Las cuatro paredes entre las que nace el arte
La muestra ‘El mito del atelier’ recorre en Stuttgart la historia de los talleres de artista durante los dos últimos siglos, de Picasso y Mondrian a Bruce Nauman y Matthew Barney
Puede traducir parajes lejanos y dar cuenta de mundos interiores, pero el arte suele nacer entre cuatro paredes tirando a banales. Si no fuera, claro está, porque los propios artistas las han elevado a la categoría de templos de la creación. Si Picasso, Matisse, Beckmann, Magritte, De Chirico y Beuys dejaron constancia de sus lugares de trabajo tal vez sea porque les atribuían cualidades mágicas y extraordinarias. Este es el punto de partida de la exposición El mito del atelier, inaugurada en la Staatsgalerie de Stuttgart, que recorrerá hasta el 10 de febrero la representación de los talleres de artista en la pintura de los últimos dos siglos.
Para todo artista, el estudio suele suponer una cueva en la que brota el genio creativo y se cristaliza su obra, así como un marco en el que ponerse en escena a sí mismo en medio de cierto esplendor. Lo hizo Velázquez al introducirse en Las Meninas, el más célebre de los cuadros que pintaría en su propio taller. Dos siglos más tarde, cuando los artistas se empezaban a sentir autorizados a exhibir sus egos sin complejos, Courbet pintará en El taller del pintor una “alegoría real determinante de siete años en [su] vida artística y moral”, como reza el subtítulo de la obra. Al retratar su atelier, el pintor francés se estaba perfilando a sí mismo y dando cuenta de su nutrida biografía y su excepcional destino. El estudio se convierte en un reflejo de la personalidad del artista y de su manera de concebir el arte y la vida.
Fue durante el Romanticismo cuando el taller cobró la dimensión casi mitológica que sigue teniendo hoy. Hasta entonces, había sido poco más que un obrador de artesano. La exposición arranca en este periodo, cuando el estatus social del pintor cambia rotundamente. Y con él, el del atelier. “Durante esa época, el artista se erige en figura rechazada por la sociedad a causa de su carácter antiburgués y su voluntad de conducir una vida ajena a las convenciones. El taller se convierte en un refugio, en un lugar especial que va más allá del propio espacio físico. Es entonces cuando surge el mito del atelier, que sigue conservándose intacto”, explica la comisaria de la muestra, Ina Conzen. La percepción del atelier como lugar donde suceden cosas extraordinarias procede, como tantas otras cosas, del misticismo romántico. Para entender qué convertía al taller en un lugar tan extraordinario, basta con observar el retrato que Georg Kersting hizo de su amigo Caspar David Friedrich. Se le puede ver absorto en un lienzo en su propio atelier, convertido en una especie de celda monástica. En la austeridad de esa habitación sin vistas, el artista reconstruyó, lejos del mundanal ruido, los paisajes épicos que tenía almacenados en la retina.
Los impresionistas abandonaron esa reclusión para salir a pintar en plein air. La exposición lo ejemplifica con el retrato que Manet hizo de Monet en su atelier flotante, que le permitía pintar desde una barca con la que cruzaba el Sena de orilla a orilla en las pastoriles cercanías de Aubervilliers, hoy convertidas en deprimente banlieue parisina. Bazille, uno de sus contemporáneos, inmortalizó a ambos pintores junto a otros personajes de la época en su propio atelier. Beneficiado por su posición acomodada, Bazille concedió espacio y material para pintar a todos los pintores rechazados por el Salón y convirtió su taller de dos plantas en una especie de academia off, en punto de encuentro para los artistas con pedigrí bohemio y en territorio marginal ajeno a toda convención social. Durante la emergencia del expresionismo alemán, Kirchner y Heckel montaron multitudinarias sesiones de pintura al desnudo que, como se observa en la agitación de sus propias telas, a menudo terminaban en fiestas orgiásticas.
Con la erupción de las vanguardias, el taller se convertirá en extensión de la obra del artista. En especial, en casos como los de Mondrian, Brancusi y Giacometti, para quienes el taller era una obra de arte de la misma valía, cuando no más, que cualquiera de sus cuadros y esculturas. Del primero, la muestra expone una reconstrucción a escala real de su taller y residencia ocasional, en total coherencia con el universo tricolor y geométrico de su obra. Del último, se exponen dos de las paredes de su atelier parisino, donde esbozó las siluetas de sus esculturas filiformes como si fueran pinturas rupestres. Los que frecuentaron a Giacometti, como Breton o Sartre, contaban que su relación con el taller, situado en un rincón poco frecuentado de Montparnasse, era casi simbiótica. “Toda su persona ha adoptado el color gris de su estudio”, dejó dicho Jean Genet tras un encuentro con el artista suizo.
Los artistas posmodernos apostarán por deconstruir el atelier al tiempo que dinamitan el resto de motivos pictóricos clásicos. Roy Lichtenstein reinterpretará en 1989 el celebérrimo L’atelier de Picasso (por primera vez, en la muestra de Stuttgart se pueden ver ambos cuadros juntos). Pero otros irán mucho más allá de la simple distorsión pop. Los abanderados del arte conceptual, el happening y el land art exigirán a sus contemporáneos que salgan de su aislamiento para fundirse con la sociedad que les aguarda ahí afuera. Pero muchos artistas contemporáneos se negarán a abandonar el estudio. El fotógrafo Jeff Wall imitará una composición de Manet en una de sus primeras imágenes, Picture for Women (1979), tomada en su atelier canadiense, en la que se introduce en el marco casi como si fuera una carta de presentación ante el mundo del galerismo. Por su parte, Anselm Kiefer dotará al estudio del peso traumático de la historia, representando el desván que le servía de taller como una habitación que encierra lúgubres secretos, en relación con la obsesión por el pasado nazi que vehicula buena parte de su obra.
Una de las salas de la exposición recoge la instalación de otro fanático del estudio, Bruce Nauman, que desarrolla casi toda su actividad en su taller de Nuevo México. En Mapping the Studio, liberó a varios ratones y un gato en su espacio de trabajo y filmó cómo se perseguían durante docenas de noches con una cámara configurada en modo infrarrojos. Para Nauman, que cada mañana se obliga acudir a su taller como si fuera una oficina, el estudio es el máximo común denominador del arte: todo lo que sucede en él lo es, por anodino que parezca a primera vista. En el extremo opuesto, la muestra acoge a videoartistas como Matthew Barney y Paul McCarthy, que ironizan sobre este estatus mitológico del atelier y, a ratos, lo ridiculizan sin piedad. Barney se representa a sí mismo saltando en un trampolín para pintar su autorretrato en el techo de su estudio, con un sentido del absurdo remarcable. McCarthy, que no renuncia a su estatus de enfant terrible pese a haber superado la edad de jubilarse, interpreta en Painter a un artista patoso y egocéntrico, que pinta rodeado de sus propias heces mientras es adulado por un ridículo coleccionista.
Cáusticos o admirativos, todos contribuyen a reafirmar un mito que dibuja trazos de habitaciones caóticas y repletas de manchas de pintura en nuestras mentes, con caballetes rotos y viejas estufas que apenas irradian algo de calor, pero sí el encanto irresistible de la precariedad. Estos “purgatorios del arte”, como los definió el francés Daniel Buren, donde reposan las obras antes de salir hacia el supuesto paraíso de la exhibición pública, se han convertido incluso en reclamo turístico. Por un puñado de monedas, se pueden visitar espacios tan definitorios del mito como el estudio de Pollock en los Hamptons, el de Cézanne en su casa-museo de la Provenza y el de Henry Moore en un bucólico cottage de Perry Green. Hacia ellos peregrinan cada año miles de visitantes convencidos de que, para conocer mejor a su pintor favorito, no hay nada como ubicarse entre las cuatro paredes que acogieron su creación. La leyenda del atelier sigue viva.
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