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Últimas puntadas de una fabulosa tejedora

En sus últimos años de vida, Louise Bourgeois remató las costuras de una obra descarnada La muestra que se abre en Madrid se centra en este periodo En sus obsesiones y en la manera en que afrontó lo más doloroso de ser mujer

Estrella de Diego
Cell (Black Days) (2006). de Louise Bourgeois.
Cell (Black Days) (2006). de Louise Bourgeois.Christopher Burke / Hauser & Wirth

En aquellos años gobernados por neones, los años en los que la escena artística neoyorquina estaba secuestrada por del minimalismo —arte masculino por excelencia, la más implacable de las vanguardias—, algunas mujeres trataban de reformular el mundo apelando a materiales sensuales, próximos a otras formas de acercarse al acontecimiento. Era el camino elegido por Linda Benglis, Eva Hesse o Louise Bourgeois, quien, desde los trabajos elegantes, evanescentes, casi próximos al Giacometti de finales de los años cuarenta, llegaba a mediados de los sesenta con unas esculturas orgánicas, montículos conformados por partes connotadas de cuerpos humanos, fragmentos antitéticos y reunidos que serían, ya para siempre, el leitmotiv en el trabajo de la artista, a cada paso cosiendo y recosiendo lo hecho añicos.

Aunque quizá sea cierto a medias que en esos primeros años sus esculturas andaban tras lo inacabado de Giacometti, pese a haber leído Louise Bourgeois a Jean-Paul Sartre y pese a decir a veces que era más existencialista que seguidora del psicoanálisis. Ambos, Giacometti y el filósofo, mantenían en los años cuarenta una relación próxima y el título de una de las obras clásicas del segundo, El ser y la nada, parece ajustarse a la impresión que causan las esculturas del primero, presencia contundente y al tiempo desaparición en la búsqueda de lo esencial. Precisamente aquí radica la gran diferencia con Louise Bourgeois, nacida en Francia y frustrada estudiante de matemáticas hasta que se decide por el arte, cuando se miran sus primeras obras con atención. En ellas están presentes, si bien de forma esquemática y un poco abstractizante, algunos de esos símbolos que van a constituir su universo futuro: la casa, el cuerpo, la memoria, el abandono de la memoria, los elementos autobiográficos.

Por eso, cuando la joven Louise sale dando un portazo de la casa familiar y llega al que va a ser su hogar desde entonces, Nueva York, arrastra consigo sus recuerdos, “sus documentos”, los llama. Igual que la protagonista de La náusea de Sartre, en la salida acarrea un baúl pesado repleto de cosas —álbumes de fotos, los objetos de la casa del padre— para reconstruir los cuartos como se rememoran cuando apremia la nostalgia. Porque si se opta por vivir en el exilio es imprescindible preservar la noción de la casa o su rastro al menos, su huella, incluso como fractura e imposibilidad última de regreso. En este conflicto, en esta paradoja que impregna la obra de Bourgeois, radica su fuerza última. Los temas se complementan y se tachan —masculino/femenino, olvidar/recordar— y conforman un universo único, el de esta artista, autora de esculturas contundentes —sus muy conocidas arañas— y dibujos inesperados y soberbios, solo en apariencia frágiles, como los que se exponen en esta muestra en su mayoría por primera vez aquí, igual que la mayor parte de las piezas presentadas.

Y, pese a todo, quién sabe si por el poder inmenso del mencionado minimalismo en la escena internacional, el talento de Louise Bourgeois sería durante tiempo casi desconocido para la mayoría. Sin embargo, algunos iniciados y ciertos críticos como Lucy Lippard, siempre interesada por el arte de mujeres, se sentían pronto atrapados por esas formas anómalas, diferentes, especiales. “Es difícil encontrar un marco lo suficientemente fresco para incorporar la escultura de Louise Bourgeois”, escribía Lippard en Art forum a mediados de los setenta.

'Sin título' (2002), de Louise Bourgeois.
'Sin título' (2002), de Louise Bourgeois.Christopher Burke / Hauser & Wirth

Nada más cierto. Artista difícilmente clasificable incluso hoy —y menos aún desde los parámetros al uso en la década de los setenta—, llegaba hasta los años ochenta ignorada por casi todos para convertirse, de repente, en una especie de “heroína posmoderna”, término sobreutilizado y hasta cierto punto banal que en aquel momento resumía un sueño: repensar la vida completa. De hecho, en Louise Bourgeois se reunían casi todos los traumas del sujeto a pedazos y los conflictos en torno a la construcción de la identidad que esa época, fascinada por el final del Gran Relato y el tambaleamiento de la mirada única y jerarquizada, necesitaba en su construcción de las nuevas formas artísticas y narrativas. Entonces el discurso hegemónico —en especial el masculino— era puesto en tela de juicio; eran años sometidos a los vaivenes de la teoría y a la reescritura de las autobiografías gobernadas por el psicoanálisis en los cuales las propuestas de Bourgeois encajaban muy bien.

Aunque Bourgeois, nacida en 1911, era a primeros de los ochenta una mujer mayor, una artista con una obra potente a sus espaldas, casi una ancianita traviesa que conservaba, no obstante, la fuerza de los creadores genuinos, los que no le tienen miedo a un espejo que devuelve descarado la imagen de uno mismo, distorsionada como suele ser la propia imagen. Quizás por eso cuando el fotógrafo Robert Mapplethorpe decide retratarla en una imagen mítica, lo hace mostrando a la artista abrazada a un falo gigantesco que, tan cerca del cuerpo frágil de la de ojos sagaces y sonrisa un poco melancólica, se vuelve extrañamente inofensivo,irónico, juego… —otra vulnerabilidad más entre las muchas que cultiva Louise Bourgeois.

Trata de crear estructuras que cobijen y planteen la ilusión de no ser visto, aunque al final todo ocurre en un espacio autodesvelado

Entonces hace ya tanto que ha salido de la casa del padre y se ha trasladado a Nueva York, dejando atrás los recuerdos, algunos terribles como la traición del padre y su amante institutriz que Louise descubre siendo niña. En esa época infantil comienza a dibujar, colabora en la empresa de la familia, dedicada a la restauración de tapices y a partir del negocio familiar empieza a reflexionar sobre uno de los puntos básicos para su relato: la aguja como sutura, curación. “Siempre he sentido una enorme fascinación por la aguja, por el poder mágico de la aguja. La aguja se utiliza para reparar el daño. Es una petición de perdón. Nunca es agresiva, no es un alfiler”, dice Bourgeois.

Si la escalera que a menudo no lleva a ninguna parte simboliza la casa —lugar de la habitabilidad y de la memoria, la infancia y el destierro de la memoria—, la araña —otro símbolo clave— reenvía al nuevo orden que se va tejiendo mientras se cose. La araña produce un territorio seguro, otra suerte de hogar al cual nadie tiene acceso, separado del mundo exterior y protegido de él: mantener a los intrusos a raya. Por eso las arañas tienen algo de aguja que repara los daños y recompone el mundo y, para Bourgeois, representan a la madre, la casa por antonomasia, la que protege y mantiene alejados a los merodeadores indiscretos. Como la araña, como la aguja, Bourgeois también recose las partes y las obliga a convivir en alusiones nuevas. “Muchas personas están tan obsesionadas por su pasado que acaban muriéndose por ello”, escribe en 1994. Esta es la actitud del poeta que nunca encuentra su paraíso perdido y también la del artista que trabaja por una razón que nadie logra entender. Ambos, a su modo, tan solo intentan reconstruir algo de su pasado.

Quizá en ninguna obra como en sus celdas se hace manifiesta la necesidad de querer explicar lo que fue. Se trata de crear estructuras de cobijen y planteen la ilusión de no ser visto —aunque al final todo ocurre en un espacio autodesvelado—. Son los lugares de la taxonomía de la memoria donde cuerpos y objetos se acumulan y se ordena el caos. Por eso habla de celdas, a medio camino entre convento y cárcel, escondite y lugar de recogimiento donde Bourgeois concentra los miedos y los dolores que a cada paso acechan.

Pero no hay que abandonarse a la nostalgia —Bourgeois la llama “improductiva”—. Hay que trabajar, como dice el Tío Vania de Chejov. Hay que dibujar incansable y reflexionar sobre el cuerpo femenino y los miedos y ordenar los miedos. Mantenerlos a raya. Hay que coser cada pieza a mano, personalmente, porque coser forma parte de una terapia para ocupar al miedo —una especie de exorcismo más bien, dice la artista—. Se trata casi de restaurar el mundo propio —como se hacía con los bellos tapices antiguos en el taller familiar— en un maravilloso proyecto autobiográfico que Louise Bourgeois propone adelantándose a la ruptura misma del sujeto “posmoderno”; tambaleando ese arte masculino por excelencia del siglo XX, el minimalismo, que, pese al éxito entre los seguidores del discurso hegemónico, hacía aguas desde la aguja de una artista como Louise Bourgeois, tal vez porque lo que “se ve no es —nunca— lo que se ve”, como decía la célebre frase asociada al minimal. Lo que se ve mucho más y las piezas de Bourgeois lo hacen patente.

HONNI soit QUI mal y pense.

Louise Bourgeois. La Casa Encendida. Ronda de Valencia, 2. Madrid. Del 19 de octubre al 13 de enero de 2013.

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