Literatura sobre ruedas
Si algo ha quedado meridianamente claro en el reciente encuentro internacional Literatura y Automóvil, organizado por la Fundación Barreiros en colaboración con la Fundación Mapfre, es la menor presencia que, en comparación con el cine, ha tenido en la literatura el que quizá sea el invento más icónico del siglo XX (aunque los primeros coches aparecieron a finales del XIX). Quizá la explicación resida en algo que apuntó Eduardo Mendoza: el cine y el automóvil son hermanos gemelos, nacieron al mismo tiempo y congeniaron enseguida. En todo caso, la lista de libros en los que el coche tiene un papel fundamental es enorme, entre otras cosas porque la novela y el relato se fijaron en él muy pronto. El propio Joyce introdujo una carrera de coches (además de una sagaz perspectiva del negocio del automóvil) en 'Después de la carrera', un cuento de 1904 que incluyó en Dublineses. La tensión entre el viejo mundo del transporte de tracción animal y el nuevo que estaría dominado por el automóvil estuvo muy bien reflejada en la novela (Premio Pulitzer de 1919) de Booth Tarkington Los magníficos Ambersons, que Wells adaptó al cine en 1942. Desde Marinetti y los futuristas, la literatura no ha considerado el automóvil como mero medio de transporte, sino como un motivo eficaz para vehicular sentimientos e ideas. Incluso lo ha convertido en personaje dotado de cualidades y pasiones humanas (o sobrenaturales), como hizo Stephen King en su novela Christine (1983), llevada al cine por John Carpenter. El coche sirve en la literatura para el amor y el cortejo, para escapar (del hambre, del peligro, de la rutina, de la opresión), para matar y morir, para empezar de nuevo, como signo de estatus, como rito de paso, como instrumento de liberación (de todo tipo de cautiverio, incluido el del hogar patriarcal), como agente de excitación sexual (Crash, de J. G. Ballard, 1973). El automóvil, ese “admirable artefacto”, como lo llamó el entusiasta Ortega y Gasset en 1930, ha impregnado desde sus orígenes el imaginario colectivo y ha cambiado costumbres sociales profundamente arraigadas. La novela del siglo XIX descubrió el ferrocarril; la del XX, el automóvil. Los dos inventos forman parte esencial de algunas de las obras maestras literarias de ambos siglos. Ahí tienen el encuentro de Anna Karénina y Vronski en el tren; o a Daisy Buchanan sentada en el Rolls Royce amarillo de su enamorado Jay Gatsby. El automóvil que refleja la literatura está hecho de la misma materia que los sueños y ansiedades de los que siempre se ha nutrido.
Reciclajes
Recuerdo haberle escuchado decir a la perspicaz Beatriz de Moura (cuando aún no se había enfadado conmigo) que la edición era el único negocio en que el vendedor podía devolver el género al fabricante. La afirmación, que admite muchos matices, sigue teniendo vigencia. Claro que hay quien podría aducir que también se trata de un negocio en el que la sobreproducción (de títulos) se ha convertido en algo incontrolable y que, al contrario de lo que ocurre con otros productos, está lejos de tener en cuenta las condiciones reales del mercado. En plena carrera editorial prenavideña para ver quién factura más (obviando futuras devoluciones) me sorprenden especialmente determinados “reciclajes” que llegan estos días a las librerías con honor de novedad. Entre los que me han llamado la atención figura 100 escritores de siglo XX (Ámbito Internacional), una reedición con pocos cambios del mismo título publicado por Ariel en octubre de 2008, dentro de un espectacular lanzamiento de varios libros de tapa dura de cara a la campaña navideña de aquel año. El libro, coordinado por el profesor Domingo Ródenas, consistía en una útil recopilación de pequeños ensayos (unos mejores que otros, como siempre ocurre en este tipo de readers) acerca de los que, en opinión de sus autores, eran los mejores escritores del siglo pasado. El volumen, caro y con índices insuficientes, pasó sin excesiva pena ni gloria por las librerías, para, al poco tiempo, desaparecer del mercado primario (junto con otros de la misma promoción prenavideña) y pasar al de los libros de ocasión, donde mucha gente pudo comprarlo a un precio muy —pero que muy— inferior al marcado originalmente: un chollo, vamos. Bueno, pues ahora RBA lo reedita (a 28 euros) como cosa suya y con cambios mínimos: se han reescrito docena y media de líneas del prefacio, se han suprimido las ilustraciones (malas), se han sustituido a tres escritores de la edición anterior (Benn, Papini y Bachmann) por otros tres (Murakami, Oe y Foster Wallace) y se han incluido mejores índices. En cuanto al continente, la nueva edición —fresada y no cosida— es de bastante peor calidad que la anterior. De modo que, entre unas cosas y otras, uno no entiende a qué responde esta reedición. En todo caso, espero de todo corazón que dentro de un año o así no me la encuentre en los baratillos.
América
Feliz (y repentina) abundancia de libros acerca de las Américas purísimas (“tierras que los océanos / guardaron / intactas y purpúreas”, las llamaba el adánico Neruda de las Odas elementales, 1954). Bueno, en realidad, todos se refieren a la América posterior al “descubrimiento” (como lo llaman los que creen que los europeos fueron quienes, con su llegada, dieron carta de naturaleza a todo un continente) o del “encuentro” (como dicen algunas almas bellas y vagamente humanistas). En mi breve selección dejo aparte el —en mi opinión— sobrevalorado Los nuestros, el libro de Luis Harss(1966) acerca de un grupo insigne de escritores latinoamericanos que, entre otras muchas cosas, logró que sus colegas españoles utilizaran mejor la lengua común, y cuya reciente reedición ha conseguido en la prensa española una cobertura mayor que si su autor hubiera ganado el Premio Nobel. De entre lo más interesante de todo lo demás, selecciono tres estupendos travelogues más o menos antropológicos: Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América (Marcial Pons), de Alejandro de Humboldt, publicado originalmente en 1810, constituye un ejemplo perfecto de la nueva visión del paisaje propuesta por el célebre naturalista, en la que la descripción tradicional y el sentimentalismo prerromántico se complementan a la perfección; El cóndor y las vacas, diario de un viaje por Sudamérica (Sexto Piso), de Christopher Isherwood, ofrece la visión a la vez asombrada y distante de un viajero que, ya en 1947, trata de comprender la realidad de un continente más allá del exotismo y el color local; El árbol del viajero (Elba) es el relato de un minucioso viaje por las Antillas realizado durante los años cuarenta por ese viajero excepcional, cultísimo y curioso que fue Patrick Leigh Fermor (1915-2011). Aparte de los mencionados, merece la pena reseñar la publicación española de Dios en el Nuevo Mundo (Crítica), del hispanista y americanista John Lynch, un estupendo estudio acerca de la evolución del cristianismo en América Latina, desde su imposición en la conquista hasta la implosión de la teología de la liberación.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.