterizada en primer lugar por el “ser-en-el-mundo”. También en la pintura figurativa podríamos hablar de un giro copernicano después del impresionismo. Lo que vemos en los cuadros de Hopper ya no pretende ser, como en Monet, la proyección de una conciencia perceptiva, de lo que el pintor ve y es consciente de que ve, sino la plasmación de la existencia humana en el mundo. Y Hopper no es el creador de un estilo visual (su pintura se caracteriza más bien por una cierta ausencia deliberada de estilo); como el novelista o el cineasta, Hopper es el forjador de un mundo que contiene muchos mundos. Hopper fascina al público, Hopper nos fascina, porque lo que la mayoría del público busca en la pintura, como en la novela y en el cine, es precisamente eso, un mundo, un espacio habitable, una ventana a través de la cual asomarnos a otras vidas, y la posibilidad de vivir esas vidas imaginariamente y la esperanza de que finalmente nuestra propia existencia, con toda su grisura, se convierta súbitamente en otra cosa.

Guillermo Solana es director del Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid

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