Un huracán de fuerza doce
Voz, dicción, gesto y trabajo físico convergen en esta actriz capaz de reunir en una misma persona eficacia, calidad y popularidad Su papel de Segismundo en ‘La vida es sueño’ viene a rematar una brillante trayectoria en los escenarios
Hará unos días volví a ver el montaje de Bodas de sangre (1984) de José Luis Gómez, y ahí relumbró de nuevo, en el rol de la mujer de Leonardo, una Blanca Portillo jovencísima pero ya “entera”, exhalando emoción y verdad. Han pasado casi tres décadas y la gran actriz está en la cumbre de su carrera, que ayer se vio recompensada con el merecidísimo Premio Nacional de Teatro. Pocas cómicas de su generación sienten y mueven el verso como Blanca Portillo. Características esenciales: una bellísima voz; una dicción clara, honda, poderosa y, en una palabra, elocuente, que es el raro don de hacerse escuchar. Y, siempre, un extraordinario trabajo físico: una atleta del verso y del sentimiento.
Repaso algunas de las notas tomadas a lo largo de los años. Veo que lo primero que me deslumbró fue su finísima e hilarante Maximina de Madre, el drama padre (1998), aquella delicia art déco de Jardiel / Belbel en La Latina, en producción inesperada del CDN. Me atrapa de nuevo en un radical cambio de tercio: la Yolanda de Como en las mejores familias (2004), de Bacri y Jaoui, esposa tímida y sojuzgada, fleur provincial de delicadeza inmensa, casi una heroína de canción de Brassens. Al año siguiente, el triple salto mortal (para caer de pie) de La hija del aire, inmensa “tragedia de enredo” calderoniana, donde la Portillo (ahí se ganó el “la” de las grandes), dirigida por Lavelli, primero en el San Martín de Buenos Aires, después en el Español, componía una suerte de Prisionero de Zenda del barroco. Por partida triple, ya digo: era la reina Semíramis, su nieto Nínias, y, lo mejor, de Semíramis haciendo de Nínias, un Nínias a caballo entre Harold Lloyd y Larry Semon, graciosísimo pero nunca paródico ni distorsionado, con la dignidad natural de los cómicos del cine mudo.
En 2006 coinciden sus dos trabajos en cine que más me gustan: la imponente dueña de garito en Siete mesas de billar francés, de Gracia Querejeta, y la conmovedora Agustina, enferma terminal, rapada y dignísima como una princesa nubia, en Volver, de Pedro Almodóvar. La recuerdo luego en Mujeres soñaron caballos (2007), de Veronese: era Ulrika, la esposa del desesperado Rainer (Ginés García Millán). Alucinada, perdida, desollada. Anoté: “En ningún momento la muestra como una psicótica. Encarna un dolor insondable, un malestar irracional: un cuadro de Leonora Carrington en carne y sangre”. En 2009 llegó, purísimo, aquel Hamlet del Matadero que parecía emerger y recortarse entre los tableaux estetizantes de Pandur como emerge ahora en mi memoria: desnuda en su primer monólogo, golpeando un saco de boxeo con toda su rabia, dando todas las oscilaciones de la mente y el corazón del príncipe.
Me perdí, creyendo que se hincharía a girar (y bien que lo siento) su Medea (2009) de Mérida, de nuevo a las órdenes de Pandur, pero el verano de 2011 volvió, ya directora (breve) del festival demostrando que no hay papeles pequeños si la actriz es grande. El mejicano Mauricio García Lozano presentó un montaje muy desigual de Antígona en el que la Portillo, más cercana que nunca a Nuria Espert, interpretaba, sorpresa, a Tiresias. Fue aquel un verdadero cursillo acelerado de cómo servir la tragedia: me vuelve ceremonial, operística, entre hechicera bantú y buitre leonado, imantando la atención (“Dos mil abanicos deteniéndose al unísono”, escribió, con frase feliz, Rosana Torres) por el sabio, eterno expediente de diversificar tonos y crescendos al milímetro y, magia potagia, haciendo crecer el grito sin que pareciera alzar la voz.
El prodigio se repitió, ensanchado, multiplicado, y se repite cada noche en el Pavón, donde La vida es sueño, su segundo Calderón, ahora a las órdenes de Helena Pimenta, lleva meses colgando el cartel de “No hay entradas”. No cuesta vaticinarle que lo mismo hará en su inminente gira española y en su salto bonaerense. Su Segismundo es un festín, una riqueza absoluta de matices y registros: el dolor, la confusión, la ira de niño tiránico, de Calígula asilvestrado. Y, desde luego, pocas veces habían resonado así los pasajes reflexivos del texto. Su poder de convicción, escribí, es tan rotundo que se diría que consigue detener tu respiración y hacer luego que respires el verso a su ritmo, como en un encantamiento. Yo creo, acababa mi crítica, que si te cortan un dedo mientras recita Blanca Portillo no sangras hasta que acaba. ¿Qué más se puede decir?
Babelia
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