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UNIVERSOS PARALELOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La favorita y sus esclavas

Diego A. Manrique

Las cifras redondas tienen su poder. En 2012 hemos celebrado 50 años de los Rolling Stones, del estreno de The Beatles en Parlophone, del fichaje de los Beach Boys por Capitol. Todo vale para justificar los reportajes retrospectivos, la gira (o reedición) apoteósica y nuestros “caramba, cómo pasa el tiempo”. Pero esos honores no se aplican así como así. Nada he visto sobre el principal grupo femenino -—¡12 números uno!— del siglo XX.

Las Supremes, claro (en realidad, ellas debutaron en 1960, como las Primettes). Funciona una multitud de Supremes espúrias por el circuito de la nostalgia, pero las originales no se benefician. El último intento de reunirse ocurrió en 2000 y naufragó en lo previsible: el reparto de beneficios. Diana Ross terminó contratando a dos supremas tardías….y pincharon.

El relato de las Supremes contiene demasiados dramas turbios. Encuentros humillantes con racistas, peleas con otras figuras del sello, la muerte prematura de Flo Ballard. Y mucho sexo clandestino, incluyendo la atracción de Diana por hombres casados y poderosos: Smokey Robinson, Eddie Holland y, el premio gordo, Berry Gordy Jr.

El capo de Motown ha pasado a la historia como un visionario. Protagonizó uno de esos cuentos de hadas —del gueto de Detroit a Beverly Hills— que sostienen el tinglado del sueño americano. De boxeador y proxeneta a figura central del showbiz. Se supone que aplicaba las técnicas de Henry Ford —cadenas de montaje, especialización técnica, diversificación de la oferta— a la elaboración y explotación de la música pop.

Con algunas diferencias. Ford quería que sus empleados estuvieran bien pagados, que usaran su poder adquisitivo y se sintieran orgullosos. Gordy prefería exprimirlos. Sus contratos eran feroces: tres puntos de regalías, a partir del 90% del precio de mayorista de cada disco; descontaba impuestos y gastos sin ninguna supervisión. Un millón de ventas podía terminar generando unos ridículos 7.000 dólares por suprema.

Las decisiones estéticas eran incluso más discutibles. Gordy quería que sus artistas desarrollaran una doble carrera: proveedores de éxitos para los jóvenes y entretenedores aptos para los locales nocturnos. Con todo, durante los sesenta, las Supremes fueran consideradas como parte de la música rock. Inevitablemente, se organizaron encuentros con sus mayores competidores en las listas, los Beatles. No hubo química: ellas, tan educadas, no revelaron que habían detectado el aroma a marihuana; ellos decidieron que eran unas pardillas, carne para el Copacabana y similares.

Se equivocaban. Pero Diana, Flo y Mary Wilson funcionaban como marionetas de los delirios de Gordy: grabaron elepés dedicados al country, a los standards de Rodgers-Hart, al pop británico (A bit of Liverpool). Pero qué quieren que les diga. Entre los diferentes sellos de Gordy llegaron a contabilizarse 200 artistas; aunque las Supremes eran las favoritas, muchas decisiones se tomaron en piloto automático. Cuidado con enfrentarse a sus obras completas: su cociente de aciertos es mínimo.

Los modos autocráticos de Gordy hicieron el resto. Desechó las exigencias de sus principales compositores-productores, Holland-Dozier-Holland, que se marcharon de Motown entre el estruendo judicial. Aunque, enfrentado a las crisis, Gordy se sacaba de la manga ocurrencias como el psychedelic soul de Norman Whitfield o, para las Supremes, un eficaz equipo llamado The Clan.

Finalmente, Gordy rompió el juguete: abandonó Detroit por Los Ángeles. Dejó atrás al batallón de instrumentistas que habían definido el Motown sound, los llamados Funk Brothers. Evidentemente, en California había muchos más músicos profesionales y mejores estudios. Pero alteró la fórmula con funestos resultados; le salvó el inesperado florecimiento de dos cantantes a los que había preterido en Detroit, Marvin Gaye y Stevie Wonder.

¿Y al final? Las Supremes quedan como extrañas criaturas: prodigios de sofisticación que escondieron sus conflictos bajo triunfales canciones efervescentes. A esa imagen hedonista parece referirse Masha, en El rey de la comedia, la película de Scorsese. Dice: “Quiero hacer locuras, quiero divertirme. Quiero ser negra, ¡quiero ser una Supreme!”. Pero se trata de una chiflada que acaba de secuestrar —y cubrir de cinta aislante— al presentador de televisión que encarna Jerry Lewis.

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