Estrella en la encrucijada
Después de dos años de duelo por la muerte de su padre, Estrella Morente lanza un disco dividida entre la responsabilidad y el vértigo de volar sola
La imagen es poderosa, hipnótica, sobrecogedora. Quienes la han visto, que no son pocos, dado que abrió los informativos aún no hace dos años, no la olvidan. Una hermosa mujer de riguroso luto y tez palidísima rompe el silencio de un velatorio multitudinario y se arranca a cantar respondiendo a ella sabrá qué resorte interno. Empieza en sordina y va subiendo en tono y desgarro antes de vencerse, rota, sobre un féretro sepultado de flores. Lo que cantaba la doliente era la Habanera imposible, de Carlos Cano, pero no se ha oído saeta más sentida ni lamento más hondo. La cantaora Estrella Morente Carbonell se despedía así de su padre, padrino y maestro, Enrique Morente, la última leyenda del flamenco, fallecido sorpresivamente, a los 67 años, 10 días después de una operación de cáncer de esófago realizada por el doctor Enrique Moreno, otra leyenda en su oficio, al que la familia ya había denunciado por presunta negligencia. Quienes vieron y oyeron entonces cantar a Estrella opinan que nunca fue más bella la estampa y el sonido del dolor, el desamparo y la pérdida.
Aquella aparición demacrada y dolorida es hoy esta lozana chica de 32 años que llega desde su casa de Málaga a los ensayos de su concierto en los Jardines de Sabatini de Madrid con la cara lavada, pantalón y camiseta de batalla, y un borsalino domándole la melena oscura entreverada de hebras claras. A su lado, el torero Javier Conde, su marido y padre de sus dos hijos, de siete y cinco años. Una presencia cortés que oirá, verá y callará la mayor parte del tiempo, pero al que se ve siempre al quite, como en el ruedo, para echarle un capote a su mujer, a la que no perderá de vista en todo el tiempo que estemos con ella esta noche, en este recital con las localidades agotadas, y mañana, en una intensa jornada de entrevista y fotos en el Museo del Traje de Madrid.
Se supone que es una ocasión dichosa. Después de 20 meses de silencio más allá de algún recital esporádico, Estrella vuelve a escena con un “tesoro”. Autorretrato, el disco concebido y producido por su padre para ella antes de que le sorprendiera la muerte con el trabajo a medias. Una joya en la que algunos ilustres colegas de Morente –aristócratas de la música desde Michael Nyman y Path Metheny hasta Paco de Lucía y Manolo Sanlúcar– se han volcado, antes y después, para arropar a la hija del maestro. El trabajo, que ve la luz después de meses estancado por el luto de Estrella –vaivenes, retrasos y plantones incluidos–, es el último de la larga serie de tributos y desvelos que Morente padre consagró a la carrera de su primogénita desde que, a los 16 años, la niña de sus ojos lograra salirse con la suya a base de tozudez y talento y obtuviera su bendición para dejar el colegio y dedicarse profesionalmente al cante.
Así que Estrella está de estreno. Todavía se oyen los aplausos con los que anoche la despidió el público de Madrid cuando se dispone a conceder la primera –esta– de las entrevistas de promoción del disco. Se la supondría, si no feliz, por lo menos satisfecha. Pero no. Pese a su actitud cariñosa, un aura de tristeza, euforia, rabia y desolación –todo junto y a la vez– impregna el encuentro. Unas horas en las que veremos a Estrella sucesivamente serena y ansiosa, locuaz y callada, intensa y ausente, llorando sin lágrimas y riéndose de sí misma a carcajadas quizá un poco demasiado estentóreas. Una montaña rusa emocional en la que es la primera en reconocer que vive. Lo dice ella, arrebatada, cuando siente que no se interpretan bien sus palabras. Sucede cuando se le pregunta si Estrella vuelve a brillar:
“Tengo mucho interés en no decir tonterías”, se sofoca, sucumbiendo a una especie de combustión íntima que la consume a ojos vista. “De estrella solo tengo el nombre. No aguanto a los divinos ni a los tontos, y no tolero que me confundan. Estoy en un momento muy delicado y me presento en carne viva, limpia, desnuda, pura. Sé que estoy viva porque respiro, pero ahora mismo soy un corcho que va flotando por encima del aceite. ¿Tú sabes el riesgo que hay de que se transmita la imagen de alguien materialista o ambicioso que aprovecha la pérdida para sacar el disco? Este trabajo es un acto de justicia, con mi padre y con el flamenco. Vuelvo por él, por los míos, porque tengo que volver, porque voy a llegar a los 40 sin sacar un disco. Pero no tengo ilusión ninguna”, suelta delante de las responsables de marketing y comunicación de su discográfica, cuyas caras, como las de todos los presentes, se debaten entre la perplejidad y la compasión ante una persona que, es evidente, sangra a chorro por sus heridas.
"Decir eso en plena promoción es de una sinceridad suicida. Pero es verdad. Sé que si logro pasar esto, el próximo disco sí me la hará. Pero hoy no tengo ganas ni fuerzas porque veo el final, la despedida de mi padre. Este disco era nuestro trabajo candente, nuestra forma de comunicarnos, nuestra motivación día a día. Cuando se fue, he visto que no puedo vivir sin él. He tenido que coger mucho aire y tragar mucho para llevar ese barco perdido a puerto y convertir la desolación en arte. Entonces, no te voy a mentir. Tengo interés en llevar este proyecto donde merece por estar producido por mi padre y por la herencia que me dejó de ser cantaora flamenca. Nada más".
¿Ha cambiado el duelo su cante? A todos se nos mueren los padres, es ley de vida. Pero este caso ha sido tan distinto, tan trágico, tan cruel, tan injusto, que no lo puedo ver como natural, y eso me tiene desorientada, perdida, ida. Como quieras describirme está bien: como me ves, estoy.
“Me importa tener un respeto y un sitio en mi arte, pero el día de mañana. Ahora necesito fuerza e ilusión para continuar”.
Si está tocando fondo, solo puede ir hacia arriba. Es que yo he estado en lo más alto, y no puede haber nadie más grande que yo. Ni la más guapa, ni la más moderna, ni la más brillante, ni la más sublime, porque yo ya lo he tenido todo, he sido la mujer más feliz del mundo y no voy a encontrar nunca más felicidad de la que ya he tenido.
¿Por qué se niega esa posibilidad? Tiene 32 años, dos hijos, le queda todo por vivir. Porque siempre me faltará algo. Esa posibilidad se la doy a los demás. A mis hijos, a los que no les diría nunca lo que te estoy contando. Pero lo que te digo es la plata.
¿Ha pedido ayuda psicológica para superar el duelo? He hablado con Luis Rojas Marcos, que era amigo de mi padre, pero no creo que haya ayuda para esto. Es cuestión de sentido común y autodominio. Yo aún no lo he logrado, estoy en ello.
A lo mejor es que se ha autoimpuesto el listón de su padre, y se le antoja muy alto. Mucho, y no puedo, no llego. Mi camino tiene que ir hacia ahí, ese es mi objetivo, y hasta que no llegue… Siempre he sido muy inconstante y muy indisciplinada, como los ríos, pero ahora me falta mi norte y mi guía. Me he quedado atrapada en el tiempo, estoy en choque, en crisis existencial, a la búsqueda de mi camino, y voy a tientas.
Impresiona escuchar todo esto en boca de la mujer que tengo enfrente. Y no por la naturalidad con la que se abre en canal delante de una desconocida. No solo por eso. Si a cara lavada su rostro impone –esos ojos tristes, esos pómulos altivos, esa nariz aquilina–, maquillado por David Bello, el profesional que ha solicitado expresamente –“es amigo, y estoy muy blanda para abandonarme a otro”–, es un imán para quien tenga ojos en la cara. Estrella es, más que guapa, bella. Con una hermosura que le sale de dentro afuera impulsada por la armonía entre un cutis perfecto y una exquisita calavera. Un festín de ángulos para la cámara de Outumuro, el gran fotógrafo que la retrata, sobre el que Estrella se ha informado, y al que se dirige como “maestro” con el mismo respeto reverencial, como de otra época, con el que se dirigía ayer a sus músicos –todos hombres y todos de su familia– en su recital madrileño. Ni siquiera los kilos que ha ganado –“he usado una 36, pero no soy esclava de nada ni nadie, y mucho menos de una talla”– le restan poderío a la presencia de esta artista cuyo virtuosismo, aplomo y madurez, al menos aparente, sorprendieron a tantos cuando irrumpió en escena siendo una adolescente.
Estrella, lo dicen quienes la conocen, siempre ha sido especial, excesiva, intensa. Para lo bueno, y para lo no tanto. “Lo que le pasa a esta niña es que le duelen los instintos”, dicen que le dijo Enrique Morente a su esposa, la bailaora Aurora Carbonell, La Pelota, una vez que, de chiquilla, se quejaba de dolor de tripa. “Probablemente, se refería a los intestinos, pero dijo los instintos, y la clavó. Así era Enrique. Un sabio sin más títulos ni ínfulas que su talento natural. Un genio salvaje y sublime”, dice quien cuenta la anécdota. Un amigo de la familia que, como otras personas consultadas para este retrato, prefiere no ser identificado por respeto a la memoria del “mito”.
Si Enrique Morente (Granada, 1942) ya era idolatrado en vida por una legión de seguidores, después de su inesperada muerte es intocable. Considerado el máximo innovador en la historia del flamenco, Morente fue un artista autodidacta que logró el rendido respeto no solo de los aficionados, sino de la crema de la intelectualidad internacional, con su singular visión del cante y su personalísimo acercamiento a otras músicas del mundo como el rock o el jazz. Genio, mito, maestro, leyenda… dios, son algunos de los apelativos que le han dedicado los medios, en una muestra del culto a la personalidad que suele tributarse a los que destacan en oficios relacionados con las emociones, como el arte, el deporte o los toros. No consta que el aludido repudiara las lisonjas. Dicen que se reía de su sombra, pero también que tenía su amor propio y su pizca de orgullo. Desde luego, el suficiente para llamar Estrella a su primogénita.
“Vamos hacia un país sin arte y sin aspirinas. Se nos ha olvidado plantar tomates, y así nos va"
La niña Morente creció entre Madrid, de donde es la familia de su madre –gitanos de El Rastro, dedicados al comercio y la música: su abuelo, Montoyita, fue el guitarrista de Lola Flores–, y Granada, la tierra de su padre, a la que el patriarca decidió llevar a su prole para ahorrarles el agobio de la capital. “En Madrid iba a un colegio pijo de Puerta de Hierro que no me aportaba nada, pero en Granada, mi padre nos hizo el favor de no llevarnos a un centro trilingüe, sino al Ave María, un paraíso a la vera del Sacromonte y la Alhambra donde nos enseñaban naturales mirando a las estrellas, el río y los árboles, y donde almorzábamos una torta de tomate de la Mari, una gitana que las vendía en una cueva, en vez de un donut”. Mientras los niños aprendían del natural –después de Estrella llegaron Soleá y Enrique chico, Kiki–, el padre iba y venía por el globo. “No necesitaba más de lo que tenía. Era la época de Misa flamenca y Omega. Por mi casa pasaba gente que movía el mundo: Carlos Saura, José Sacristán, Path Metheny. Pero, ya sabes, a partir de octavo empecé con la tontería, lo suspendí todo y mi cabeza empezó a querer cantar en la peña de La Platería. Cuando, a los 14 o 15 años, acompañé a mi padre a un concierto en Formigal, con aquel público tan variopinto, que lo mismo veías a un ejecutivo de traje, que a un patriarca gitano, que a un rockero con cresta, me quedé loca, me planté delante de él y le dije: ‘Como tú comprenderás, no vuelvo al colegio ni muerta, quiero hacer esto toda la vida’. Y, mira, aquí me tienes”.
Morente padre aún se resistió un tiempo –“me puso como condición aprobarlo todo. Mandó a José Antonio, un amigo suyo matemático, a darme clases, pero lo más que aprendí fue a hacer salmorejo”– hasta que, persuadido a partes iguales por el talento, la cabezonería y ciertas peligrosas rebeldías de la niña, que se tomaba quizá demasiado a rajatabla para su edad la libertad que se respiraba en casa, claudicó y le dio el visto bueno para cantar en los escenarios. Desde entonces, y hasta el día de su muerte, Morente se erigió en el cerebro, el avalista y, también, el escudo protector de la carrera de su hija. Una artista cuya calidad tapó desde el principio todas las bocas que pudieran tacharla de niña de papá. “Era como una aparición”, recuerda alguien que la sigue desde el principio. “Una voz maravillosa envuelta en una presencia arrebatadora. Con 16 años parecía una diva que llevara toda la vida sobre las tablas”. Esa diva niña es hoy esta mujer que, a los 32, dice hallarse en la mayor encrucijada de su vida.
¿Por qué empezó a cantar y por qué sigue cantando? El cante es algo que se lleva tan dentro que no puedes plantearte la idea de dejarlo. Puedes no actuar, no sacar discos, pero el cante nace con uno. Mi padre decía que cantaba porque lo parió su madre mirando a la Torre de la Vela. Y yo canto porque cantaba mi padre, porque cantaba mi abuela Encarna, que era de esas voces que cuentan las historias de la vida sin más misterio que el sentimiento. Si a algo pertenezco es a ese sentimiento flamenco.
Pero el talento no se hereda, ¿o sí? Para nosotros era tan normal cantar y bailar en casa que yo no me planteaba si era buena o mala. Era mi modo de celebrar un bautizo, una comunión, mi forma de comunicarme. Me decían que se les erizaba la piel al oírme. Sentir esa comunión era y sigue siendo mi motivo y mi recompensa.
Desde el principio adoptó una estética clásica. Se casó, con un torero, a los 21 años. Tiene 32 y ya es madre de dos hijos. ¿No cree que siempre ha parecido mayor de lo que es? Sí, siempre he sido una viejecilla, incluso físicamente, ¿verdad? Me da igual. Me casé cuando encontré a mi hombre. Javier es una persona especial, pura, tocada por la luz, uno de los mayores artistas del siglo XXI. Ha sido mi salvación. Ha sido él quien ha alzado la voz para hacerle justicia a alguien que levantó tantas veces la voz ante las injusticias del mundo. Lo más difícil es llevar todo esto a la espalda y no convertirte en un ser terrorífico y vengativo. No quiero quedarme sin ilusión y sin justicia.
Javier Conde, que asiste a la charla sin perder ripio desde un rincón, se ausenta un minuto, pudoroso, cuando escucha a su mujer referirse a él. Lleva todo el día colgado del móvil, atendiendo, dice en un aparte, a los medios que le llaman para recabar su opinión sobre la última incidencia del caso Morente-Moreno. Fue él, en efecto, quien acudió a denunciar en los juzgados al cirujano Enrique Moreno, premio Príncipe de Asturias 1999, y a su equipo. Es Conde quien se ha erigido en el patriarca de la familia acompañando a su suegra, Aurora Carbonell, en el procedimiento que investiga las circunstancias de la muerte del cantaor, y que se halla en fase de instrucción en un juzgado de Madrid. Mientras Moreno no ha hablado en público sino para expresar su respeto al dolor de los deudos, Conde no desaprovecha ningún altavoz para insistir en la versión de la familia. Ni Javier, ni Aurora, ni Estrella aceptan como natural la muerte de Morente. El hecho de que el cantaor ingresara en el hospital en plena forma artística –días antes actuó en el Museo Reina Sofía– y, aparentemente, física, no hace sino reforzar su idea. “Le han robado el abuelo a mis hijos, y eso me perturba, porque lo que Enrique podía enseñarles a mis niños jugando con ellos no se lo va a enseñar nadie”, dice Conde, y de ahí no lo sacas.
Quienes les conocen señalan que todos los Morente –esposa e hijos– están destrozados. Pero quizá sea Estrella, en su calidad de hija mayor, heredera de su legado artístico y –también– sostén económico del clan, la que más presiones soporta. “Ahí donde la ves, tan mujerona, es una niña”, dice un íntimo. “Se desvela llorando. No quiere hacer nada. Canta por su padre, por responsabilidad, por compromiso, y porque por unas cosas y otras lleva años fuera del circuito y siente que debe recuperar su sitio”.
El aire de luto flota un año largo después de la muerte del maestro incluso en lo que se supone que es una fiesta: el concierto de Estrella en Madrid. Hace una noche deliciosa, el Palacio Real luce espléndido de fondo, y no hay ni un asiento libre en la platea. La trastienda del escenario es un ir y venir de gente queriendo besar a Estrella. Han venido los tíos y primos de Madrid con sus mujeres y sus niños. Varias generaciones de los Carbonell, orgullosos gitanos de Cascorro, vestidos de punta en blanco para oír cantar a la prima. Llega su tía La Globo, que tantas veces le toca las palmas, y le regala unos pendientes. También está Curro Conde, hermano de Javier, la persona que le lleva la agenda. Por ahí anda su hermana Soleá, una belleza como ella, algo más moderna y descarada, licenciada en Filología, que empieza su carrera como actriz y cantante. Sus tíos Montoyita y Antonio Carbonell, su primo Monti y su hermano Kiki, que le van a tocar y hacer los coros, afinan y charlan mientras que la niña acaba de vestirse y maquillarse, sola, en alguna parte. De repente aparece Estrella –levita de raya diplomática, malla negra, camisa blanca– y se cortan las conversaciones. Aquí, en ausencia de su padre, ella es la jefa. O debería.
Una jefa que se ha quedado sin director general, y que es a la vez mujer y hermana y sobrina y prima de sus colaboradores en un mundo tradicionalmente masculino. Una jefa que pide permiso, aunque sea retórico, a sus mayores para incluir un tema u otro en el repertorio. Que ve a su hermano y corre a atusarle las greñas para que esté guapo en escena. La hija prodigio que enamoró al mundo bajo el manto protector de su padre y a la que le toca volar sola.
Ese es, quizá, su reto pendiente. La encrucijada de la que habla. Decidir por ella misma. Creérselo. Elegir a su equipo. Tomar efectivamente el mando. “Estrella es grande, pero solo será enorme cuando sea libre”, opina una persona muy cercana, que expresa el sentir de un grupo de amigos y admiradores de los Morente que deploran el hecho de que, últimamente, el apellido figure más en “las páginas de tribunales que en las de cultura”, y se atreven a sugerir a sus deudos que separen el “legítimo” pleito judicial de la “memoria del padre y el presente y el futuro de la hija”. “Estrella tiene varios frentes”, opina uno. “Decidir qué tipo de artista quiere ser: si flamenca o folclórica; la línea es fina, y a veces la roza. Y librarse de ciertas servidumbres que, por queridas que le sean, no la dejan crecer”.
En el Museo del Traje, Estrella acata las indicaciones del maestro Outumuro. “Hay que arriesgar, hay que ser valiente, como mi padre”, dice, animosa, la misma mujer que se declara sin ilusión por nada. Coherente en sus contradicciones. Así es la Estrella que presenta Autorretrato. Un gran disco cuya foto de portada –ella, peinada y maquillada con ese aire entre virgen dolorosa y morena de la copla tan de su gusto, se contempla en el espejo bajo la amorosa mirada de su padre– es toda una declaración de principios: Morente vela por Morente.
Dicen que Estrella se parece cada vez más a su padre, y debe de ser cierto porque la doliente que no ha superado el duelo, la hija mayor que siente que tiene que tirar del carro, la huérfana de padre, padrino y maestro que teme decir tonterías por no empañar su memoria, suelta sentencias como dicen que soltaba el viejo. “Vamos hacia un país sin arte y sin aspirinas”, “Se nos ha olvidado plantar tomates, y así nos va”. “Me importa tener un respeto y un sitio en mi arte, pero el día de mañana. Ahora necesito fuerza e ilusión para continuar”.
Antes se sofocó cuando le pregunté si vuelve a brillar. ¿Cómo está, entonces, Estrella? Las únicas estrellas están en el cielo.
Babelia
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