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IDA Y VUELTA
Columna
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Guerreros desganados

Tanto que se escribe y se habla sobre la Guerra Civil, y qué pocas veces se presta atención a la vida cotidiana de los soldados a la fuerza

Antonio Muñoz Molina
“A las personas normales no les gusta matar ni les gusta morir, a no ser que las haya embrutecido el fanatismo”.
“A las personas normales no les gusta matar ni les gusta morir, a no ser que las haya embrutecido el fanatismo”.

Un libro del historiador británico James Matthews me ha devuelto el recuerdo de algunos hombres mayores a los que conocí cuando era niño, a los que escuchaba intercambiar recuerdos mientras trabajaban en el campo, recogiendo aceituna o labrando la tierra, mientras yo les ayudaba a arrancar patatas, a regar la hortaliza, a guardarla en sacos o en cestos de mimbre que luego cargaríamos en los mulos para llevarla al mercado. El libro se titula Reluctant Warriors, y trata de un asunto que misteriosamente no suele aparecer en los enconados debates españoles sobre la Guerra Civil: los soldados de reemplazo que lucharon en ella, en un bando o en otro, los que estuvieron en la guerra a la fuerza y no por convicción ni por el celebrado cainismo, que gusta tanto a los partidarios de reducir la historia de España a una especie de especulación metafísica, o lo que viene a ser lo mismo, a un panfleto en blanco y negro, o en rojo y azul.

Lo que cuenta Matthews se parece mucho a lo que yo espiaba en las conversaciones de aquellos hombres del campo, o a lo que me contaban ellos de buena gana y con machaconería campesina. En los años penúltimos, antes de que llegara la crisis y con ella el enloquecimiento político en el que ahora parece que estamos naufragando, se puso de moda asegurar que un silencio asustado acerca de la guerra habría prevalecido en España hasta la llegada al Gobierno de Rodríguez Zapatero. Los corresponsales internacionales ponían cara de drama y le decían a uno: “Por fin ustedes pueden levantar la voz”. Y a uno casi le daba pena defraudarlos en sus expectativas románticas sobre la España negra y explicarles que en nuestro país se había escrito y publicado sobre la guerra desde el punto de vista de los vencidos desde mucho antes de la muerte de Franco, y que la guerra había estado en las conversaciones de la gente desde que uno tenía memoria.

Aquellos hombres a los que yo escuchaba hablar, que eran viejos para la mirada de un niño, tendrían entonces más o menos la misma edad que tengo yo ahora. Los mayores entre ellos no pasaban mucho de los sesenta años. Para mí el tiempo del que hablaban pertenecía a una antigüedad fabulosa, pero ahora caigo en la cuenta de que para ellos estaba tan cerca, quizás engañosamente, como lo está para mí la victoria socialista en las elecciones de 1982. A todos ellos les coincidió el estallido de la guerra con la plena juventud. Todos habían sido soldados en el ejército republicano, no por elección, ni por militancia, sino a la fuerza, porque les había tocado, porque en la fractura cruenta del país nuestra provincia había quedado en el territorio bajo control del Gobierno legítimo. Porque eran campesinos sin cualificación, habían pasado la guerra entera en los frentes. Usaban en tono de humor términos que yo no entendía entonces, y que están bien explicados en el libro de Matthews: “La quinta del biberón”, “la quinta del saco” —aludiendo a los reclutas muy jóvenes o cuarentones a los que el ejército extenuado de la República empezó a movilizar casi al final de la guerra. Hablaban de los piojos, del hambre, de la falta de tabaco, del frío. Hablaban de la insensatez de la guerra con un sarcasmo muy semejante al del soldado Schwejk. Uno de ellos volvía siempre al relato de una operación que implicaba la toma de una colina (él decía un cerro: la palabra colina no formaba parte de su vocabulario): “Nos decían, hay que tomar ese cerro, y nosotros atacábamos y lo tomábamos, pero luego atacaban los otros y lo tomaban ellos, y el cerro seguía en el mismo sitio, por mucha gente que muriera”.

Casi todos ellos decían que habían disparado siempre con los ojos cerrados. Lo decían con toda naturalidad, como si ese fuera el único comportamiento razonable. “Si al que estaba enfrente yo no lo conocía ni me había hecho nada, ¿para qué iba yo a querer matarlo?”. A un niño aficionado a las películas y a los tebeos americanos de guerra, con toda su épica y estética marcial, aquellos relatos le parecían estrambóticos. Porque también contaban que de vez en cuando se juntaban con los de la trinchera enemiga para jugar al fútbol, o para intercambiar tabaco y papel de fumar: el tabaco de Canarias, de Extremadura y de Granada estaba en la zona de los nacionales; pero el papel para liar los cigarrillos se fabricaba en Alcoy, de modo que a los unos les faltaba lo que tenían los otros, y esa doble carencia la remediaba el gran invento inmemorial del trueque. En su libro James Matthews habla de la indignación idéntica que esta confraternización provocaba en los mandos de un lado y del otro, tal como había sucedido ya en las trincheras de la I Guerra Mundial.

A las personas normales no les gusta matar ni les gusta morir, a no ser que las haya embrutecido el fanatismo. La guerra sólo es noble para unos cuantos dementes y para esos caudillos verbosos que mandan a la gente pobre al matadero mientras que ellos se quedan confortablemente en la retaguardia y procuran colocar a sus allegados en las oficinas. Toda esa basura sobre las dos Españas condenadas a desgarrarse entre sí queda cancelada ante la sobria aritmética que despliega James Matthews. En el verano de 1936 Madrid tenía un millón y medio de habitantes: apenas diez mil fueron voluntarios al frente, y unos cinco mil en Barcelona. Las cifras en el bando de los sublevados no son muy diferentes. La inmensa mayoría de los movilizados se dejó llevar a la guerra a la fuerza, y como era una guerra de pobres muchos eludían el reclutamiento y no los podían encontrar, o se iban de permiso y volvían con varios días de retraso o no volvían nunca, y cuando escribían a casa era para pedir paquetes de comida, ropa de abrigo, cigarrillos, fotos de las personas queridas. En la zona republicana los soldados escuchaban como quien oye llover los mítines de los comisarios políticos; en la otra se resignaban con parecida actitud a las arengas sobre la Reconquista o sobre el Cid Campeador y a los sermones de los capellanes castrenses.

Ahora a casi todos

Tanto que se escribe y se habla sobre la Guerra Civil, y qué pocas veces se presta atención a la experiencia más universal, la vida cotidiana de los soldados a la fuerza, los que pasaron frío y hambre y sufrieron amputaciones y murieron en plena juventud, los que al final de la guerra no tuvieron ningún paraíso sino vidas durísimas de necesidad y trabajo en un país arrasado. Ahora a casi todos los ha borrado la muerte. Yo recuerdo algunas de sus voces. Las reconozco en unos pocos libros, poquísimos, en las memorias del gran Miguel Gila, en Si me quieres escribir y Desertores de la Guerra Civil de Pedro Corral, en este estudio meticuloso de James Matthews, en el que un fondo contenido de cordialidad discurre bajo los datos y las informaciones históricas. Yo lo he leído como un homenaje a aquellos abuelos memorables que no paraban de hablar mientras trabajaban en el campo. Y me alegra saber que Alianza lo va a publicar pronto en español. 

Reluctant Warriors. Republican Popular Army and Nationalist Army Conscripts in the Spanish Civil War, 1936-1939. James Matthews. Oxford University Press, 2012. Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados. Miguel Gila. Temas de Hoy, 1995. Si me quieres escribir. Gloria y castigo de la 84ª Brigada Mixta del Ejército Popular / Desertores de la Guerra Civil. La guerra que nadie quiere contar. Pedro Corral. Debate, 2004 / 2006.

antoniomuñozmolina.es/

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