Un Da Vinci reencarnado
Thomas Heatherwick, ideador del pebetero olímpico de Londres, desafía con sus obras la inercia uniformizadora
“Como un cerdo en busca de una trufa”. Así define su trabajo Thomas Heatherwick. Poco amigo de las etiquetas —“las palabras son peligrosas”, dice—, el ideador del pebetero de los Juegos Olímpicos de Londres, que se ha atrevido a remodelar un icono como los autobuses rojos de dos plantas, no se define ni como diseñador ni arquitecto. Le gustaría poder llamarse inventor, pero “aún no han creado esa carrera”, por mucho que le comparen con Leonardo da Vinci. La esencia del trabajo que lleva 18 años realizando al frente de su propio estudio se encuentra en lo que le rodea. “A mí me pone el mundo, no puedo entender a esos arquitectos que niegan la realidad por si les estropea un proyecto”, afirma frente al acueducto de Segovia antes de su conferencia, organizada por la IE University, en el Hay festival.
Totalmente de negro, con pantalones bombachos y un fular al cuello, su apariencia de monje se traduce en sus maneras y palabras. Se pasea por el monumento segoviano admirando la valentía de los romanos para construir en mitad de una ciudad un sistema de irrigación de estas proporciones. “Suena ingenuo y estúpido, pero a mí lo que me gusta es ayudar a la gente, en mi trabajo me mueve una voluntad pública”, dice ya resguardado de la lluvia en el Mesón Cándido. “Soy más fan de las infraestructuras que de los edificios trofeo”.
Esta filosofía, que aprendió cuando era un estudiante en el Royal College of Art de Londres y se despliega ahora en el libro Making y una exposición en el V&A de Londres, no se traduce en proporciones matemáticas, ni materiales. Su discurso se llena de ideas que, aunque utópicas en sus palabras, se han traducido en emblema para el diseño británico. “No creo que sea un icono, de hecho intento que mi trabajo responda y respete las necesidades propias de un lugar determinado, siempre me ha dado mucho miedo el concepto de firma, de previsibilidad, de que alguien sea capaz de decir que un edificio es mío por los cimientos”.
Para ilustrar la particularidad de su trabajo recurre al pabellón que su estudio ideó para la Exposición Universal de Shanghai. “El Gobierno británico estaba aterrorizado porque no usamos la imagen de la reina, los colores de la bandera, a David Beckham…”, relata. “Nos exigían estar en el top 5 de los mejores edificios con un presupuesto menor a la media. Lo conseguimos con una catedral hecha con pelos metálicos y semillas que demostró nuestro respeto por un público que es capaz de responder cuando las cosas se hacen con el corazón y no imponiendo el cliché”.
Escenógrafo, escultor, sastre y mueblista, además de arquitecto, el trabajo de Heatherwick ofrece resistencia a la tendencia que considera “fría y aburrida”. “La arquitectura moderna está demasiado imbuida en la teoría y se ha olvidado de que el arte se realiza en base a la dimensión humana. Me aburren los técnicos, el intento constante de profesionalizar la cultura”. Tras la sentencia, la refutación empírica: la estación eléctrica de Teesside, una zona pobre en el noreste de Inglaterra. “Quitamos las vallas que rodeaban un lugar en apariencia peligroso para convertirlo en un jardín donde la gente pudiera casarse, sin olvidar el objetivo principal, suministrar luz a 200 viviendas”.
Como un pastor, motiva a su equipo para que la respuesta al interrogante de un cliente se responda con otra cuestión. “Siempre hay que reformular la pregunta”, apunta como filosofía de trabajo. “Cuando nos encargaron el pebetero de los Juegos Olímpicos lo primero que hicimos fue preguntar a la gente cuál de los 85 que se han hecho recordaban”. La conclusión fue un arquero y no un objeto. El deportista español que inauguró las Olimpiadas del 92 se convirtió en el concepto tras las 204 piezas móviles que cortaron la respiración de millones de personas durante unos segundos el pasado agosto. “Todo gira en torno a la intriga por desvelar un misterio, no nos interesaban las formas redondeadas o cuadradas, sino conseguir crear un momento para recordar”.
Lo que sigue es ya historia olímpica, aunque efímera. “El mismo esfuerzo que dedicamos a idear el pebetero, lo invertimos en determinar su final, no queríamos que nuestro trabajo se convirtiera en una fuente en mitad de un estadio abandonado por el paso del tiempo y el olvido”, cuenta Heatherwick. Por eso cada una de las piezas de cobre desgastadas por el fuego descansan ya en su país de origen. “Va a sonar ingenuo otra vez, pero espero haber levantado un gran espejo en el que la gente vea que se pueden hacer cosas diferentes”.
Babelia
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