Expurgos, ahorros y un ermitaño genial
Cada vez que tengo que desprenderme de un libro —en cierto modo, de un testimonio de mi evolución política, sentimental y cultural— noto como una mirada de reproche en los que quedan, como si se preguntaran quién de ellos será el próximo
Siempre me ha llamado la atención el hecho de que los bibliotecarios utilicen términos procedentes del vocabulario hortofrutícola para denominar los periódicos expurgos que realizan en sus fondos (algo de lo que, por cierto, no suelen hablar demasiado: las cosas feas mejor no airearlas). Me acuerdo de ello cada vez que tengo que proceder a un “desbroce”, désherbage o weeding en mi biblioteca. Se supone que los libros que no encesto en las cajas dispuestas ad hoc pasan a formar parte de ella, pero el espacio ya no da más de sí y, después de diversas (e imaginativas) ampliaciones, me he visto obligado a adoptar la totalitaria política de “libro que entra, libro que sale”. No es una terapia indolora: cada vez que tengo que desprenderme de un libro —en cierto modo, de un testimonio de mi evolución política, sentimental y cultural— noto como una mirada de reproche en los que quedan, como si se preguntaran quién de ellos será el próximo. Todo lo anterior viene a propósito de mi último expurgo, que ha afectado a la sección de libros sobre o en torno a la Segunda Guerra Mundial. La producción aumenta exponencialmente, de modo que hay que hacer hueco a lo más interesante de lo nuevo. Por ejemplo, al impresionante Continente salvaje (Galaxia Gutenberg), de Keith Lowe, el mismo autor que publicó hace algunos años Inferno: the Devastation of Hamburg (no traducido al español), una tremenda relación de los espantosos bombardeos que laminaron la ciudad alemana, un asunto que, desde un punto de vista más literario, también había interesado a Hans Erich Nossack (El hundimiento, editorial La Uña Rota) y a W. G. Sebald (Sobre la historia natural de la destrucción, Anagrama). En su nuevo libro Lowe traza un tremendo fresco (rebosante de sangre, corrupción y muerte) de la Europa posterior a la última gran carnicería. Un mundo sórdido y cruel en el que la venganza, la delación, el asesinato, las hambrunas, el pillaje, las guerras “menores”, el mercado negro, las depuraciones y limpiezas étnicas, las violaciones y el caos más absoluto estaban a la orden del día. Un momento olvidado (pero largo: entre 5 y 10 años) de la historia europea en el que las antiguas víctimas se erigían en vengativos verdugos, y en el que la mayor obsesión de los humillados era sobrevivir hasta el día siguiente. Más anecdótico, pero también interesante, me ha resultado Noche y niebla en el París ocupado, de Fernando Castillo, en el que se cuentan las andanzas, corruptelas, influencias y tejemanejes de un grupo de atrabiliarios personajes durante la Ocupación: González Ruano, Pedro Urraca (agregado de policía en la Embajada española), Albert Modiano (sí: el padre del escritor) y André Gabison, otro colaboracionista ocasional que, como el anterior, también aparece en varias novelas de Patrick Modiano. Un grupo oscuro para un tiempo oscuro, pero sin duda novelesco.
Ahorros
Dejé de fumar con la ayuda de un libro, y conste que, mientras lo leía, pensaba que lo que tenía ante mis ojos era, pura y simplemente, una colección encuadernada de chorradas y truismos. De ahí mi respeto hacia quienes cuentan su experiencia de exfumadores para instrucción y advertencia de los enviciados que deseen dejarlo. Estos días abundan, sin duda porque la dosis diaria de nicotina (mezclada con otros venenos, como monóxido de carbono, arsénico y alquitrán) se ha puesto a precio de prima de riesgo. El último en llegar ha sido Y un día dejé de fumar (La Esfera de los Libros), de Ricardo Artola, editor (e historiador) antes que tabaco-abstemio. Afirma que con su método no engordó, y que no por dejar de fumar dejó de ser feliz (me inquieta ese énfasis en la felicidad, una lotería). Artola ha reunido en su libro la sabiduría antitabáquica procedente de su experiencia y de una amplia bibliografía de conspicuos exfumadores, incluyendo, entre los más grandes, a Italo Svevo, cuya La conciencia de Zeno (DeBolsillo) sigue siendo lectura imprescindible y consoladora en el proceso de abandonar el vicio. También relacionado con el ahorro y la salud está Más de 999 recetas sin bobadas (Debate), de David de Jorge y Martín Berasategui, dos de esos chefs que, como otros, han decidido dejarse de chorradas a precio de ejecutivo de Standard and Poor’s y ponerse a ritmo de los cutres tiempos. Vuelven, en general, las recetas de la abuela, con el inevitable toque grandchef (¡puaj!). Del recetario-tocho de Jorge y Berasategui me quedo, por su valor simbólico, con la sección “guarrindongadas”, en la que abundan recetas que provocan auténticas arcadas (como esos entrepanes de leche condensada y anchoas en salazón). Quién ha visto y quién los ve a estos mediáticos dioses de los fogones: ahora resulta que lo que “les pone” (sic) es “el pellejo crujiente del asado del domingo, los bocatas chorreantes, las sopas lujuriosas” y otras bombas proteínicas sin puesta en plato japonesa. Por fin vuelve la razón, regresa la esperanza (para quien pueda pagársela).
Ermitaño
Un ermitaño, cansado de los insoportables ruidos del mundo, se retira al desierto en busca de sentido. El personaje —Nicodemo, Nick para los amigos— no hace otra cosa que seguir una tradición: la de San Antonio, al que Flaubert quiso fusionar con la materia, la de San Jerónimo, la de Santa María Egipciaca, la del buñuelesco Simón el estilita. Como ellos, Nick huye al desierto (¿la Tebaida?) y es tentado por el diablo meridiano en sus diversas formas y avatares. Le acompaña el gato Moisés (Mosh, para los amigos), un cuervo (Juanita) que le lleva un queso duro como las rocas del desierto, unos invisibles bandidos, víboras, escorpiones y el enigmático Vapor, una especie de taciturno Yahvé que, al igual que su lejano modelo, poco se nos muestra. Con esos mimbres, y mucha roca y arena, Max (para los amigos Francesc Capdevila) ha tejido Vapor (La Cúpula), una obra maestra de la novela gráfica. Sí, ya sé: no me van a creer, al fin y al cabo Max viene ilustrando este Sillón de orejas desde el primer día y qué voy a decir yo, etcétera. Menos mal que en esto del cómic, la prueba del pudin (es decir, darle un mordisco) es mucho más fácil: simplemente ojéenlo. Echen un vistazo a ese prodigio de austeridad gráfica (en glorioso blanco y negro) en la que clasicismo y vanguardia se dan la mano, en la que el lenguaje gráfico parece haber recorrido toda la historia del cómic para depurarse hasta el mero esqueleto, como sólo puede lograr un maestro de la narración (en cualquiera de los soportes en los que las historias son contadas). Si no me creen, vayan, por ejemplo, al encuentro con Vapor, o al surrealista (y hollywoodiense) cortejo de la reina de Saba (con homenaje explícito al precursor modernista Herbert Crowley). Max, que tantos artistas ha sido, es ahora un anarquista metafísico con los pies (y el cerebro) puestos en la crisis, un asceta cabreado que sabe expresar lo que los demás no siempre podemos. Si no me creen, son ustedes muy libres. Pero no dejen de echarle un vistazo a Vapor en cualquier librería: bastará con uno. Veremos si pueden resistirse.
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