_
_
_
_
EN PORTADA / Entrevista

Violencia y redención

“En Guatemala se vive un 'apartheid' sin leyes”, afirma Rodrigo Rey Rosa, que publica ' Los sordos'. La novela trata sobre la virulenta realidad de su país.

Javier Rodríguez Marcos
El escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
El escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.Bernardo Pérez

"Me prohíbo saber de la historia más de lo que va surgiendo mientras la escribo. Nunca hago un bosquejo previo, sobre la marcha me doy cuenta de lo que necesita la novela. Supongo que eso me pone en el lugar del lector”. Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) habla de su trabajo sin plan para explicar que su nueva novela, Los sordos (Alfaguara), le llevó por caminos que no tenía previstos. “Pensé que sería la historia de un pistolero antipático, un vaina, y me surgió este chico más bien inocente”, dice refiriéndose al protagonista, un muchacho de campo reciclado en la ciudad como guardaespaldas y que termina investigando la desaparición de su jefa, hija de un banquero al que ella misma considera un tirano.

Sentado en la cafetería de un hotel madrileño, Rey Rosa es a la vez parco, delicado y rotundo, como sus libros, escritos en una prosa sin materia grasa y que rara vez, es el caso, sobrepasan las 200 páginas. El suyo es un estilo sin adornos, pero no frío, en todo caso, “una enorme cámara frigorífica en donde las palabras saltan, vivas, renacidas”, según la descripción de Roberto Bolaño, que siempre señaló a su colega como uno de los grandes narradores de su generación. Títulos como Piedras encantadas, Caballeriza, El material humano o Los sordos han ido pintando poco a poco el mural de contrastes de la Guatemala actual, pero Rey Rosa insiste: ni plan ni tesis. “Hay quien divide a los escritores en dos: los que tratan de explicar algo y los que tratan de explicarse algo. Yo soy de la segunda clase. No sé más que el lector al que estoy hablando. Escarbo mientras escribo”.

Pero ausencia de plan, admite, no significa ausencia de prejuicios. En el origen de su nueva obra, los que despertaba en el escritor la figura de alguien que se gana la vida pegado a una pistola y que lleva en la frente escrito: no pasar. Cuando un personaje de Los sordos habla de la multitud que acude al entierro de un potentado su interlocutor le aconseja que divida entre tres la cifra de asistentes “para descontar guardaespaldas”. Y eso que el finado no era, dice, ni narco ni político. “En Guatemala los guardaespaldas abundan, son una clase entera”, explica Rey Rosa. “Es muy violento encontrarse constantemente con gente armada porque andar con pistolas te hace prepotente aunque no lo seas. Luego te das cuenta de que si uno saluda se rompe esa coraza. En el fondo casi todos son chicos del campo entrenados para estar de mala leche. Por eso me interesó lo que en ese trabajo hay de necesidad: hay demanda y ellos están dispuestos a jugarse el pellejo. En toda Mesoamérica existe esa clase que no es policía ni deja de serlo, que se mueve entre dos aguas: el crimen y el dinero”.

“No trato de explicar algo sino de explicarme algo. No sé más que el lector al que hablo. Escarbo mientras escribo”

Los sordos tiene además algo de geografía narrativa de Guatemala: parte del oriente campesino mestizo (ladino) y pasa por la capital: “La emigración a la ciudad es constante y universal. La alimenta esa ilusión de que allí es donde está el dinero. Mucha gente deja en el campo una vida más o menos vivible por un infierno de pobreza”. La estación final de la novela es el occidente guatemalteco, la zona indígena, en la que conviven mayas de 22 etnias distintas. Lejos de todo adanismo, el escritor recuerda que hay más Guatemalas que las que se dividen entre el mundo rural y el urbano: “También hay un racismo muy enraizado de parte de los campesinos no indígenas hacia los indígenas”.

Alfaguara publicará el año que viene dos volúmenes más con obra de Rodrigo Rey Rosa. Uno incluirá todos sus libros de cuentos (Cárcel de árboles, El cuchillo del mendigo, El agua quieta, Ningún lugar sagrado y Otro zoo) y algunos relatos inéditos. El otro reunirá las novelas que transcurren en Guatemala menos la que se publica ahora (Que me maten si…, El cojo bueno, Piedras encantadas y Caballeriza). Rey Rosa volvió a su país hace una década después de vivir en Nueva York y Tánger. Hijo de una familia burguesa de la capital —sangre italiana por parte de padre—, dice que fue la distancia lo que le llevó a interesarse por mundos en principio ajenos a su origen. De entrada, el mundo maya, que en Los sordos tiene una relevancia decisiva, en sí mismo y como contraste: el que se da entre la medicina tradicional y la científica o entre el derecho occidental y el maya (los dos tienen validez legal “aunque mucha gente no lo sepa y algunos duden de que puedan funcionar dos derechos en un mismo Estado”). Una realidad difícilmente reducible al tópico y en la que, entre otras cosas, los miembros de culturas de esas que llaman ancestrales se comunican por Skype. “Esa parte es puro naturalismo”, aclara Rey Rosa.

“Haber vivido tanto tiempo fuera me permitió vivir todo eso con cierta no diría objetividad, pero sí subjetividad controlada. Me interesaron los otros”, explica. “Si vives siempre en el mismo lugar tiendes a caer en los esquemas heredados. Pero no quiero engañarme, habría que ver cómo se lee eso desde el punto de vista de ellos. Tampoco he hecho nada especial, pero solo el hecho de querer comprender al otro ya es parte de la comprensión. En Guatemala se vive una especie de apartheid sin leyes”. ¿Resentimiento contra su propia clase? Rey Rosa escucha la pregunta y antes de que se cierre la interrogación se ríe y responde sin dudar: “Yo lo tengo, he de decir. Con algunos aspectos, porque no todos somos iguales. Uno no puede abstraerse de su propia clase y al final es una cuestión de empatía y simpatía. La escritura de ficción permite ponerse en la piel de otro y cambiar la percepción que se tiene de él. Sobre todo permite evitar esa idealización que lo convierte en algo casi sagrado. Para bien o para mal”.

El secuestro es recurrente en sus libros. Su madre fue secuestrada en 1981 y él fue el encargado de entregar el rescate

En Los sordos se relata un conato de linchamiento, algo que llevó al novelista a un laberinto de injusticias en el que la vieja autoridad maya fue suplantada durante décadas por tropas paramilitares engrosadas por los propios indígenas pero creadas por el Ejército durante una de las “guerras internas” más larga de América Latina, la que se vivió en Guatemala entre 1960 y 1996. Rodrigo Rey Rosa vivió en el extranjero el corazón de ese conflicto. En 1980, con 22 años y tras estudiar medicina, se marchó a Nueva York. Allí se matriculó en una escuela de artes visuales para conseguir el visado mientras trabajaba como intérprete en el juzgado de lo criminal. Aunque en 2004 terminaría adaptando él mismo al cine una de sus novelas —Lo que soñó Sebastián, publicada 10 años antes—, aquella escuela fue importante sobre todo por un anuncio, el de un taller literario dirigido por Paul Bowles en Marruecos. Rey Rosa mandó un cuento y lo aceptaron. Con el tiempo, Tánger se convertiría en su nueva casa y el autor de El cielo protector, en su amigo y traductor al inglés.

La violencia, no obstante, persiguió al aprendiz de escritor hasta Manhattan. Llevaba meses allí cuando, en junio de 1981, su padre le pidió que volviera. Habían secuestrado a su madre, de 64 años. El secuestro duró seis meses y él fue el encargado de entregar el dinero del rescate siguiendo instrucciones de los secuestradores en “el típico recorrido al estilo de la busca del tesoro por la ciudad de Guatemala”: haga esto, suba a este coche, cámbiese de ropa… Aquel episodio —que puso a su madre en contacto con “reservas inesperadas de fortaleza interior” y la convirtió en una mujer “más dulce”— ha ido apareciendo de tanto en tanto en la obra narrativa de su hijo, ya fuera en el viejo relato ‘La entrega’, en la novela El cojo bueno o, ahora, en Los sordos. “Casi me molesta que vuelva a aparecer”, dice, resignado, el escritor.

Sin pretenderlo, aquel secuestro terminó también marcando el desarrollo de El material humano (Anagrama), publicado en 2009, el apasionante diario de sus pesquisas en los antiguos archivos de la policía y el único libro durante cuya escritura reconoce haber pasado miedo. Tener pretensiones filocomunistas, limpiar botas sin tener licencia, maltratar la bandera patria o propalar ideas exóticas son algunos de los motivos por los que se fichaba en los años cincuenta a los clasificados como delincuentes políticos. Parece, en efecto, una ordenación sacada de un cuento de Borges, el maestro de juventud de Rey Rosa, que ahora anda sumergido en otros archivos, los de los psiquiátricos. “No diría investigando, curioseando”, matiza. “No sé qué voy a hacer con ello”. Tal vez, apunta, un documental sobre un universo entre carcelario y hospitalario en el que se mezclaban los enfermos, los delincuentes y los incomprendidos: “La aplicación de los estudios de Foucault, tal cual”, como en el caso de un indígena de 16 años al que creían sordomudo y demente cuando lo que le pasaba era que no hablaba español. “La mitad de la gente no habla español o solo lo balbucea, pero vive en otra cultura. Además, la mitad de esa mitad es analfabeta”, explica Rey Rosa. “El Estado no garantiza siquiera el derecho a intérprete en un juicio penal. No hay especialistas en 22 dialectos. Es un Estado que no puede administrar su propia justicia. No puede ser que uno no sepa de qué lo están acusando. La marginación de casi la mitad de la población no es funcional en ningún sistema, incluida la democracia”.

“En un país de tanto contraste no hace falta armar mucho el relato. Basta con recordar”

Rey Rosa relató en Cárcel de árboles el caso de un centro psiquiátrico clandestino en medio de la selva. Ahora acaba de enterarse de que lo que él creía inventado fue cruda realidad: “No sé por qué sigo en Guatemala. A veces pienso que es porque hay tanto material… Casos que oyes y que parecen ficción. En estos países de anarquía y de contraste entre gran riqueza y pobreza extrema cabe cualquier relación humana. No hay que armar mucho el relato, sirve con recordar, vale casi con aplicar la escritura automática”. O con mirar la prensa. Los sordos, por ejemplo, recoge una nota de la agencia EFE que sacude al padre de una secuestrada: con 600 asesinatos por año, Guatemala ha superado ya las muertes violentas de mujeres de Ciudad Juárez.

Imagen captada en la prisión de Sololá (Guatemala) en 2006.
Imagen captada en la prisión de Sololá (Guatemala) en 2006.Foto: Marco Baroncini / Corbis

Los horrores del presente se amontonan sobre los del pasado y el miedo es libre. ¿También el miedo a hurgar en las cloacas del poder? En El material humano Rey Rosa habla con frecuencia de la tentación de volver a marcharse del país. Cuando alguien le pregunta si se siente amenazado responde que decir que sí sería exagerar y decir que no, faltar a la verdad. “Así me siento”, dice tres años después de publicar aquel libro. “De todos modos, en Guatemala casi nadie lee. El aparato represor sabe que un libro no hace nada. Tal vez si alguien se siente identificado —un narco, por ejemplo—, pero no como sistema. Yo no me lo tomo como un riesgo personal. Por la actitud general de uno, tal vez sí… Cuando trabajaba en El material humano sí pasé miedo, pero tengo amigos periodistas que se meten más en temas arriesgados. A un novelista nadie lo toma en serio, somos apenas una pequeña molestia”. No obstante, tras un silencio de varios segundos retoma el hilo: “¿Amenazado? A ratos. Nunca estuve en una organización política, pero a mis amigos que estuvieron les dan paranoias que son explicables porque ellos sí han visto que lo que temes pasa”. Al escritor no le inspira demasiada confianza la deriva del Gobierno que salió de las urnas en noviembre pasado, cuando el general retirado Otto Pérez Molina llegó al poder enarbolando la bandera de la seguridad, esa palabra que con tanta facilidad se convierte en eufemismo: “Se está armando una como asamblea constituyente para cambiar leyes que van a permitir más control y represión. Se está criminalizando a los movimientos ecologistas, muchos de ellos indígenas, que protestan contra la minería. Hasta ahora ha habido movimientos populares que no ha podido reprimir porque la ley no lo permite, pero si la ley cambia… Hay un paréntesis que podría cerrarse y expresar críticas podría volverse peligroso”.

¿Y qué puede hacer la literatura? “En mi caso, enterarse”, responde Rey Rosa. “No creo que la literatura tenga grandes efectos, pero sí puede desatar una reflexión. Un trabajo de ficción serio puede ser un instrumento de conocimiento, no sociológico ni etnológico, simplemente humano. El hecho de tratar de explicarse las cosas ya afecta. No soy optimista y no quiero decir que sea algo bueno, pero sí que la actitud de querer entender cambia la percepción de la realidad. Sobre todo desde el punto de vista de los que somos parte del sistema queramos o no, los que estamos bien, los que vivimos… Quien más quien menos, ahí estamos todos y somos una minoría: yo, los lectores de mis libros… a ellos sí que puedo incomodarles un poco. Eso es lo único que puedo hacer. Sugerir cierta autocrítica. En estos ejercicios narrativos míos hay una especie de autocrítica como clase”. Y añade entre risas: “Pertenezco a una clase bastante desagradable. Supongo que lo que marca la diferencia es decir: pertenezco a ella, pero no me siento cómodo”.

“Cuando el 98% de los crímenes queda sin resolver, el género policiaco es imposible”

Aunque El material humano, su libro del miedo, se mueve entre el diario, la crónica y el ensayo, Rodrigo Rey Rosa no pierde la fe en la invención: “La ficción es más insidiosa, entra como un virus sin que te des cuenta. Tiene la ventaja de ir disfrazada de entretenimiento: llega al fondo sin crear una barrera antes de haber hecho su trabajo”. En su caso, el entretenimiento que conlleva toda trama —“y dicen que la trama no engendra arte serio”, apunta irónico— acerca algunos de sus libros al género negro. Eso sí, con todos los matices y dos referentes que se añaden a la conversación: Leonardo Sciascia y Raymond Chandler. “Sciascia, al que empecé a leer tarde, me ha servido de guía de cómo cierta novela policiaca puede ser un instrumento de crítica del poder, de un poder anárquico como el de la mafia. Sin aparente intención, la obra de Chandler es una crítica muy fuerte a la clase adinerada de Los Ángeles de su tiempo, a la que pinta como la más sospechosa y criminal. En Sciascia todo es más consciente, su obra es el reflejo de cómo funciona un sistema de justicia donde nunca se resuelven los crímenes porque antes matan al juez. En Inglaterra o en Estados Unidos se llega al fin; en Sicilia y en Latinoamérica los crímenes no se resuelven en el 98% de los casos. Basta con mirar los periódicos. Eso imposibilita el policiaco y da lugar a un género distinto. Por eso en una novela el final abierto es incluso naturalista”.

Los sordos. Rodrigo Rey Rosa. Alfaguara. Madrid, 2012. 240 páginas. 18 euros (electrónico: 7,99).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_