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DIOSES Y MONSTRUOS
Columna
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¿También la poesía es mediática?

A muchos prosistas consagrados les gusta decir que lo mejor que han escrito son sus versos. Es buen momento para comprobarlo: dos novelistas de éxito como Michel Houellebecq y Paul Auster publican en España su lírica reunida

Carlos Boyero
Michel Houellebecq, tras recibir en 2010 el Premio Goncourt por 'El mapa y el territorio'.
Michel Houellebecq, tras recibir en 2010 el Premio Goncourt por 'El mapa y el territorio'.Foto: Fred Dufour / AFP / Getty Images

Se supone que los diseñadores gráficos estrujan su imaginación ante el encargo de crear la portada de los libros, buscando imágenes y referencias que capten el espíritu de lo que estos pretenden transmitir. Tarea mucho más compleja si estos están dedicados a algo tan sutil o etéreo llamado poesía, género que desgraciadamente nunca figura en la lista de best sellers, destinado al minoritario disfrute de paladares selectivos. ¿Qué hacer para que ese ancestral alimento del alma se haga popular sin renunciar a la exquisitez y los editores paguen adelantos fastuosos a los grandes poetas por las futuras plasmaciones de las heridas, percepciones y alegrías de su corazón? El siempre inteligente y polemista Hans Magnus Enzensberger se inventó un título genial para sus penetrantes versos, pero dudo que Poesías para los que no leen poesías (aquel que empieza con: “El que no tiene con qué comprarse una isla, el que espera a la reina de Saba frente a un cine, el que da de comer a las ardillas, el que no hace nada…”) se vendiera demasiado a pesar del cebo de su enunciado.

Por ello, me alucina gratamente ver en las cada vez más solitarias librerías montones de ejemplares de un libro titulado secamente Poesía. Y mucho más al constatar que su portada está ocupada por la fotografía de un señor ataviado con chaqueta de cuero negro, mirada entre inquisitiva y desdeñosa, cabello escaso y ralo, pero convenientemente despeinado, la manita displicente y acariciándose la barbilla, un cigarro colgando de sus finos labios, el humo de este creando vaporosa atmósfera. Es todo tan desbordantemente natural que huele a pose. Y luego veo el nombre del autor. Fin del enigma. El bardo nihilista, se llama, como no, Michel Houellebecq. Y entiendo la osadía de los editores al elegir la insólita y narcisista portada de algo que pretende vender lírica desesperada. Es el legítimo tributo de los que arriesgan la pasta y pretenden hacer negocio con alguien con un aura similar al de una estrella del rock, del cine o de la moda. Y es que mola mucho hablar de este escritor en bares, discotecas y restaurantes de diseño, entre amantes de las tendencias y gente con permanente carné de modernidad. Es probable que en conversaciones muy profundas y sofisticadas, entre copa y raya, preocupadas por la salud de la literatura y por el apocalíptico estado de las cosas, alguien que jamás ha tenido demasiado interés por leer a Cervantes y a Stendhal confiese que no podría vivir sin las amargas y demoledoras novelas de Michel Houellebecq. Él, eterno retratista de la autodestrucción, el vacío, el suicidio, la soledad, el fracaso y otros desastres existenciales, puede seguir viviendo eternamente, aunque sea tan atrevido como para imaginar que su subyugante y desolado personaje es asesinado en la excelente novela El mapa y el territorio o para que abriendo al azar cualquier página de su poesía completa, que agrupa los libros Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento (que nadie se asuste ante el vitalista título de los dos últimos, solo obedecen a la afición del autor por el sarcasmo), puedas leer: “Me entran ganas de matarme, de meterme en una secta, me entran ganas de moverme, pero sería inútil” o “La vida, los intentos, el fracaso que se confirma, miro a los lisiados, después queda la deriva”. Y así todo el rato.

En mi caso, sintiendo tanta y antigua atracción hacia el abismo, los desgarrados y trágicos poemas de este posmoderno tan cultivado me dejan como un témpano. Me creo a Stendhal cuando afirma algo tan paradójico, contradictorio o masoquista como: “He puesto mi felicidad en estar triste” y los juglares que más me enamoran casi siempre hablan de frustraciones y ocasos, son luminosamente expresivos describiendo sensaciones sombrías. Por lo tanto, soy territorio abonado para que me identifique con el universo emocional de Houellebecq, pero no hay forma. No tengo razones sólidas, obedece a la visceralidad más caprichosa, pero el mundo poético de este perpetuo agonizante me suena a impostura de lujo, a complacencia en la sordidez helada, al vómito eternamente previsible del que se ha construido laboriosamente una imagen de malditismo y está siempre pendiente de ella y de los múltiples beneficios que le aporta.

Obedece a la visceralidad más caprichosa, pero el mundo poético de este perpetuo agonizante me suena a impostura de lujo

De cualquier forma, imagino que en el curso del tiempo voy a releer esos poemas, intentando despojarme de los prejuicios que siempre me provoca este profesional de la provocación. Su prosa, en la que me adentré tarde y con recelo, debido al entusiasmo que sentían hacia ella algunas personas con las que no tengo ninguna afinidad literaria (ni de cualquier otro tipo), terminó removiéndome algunas fibras muy sensibles. También haciéndome pensar sus feroces razonamientos. Hay cosas que me gustan y otras que detesto, hallazgos deslumbrantes y boutades previsibles en Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales, Lanzarote y La posibilidad de una isla, pero todo me resultó perturbador y adictivo en Plataforma y El mapa y el territorio. Hay ensayos y perfiles muy estimulantes para la inteligencia en Intervenciones. Y su correspondencia con Bernard-Henri Lévy, el falso duelo que montan las dos estrellonas francesas de la palabra impresa, los dos pavos reales del pensamiento, para que el espejito mágico decida quién es el más listo, culto y mordaz entre ambos, tiene algún momento memorable.

Volviendo a la lírica, acabo de recibir un libro que reúne los poemas de Paul Auster. Cuenta en la contraportada este magnífico escritor de novelas, este autor de tantas ficciones inquietantes, que siente un gran apego hacia su poesía, que probablemente sea lo mejor que ha escrito. Que manía les ha dado a los narradores consagrados con su certidumbre de que la poesía es para los que están más dotados. Intentaré comprobar su certeza. También deduzco que la cotización de Auster en el mercado literario no atraviesa su época más esplendorosa, ya que en la portada del libro aparece una simbólica puerta que está semiabierta en vez de figurar una fotografía de su apuesta presencia. Me cuenta alguien que ha compartido más de una cena con Houellebecq que este es canijo, balbuceante su lenguaje, evasivas sus respuestas, nada atrayente su permanente trasiego con el alcohol. Puedo asegurar que Auster, al que conocí en un programa de radio, es un señor alto, guapo, seductor y cordial. Además, ha vendido más libros que Houellebecq. O sea, que es injusto que para promocionar su poesía a uno le presenten en la portada con su decadente fotografía y al otro le despachen con una puerta. Para consolarme de estas trivialidades, releo a los poetas verdaderamente grandes, esos cuya obra no precisa aureola mediática ni posar en la portada de sus libros. Se llamaban Fernando Pessoa, César Vallejo, Claudio Rodríguez, gente así, eternos transmisores de emoción.

Poesía. Michel Houellebecq. Edición bilingüe de Altair Díez y Abel H. Pozuelo. Anagrama. Barcelona, 2012. 365 páginas. 22,90 euros.

Poesía completa. Paul Auster. Traducción de Jordi Doce. Seix Barral. Barcelona, 2012. 328 páginas. 18,50 euros.

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