Tras el tsunami de la crisis
El desplome económico ha acelerado una mutación que afecta a los proyectistas como trabajadores y a los edificios como servicio. En esa lucha por despojarse de los vicios adquiridos durante la burbuja inmobiliaria, la profesión busca el compromiso con su disciplina
Los dueños de un piso que el deconstructivista Thom Mayne —premio Pritzker— levantó en Carabanchel para la Empresa Municipal de la Vivienda de Madrid han tenido que elegir entre poner un sofá en el salón-recibidor o poder entrar en casa. Parece una broma que el inmueble esté ubicado en la calle del Patrimonio de la Humanidad, pero no lo es que edificios invivibles retraten a sus autores mejor que obras monumentales. Con todo, son muchos los arquitectos sin burbuja: la mayoría no contribuyó a hinchar la pompa inmobiliaria que ha hundido el país, aunque, eso sí, todos los proyectos urbanísticos fraudulentos lleven la firma de un arquitecto. Así, asumiendo la culpa de unos pocos, el grueso de la profesión se adelantó a la sociedad española para entonar el mea culpa y admitir “haber vivido por encima de sus posibilidades”. Ha sido un error. “También lo es seguir agachando la cabeza”, opina la arquitecta Victoria Garriga.
Tras la inicial autoinculpación, cada vez son más los proyectistas que no aceptan la responsabilidad que se les atribuye como colectivo. No haciéndolo creen ser más honestos con la sociedad. España y el mundo están llenos de arquitectura que no ha nacido para acoger la vida de las personas, sino para blanquear dinero o proporcionar beneficios inmorales. No hay código deontológico ni juramento hipocrático en esa profesión. La ética es un asunto personal. En ese escenario, muchos han reivindicado que la burbuja inmobiliaria no fue tanto un asunto de arquitectos sin escrúpulos como de constructoras —todas las que levantaron edificios malos o permitieron blanquear ingentes sumas de dinero—, políticos —que recalificaron terrenos para lucrarse— y bancos —que pusieron los medios que ahora debemos reponer entre todos.
Es evidente que hubo arquitectos que pusieron su firma a proyectos mediocres. También que la corrupción caló entre la arquitectura que se pretende de vanguardia. La ha habido en la de instituciones: de la SGAE a Palma Arena. Cuando las cuentas no cuadran, siempre hay un edificio de por medio para facilitar el desvío de fondos. Ante un panorama así, la arquitectura como disciplina que refleja las aspiraciones de una sociedad, y a la vez sus realidades sociales, no puede permanecer inmune. No puede ser la misma. También ella se está transformando.
Adiós a las modas
La época faraónica ha quedado atrás y, en Europa, esta debacle parece haber roto el círculo vicioso que, en la última década, emparentó la arquitectura con la moda. Se habían ido equiparando los tiempos, la lógica empresarial y hasta el vertiginoso ciclo de consumo de las dos disciplinas. “¿Usted nos hará un edificio o una fachada?”, cuenta otro Pritzker, el portugués Eduardo Souto de Moura, que le preguntaron en Barcelona cuando se hizo cargo de un edificio de viviendas. “Por lo visto, estaban dispuestos a admitirlo todo”, dice. Es cierto que los edificios envueltos como regalos, como los que Toyo Ito firmó en la Feria de Barcelona, parecieron proliferar para aumentar el precio del suelo. “Un edificio depende del dinero y de las prisas. Piense en un hombre que va al gimnasio. Tiene un cuerpo musculado y es lógico que quiera mostrarlo. Quien no lo tiene es lógico que se vista y disimule las imperfecciones de su cuerpo”, explicó a este periódico el japonés. Ese tipo de inmuebles hoy han caído en desuso en nuestro país. Se han convertido en testigos incómodos de la época del despilfarro. Pero con ellos, también las teorías que buscaban justificar la arquitectura en campos filosóficos o literarios han quedado tocadas. La realidad se ha convertido en la mejor teoría para abordar un proyecto.
Son muchos los arquitectos que, como Bopbaa, comparten que “solo cuando hayamos recuperado los mínimos podremos aspirar a más”
Esto no quiere decir que la arquitectura se haya vuelto cohibida. Todo lo contrario, significa que se puede explotar la imaginación para conseguir resultados verdaderos, y no solo formalmente, transformadores: socialmente comprometidos. El debate arquitectónico que discute la oportunidad de las cubiertas facetadas o los bucles se desmonta ante necesidades reales. ¿Acaso no existían esas necesidades antes de que estallara la crisis? Sí, pero tal vez no hubiese interés por verlas, capacidad para abordarlas y necesidad de hacerlo por parte de la clase arquitectónica. Los nuevos arquitectos no ven obra de caridad —sino trabajo y también derechos— en el diseño de un comedor social o de un huerto comunitario.
El comedor infantil que el estudio sevillano Lapanadería ideó para cuatro colegios andaluces no tiene rejas. Construido con tableros de madera y chapas de acero prefabricadas, recibe luz cenital y es también económico: fácil y rápido de montar. Hace un año ganó el Premio Arquia Próxima que concede la Caja de Arquitectos y puso sobre la mesa el tema de la prefabricación, algo que nunca gozó del interés de los arquitectos españoles. Hoy las casas pasivas —que acumulan la energía que consumen— que Josep Bunyesc ha levantado en Lleida o el premiado hotel Aire de Bardenas de López y Rivera han demostrado cómo la prefabricación puede lograr arquitectura a medida con riesgos y precios controlados. Tipológica, material, formal y políticamente, las cosas están cambiando.
No solo la arquitectura, también la profesión de arquitecto se ha transformado. La crisis ha acelerado un proceso de mutación que afecta a los proyectistas como trabajadores, a los edificios como servicio y a los monumentos como lo que son: excepciones.
El giro social
Colectivos españoles como Zuloark, Paisaje Transversal o los pioneros Recetas Urbanas tienen intereses más amplios que la construcción de edificios y una preocupación por la vida de sus conciudadanos que les lleva a encarnarse en la figura del arquitecto social. Entre estos colectivos, Santiago Cirugeda (Recetas Urbanas) ha extendido su escuela al compartir, vía Internet y libre de derechos, todo un manual de vacíos legales con los que es posible construir temporalmente para solucionar problemas urbanos. Por su parte, con menos de treinta años de edad, los integrantes de Paisaje Transversal, más que recurrir a las leyes, hablan con la gente y recuperan el diálogo perdido en los setenta para incitar a una transformación colectiva. Así, en el barrio madrileño de Virgen de Begoña, han movilizado a la asociación de vecinos para construir huertos comunitarios en los que estudiantes y ancianos gestionan una escasísima ayuda municipal y se responsabilizan de su mantenimiento.
“Uno cuida aquello por lo que se ha esforzado”, opina Jon Aguirre, de Paisaje Transversal. Con la participación ciudadana, sin embargo, ocurre algo similar a lo que sucede con la ayuda de los voluntarios. ¿Pueden suplir a los servicios sociales? ¿Pueden los Consistorios descuidar competencias amparados en el esfuerzo ciudadano? El peligro de que las Administraciones deleguen sus obligaciones amenaza la credibilidad y, por tanto, el futuro de esta vía esforzada para mejorar barrios que ha llegado a resolver conflictos raciales (sembrando huertos en Londres para una población de inmigrantes) y ha funcionado para integrar colectivos de diversas edades, intereses y procedencias (en Madrid, con vecinos unidos por la petición de espacios públicos en solares abandonados como Esta es una Plaza de Lavapiés).
“Es necesario cuidar la cohesión social, el paisaje, la sostenibilidad, la arquitectura como hecho cultural”, afirman Garriga y Foraster
Pobreza en el museo
Las acciones ciudadanas voluntarias y voluntaristas contrastan con el cinismo del último premio que la Bienal de Venecia concedió a la Torre David, un “rascacielos de favelas” ubicado en Caracas. La torre, de 45 plantas, fue abandonada hace dos décadas y ocupada hace unos años por más de tres mil personas. Desde entonces ha sido escenario de asesinatos y secuestros, además del cotidiano hacinamiento de las familias que viven allí sin agua ni gas. Es un monumento al fracaso de las políticas sociales y urbanísticas. ¿Es eso lo que premió un jurado presidido por el holandés Wiel Arets en Venecia? ¿O acaso era el excelente reportaje fotográfico de Iwan Baan, capaz de transformar en reivindicación lo que no es más que el retrato de un desastre? La crisis también ha abierto una puerta, sumamente peligrosa, que conecta la arquitectura con las salas de los museos.
Así, la “artistización” de la arquitectura podría estar convirtiéndose en la nueva arquitectura espectáculo. Tratar temas sociales con la distancia de un pedestal ya es lenguaje habitual en el arte de las últimas décadas, capaz de exponer sin pestañear la ingeniosa chabola de un sin techo en un museo al tiempo que blinda el edificio para que ningún sin techo pueda dormir cobijado bajo su escalera. Esa hipocresía separa hoy la calle de nuestros centros culturales. Exponer el problema de la falta de vivienda como una obra de arte es una derrota para la arquitectura. Cuando una reivindicación entra en un museo se institucionaliza. Queda desactivada.
Reparar también es construir
Frente al folio en blanco de la obra de nueva planta, la autocrítica y la respuesta humilde. Son muchos los arquitectos que, como Bopbaa, los autores barceloneses de las tres ampliaciones del Museo Thyssen, comparten que “solo cuando hayamos recuperado los mínimos podremos aspirar a más”. Desde esa voluntad resulta clave la educación para el mantenimiento: la recuperación de muchos edificios va de la mano de paseos que reviven —como las márgenes de los ríos Ebro, Guadiana o Manzanares, saneadas como parques urbanos a su paso por Zaragoza, Mérida o Madrid— y de calles que se reconquistan para que el ciudadano pasee o pedalee. “No necesitamos nada más. La arquitectura de los últimos años se ha contagiado del ritmo frenético de la sociedad de consumo. Los edificios que invaden las ciudades y nadie critica en la prensa nos retratan como sociedad”, opina Paul Goldberger, que recibió el Premio Pulitzer como crítico de arquitectura de The New York Times.
Goldberger llama a la reparación aunque está claro que frente al estreno —y su repercusión mediática— las curas quedan fuera de la foto. Pero también es verdad que calan en el civismo. Dibujan una deontología cultural ciudadana. Así, la falta de cultura de mantenimiento que caracteriza a las sociedades menos cívicas se ha vuelto a cuestionar en España. La lección del empacho constructivo, que ha dejado ruinas contemporáneas —como el edificio Veles y Vents de David Chipperfield, insignia de la Copa América y abandonado a su deterioro frente al puerto valenciano—, ha impuesto un ritmo pausado que obliga a cuidar y a reparar antes que volver a partir de cero. Porque nunca se parte de cero.
La reparación tiende un puente entre pasado y futuro que permite a las ciudades beneficiarse de su historia. Ha podido verse en Ciudad de México, donde la calle Francisco I. Madero, escenario de múltiples movimientos sociales, ha sido peatonalizada con un proyecto de Felipe Leal y Daniel Escotto que la reconquista como espacio público y cívico. En ese reto por reutilizar y sumar, el centro cultural Matadero Madrid —que han ido recuperando Arturo Franco, Iñaki Carnicero o Langarita-Navarro— comparte actitud con el puente de Carlos Pereda, Óscar Pérez e Ignacio Olite que comunica el baluarte y el fuerte de San Bartolomé en Pamplona y con la recuperación paisajística de las vías Tram que Eduardo de Miguel y José María Urzelai llevaron a cabo en Alicante. Que esa actitud ha calado lo demuestran inmuebles futuros como el museo de las colecciones reales de Tuñón y Mansilla, en Madrid, un zócalo bajo la discutida catedral de la Almudena que no busca combatirla, sino integrarla en beneficio de la ciudad.
Cuidar la ciudad por encima de sus edificios ha llevado a la recuperación de antiguas fábricas —como Can Framis de Jordi Badía en Barcelona— o cambios de uso —como la central eléctrica convertida por Herzog & De Meuron en sede de CaixaForum en Madrid—. La propia ciudad invita a cuidar un patrimonio que la ignorancia, las modas y un desorbitado ciclo de consumo habían hecho descuidar. Esa manera de trabajar es la que buscan exportar algunos proyectistas que han transformado su vida para dedicarse a sanear otros territorios. Es el caso de Victoria Garriga y Toño Foraster (de AV62), que, tras ganar sendos concursos para levantar el Museo Nacional de Kabul (Afganistán) y para reconstruir el barrio de Adhimiya en Bagdad, no se cansan de reivindicar la necesidad de “cuidar la marca España”: “Es necesario cuidar lo que en España se ha descuidado: la cohesión social, el paisaje, la sostenibilidad, la arquitectura como hecho cultural por encima de bien comercial”, insisten.
Éxodo y nuevos retos
La preocupación que sienten los decanos de los colegios de arquitectos por el creciente éxodo de proyectistas (el 7,5% de un total de casi 53.000 colegiados, según el nuevo sindicato profesional) contrasta con el reconocimiento que, con premios y encargos, reciben cada vez más arquitectos españoles en el extranjero. Más allá de los que dirigen las escuelas de arquitectura en universidades americanas como Princeton (Alejandro Zaera) o Virginia (Iñaki Alday), los propios Garriga y Foraster aseguran que han elegido ciudades tan difíciles como Bagdad o Kabul porque “en esas metrópolis la arquitectura puede ayudar a salir de situaciones inhumanas”. Ese reto retrata a la generación que representan: la de los proyectistas que buscan romper la relación entre arquitectura y poder. Por eso, más allá de exigir el cuidado de lo que se exporta donde apenas queda nada, Victoria Garriga se ha convertido en un azote de políticos, constructoras y proyectistas. Cuando se presentó al concurso para reconstruir Adhimiya buscó una constructora española. Una tras otra le aseguraron que resultaba imposible trabajar allí. Ella, finalmente, entendió que “las grandes constructoras españolas buscan negocio rápido y seguro: les resulta más fácil trabajar para una dictadura que colaborar en la recuperación de una democracia”.
La “artistización” de la arquitectura podría estar convirtiéndose en la nueva arquitectura espectáculo
Grado cero
Frente a las constructoras que evitan complicarse la vida, cada vez más proyectistas lo hacen: ya no solo tiran líneas, están empezando a levantar muros. Y algunos han sido capaces de hallar ventajas en el cambio. Con la casa 712 que H Arquitectes levantó en Gualba (Barcelona), ese estudio aprendió cómo reducir un proyecto a la mitad sin partirlo en dos y constataron que “quitar todo lo que se puede quitar encierra una arquitectura distinta”. Como ellos, los sevillanos Lapanadería demuestran que la crisis económica no se ha traducido en una crisis de ideas. Cada vez hay más arquitectos dispuestos a dejar de ser empresarios y capaces de mover piedras al tiempo que se convierten en constructores físicos —no solo intelectuales— de sus propias obras.
Arquitectos y arquitectura se transforman en España. El tiempo llama a la razón. Y la razón pide esfuerzo y compromiso. Que ese objetivo deje de parecer ingenuo puede marcar un cambio. Después de todo, podría ser liberador no tener que hacer nada más que arquitectura.
Babelia
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