Imágenes de tiempos remotos
Miquel Barceló viajó a Cachemira, Bután, Mustang, Nepal… “por necesidad y curiosidad”. Salió de la soledad del estudio en busca de territorios extremos. Sus 'Cuadernos del Himalaya' recogen en un libro apuntes escritos y pintados en esa ruta
Miquel Barceló, en verano, no cuelga su mono de trabajo, azul obrero y sin mangas. Mientras la gente en Mallorca se baña en el mar o se funde en sudor, él trabaja en su taller. Hunde sus manos en el fango carnal, lo amasa. Sus cerámicas se cuecen tras la boca negra del horno del tejar de Vilafranca. Luego, en una pausa, come un poco, lo riega con vino negro AN, y acaba sorbiendo una rasca de Felanitx, café con gotas de caña y cazalla.
A Barceló (Felanitx, 1957) le gusta explorar los límites en territorios extremos, como el desierto o el paisaje de Malí. Escribe y pinta contra la muerte de la pintura. Su nuevo libro, Cuadernos del Himalaya, reúne acuarelas coloristas, dibujos negros y espectrales, autorretratos y reflexiones escritas en el “techo del mundo”, adonde viajó en 2009 y 2010. En breve se desplazará a Turquestán para ver pinturas de lapislázuli.
PREGUNTA. En apenas unos meses ha visitado las Galápagos, Egipto, Sudán. ¿Se considera un pintor viajero?
RESPUESTA. La vida del pintor es muy sedentaria, pero no me quejo, me gusta. Cuando viajo, lo hago lejos. Mi existencia transcurre en el taller, 11 meses al año. No viajo para pintar, dibujar o escribir algo en particular, sino para recorrer el mundo. En los países del Himalaya quería ver más que hacer, mirar pinturas. Siempre llevo cuadernos y acuarelas, y allí encontré papeles tibetanos de colores.
P. ¿Y su casa de Malí?
R. Desde 1988 fui a África cada año a pintar. Ahora ya no puedo, por los secuestros y el integrismo. Pasaba meses en mi casa del País Dogón. Ahora mis amigos los dogones sufren los efectos de la transformación poscolonial y la amenaza islámica. Pero retornaré. Lo añoro cada día.
P. Ha pasado del “corazón ardiente del desierto” al “mundo en combustión” de las alturas.
R. Me acerqué tarde al entorno del budismo. En los setenta y ochenta, cuando era joven, no sentía una especial atracción, miraba con distancia a los que iban a India, parecían retornar faves (inanes). Después conocí poetas beatniks, marcados por los tántricos, que editaban en papel con olor a hachís, Nepal Press, en Katmandú. La adormidera era su marca. Sus libros están en la biblioteca de Paul Bowles, que heredé. Ahora hallé colores, situé olores, libros. Siempre hay algo que te mueve, suceden cosas, escribes, lees, pintas, indagas.
P. Los viajes iniciáticos a India fueron tradición en cierta época. ¿Qué lo impulsó a ir a esa región?
R. Comencé a ir a Cachemira, Bután, Mustang, Nepal, por necesidad y curiosidad. Relacionaba el primitivismo budista con los animistas africanos. Con Allen Ginsberg sospechábamos esos parecidos, creí que eran cercanos. Leí textos tibetanos y los filosóficos de Mircea Eliade. Entre los animistas están los dogones de Malí o los moi de la selva de Vietnam, etnias minoritarias como los nómadas. Los quieren liquidar. Las religiones monoteístas los detestan, cristianos y musulmanes quieren repartirse el planeta.
P. ¿Ha podido constatar el avance de las amenazas integristas?
R. Sé de su acoso en América Central, en África y cerca del Himalaya. Los altavoces de las mezquitas de los radicales y los de los evangelistas amenazan sin parar. En la selva de Guatemala, los evangelistas vociferan la Biblia a las tribus con megáfonos. En Malí, un evangelista norteamericano, en un acantilado, anunció a los dogones, con un altavoz, que podrían ir al infierno. Incrédulos, lo dejaron gritar.
P. Parece que ha asumido la labor de levantar acta de mundos en extinción.
R. En Cachemira, allí donde fluyó la cultura mogola que creó un paraíso terrenal, observé un mundo que se acaba, acosado por el islamismo desde Tora Bora, Afganistán y Pakistán. Un oasis olvidado que será liquidado por el avance del talibanismo. Sientes que está a punto de desaparecer, que huele a muerto.
“Escribo de noche, en coche, o en los aviones. No retoco nunca nada, nadie más interviene”
Barceló ve su escritura como un aspecto marginal de su pintura. Parte de su obra, pero se trata de un fruto distinto. El libro, una propuesta de los editores, nace de juntar materiales: guarda más de trescientas libretas de dibujos y comentarios. En Cuadernos del Himalaya, junto a las acuarelas, inspiradas en el viaje y el relato del pintor, se muestran fotos realizadas con el teléfono móvil. “Escribo, dibujo o hago retratos. Se trata de observaciones que van sucediendo con naturalidad. En África cunde más al no estar en ruta permanente. Escribo de noche, en coche o en los aviones. No retoco nunca nada, nadie más interviene”. Barceló escribe en francés, la lengua de sus lecturas junto con el español. Lo hace “por impunidad. Si lo hago en catalán —mi lengua— me creo en la obligación de escribir bien”.
En este viaje se movió acompañado de Ach, un excéntrico personaje que hace de contrapunto del pintor. “Le Monde dudó si era una invención mía, un amigo invisible”, razona el artista. “Parece autista. La descripción que hago de su persona no resulta exagerada ni imaginaria. Pero por eso es un perfecto acompañante, capaz de estar conmigo diez horas mirando pinturas”.
En el libro, el Taj Mahal ocupa un capítulo importante. Le prohibieron pintar. Según la tradición musulmana, el templo de Agra no puede ser representado. Policías con palos le quitaron papel, acuarelas, agua, tubos y pinceles. Barceló tomó furtivamente notas del interior del mausoleo en una libreta que pudo ocultar junto a una pastilla de tinta y un pequeño pincel de marta.
Tras el incidente, Barceló vio el Taj Mahal como una “aberración simétrica, una mezquita cuádruple; repelente como un ministerio en Marbella, casi tan feo como el Escorial de Madrid, pintado de blanco nacarado”. Y dice más: “Escupitajo blanco”, “medusa”, “monstruoso pastel de crema de leche, de panacotta, era una nave (espacial) gigantesca… lista para el despegue”, “esta monstruosidad blanca, este Moby Dick” o “enorme medusa fosforescente”.
No pudo pintarlo in situ, pero después se resarció con creces. En 2011, en el Teatre de Bouffes du Nord, de Peter Brook, en París, plantó en el escenario, de espaldas al público, un cuadro descomunal (4×6 metros) del Taj Mahal. Hoy, con nuevas telas, en su taller de Artà, Barceló pintó de nuevo el edificio a chorro, con muchos litros de lejía.
P. Dice que “la mirada nutre la pintura” y rechaza “la muerte de la pintura”.
R. La muerte de la pintura es el gran tema, es la pintura misma. Me gusta mucho pintar la muerte de la pintura, hablar y pintar. Me atraen los límites y explorarlos, es sugerente indagar en los extremos. Se trata de algo que tiene que ver con el Himalaya, extremo espiritual y físico del mundo, como el acantilado dogón y el desierto. Es la mejor situación, cuando parece que no hay nada que hacer. Pinto, dibujo o hago escultura en mis cerámicas, la pintura está en las esculturas, o al revés, sin categorías.
P. ¿No hay límites?
R. Todo es pintura, lo que hablamos y lo que haré en una hora al regresar al taller. Es mi actitud, todo lo transformo en pintura. En mis trabajos siempre existen vías de relación que se abren y crecen. Todos los elementos con los que actúo son, en el fondo, el mismo: la pintura. Está en mis notas de viaje, en las placas enormes del fango de la catedral de Mallorca o en una gran tela.
P. El arte crece con las rupturas.
R. El primer cubismo, que surge después del boom del posimpresionismo y de la invención de todos los ismos, es uno de los momentos que más me agradan. Entonces, la idea general era que la pintura ya lo había dicho todo, que ya no se podía hacer nada más. En ese punto, cuando parece que no hay salida, surge la manifestación más fuerte en el arte.
P. ¿Sigue situando las pinturas rupestres en la cumbre del arte?
R. Es casi una paradoja, lo más moderno resulta lo más antiguo en la pintura. Ha sucedido muchas veces. No se trata de una intuición, viene de lejos y existen pruebas físicas. Chauvet en Francia es una prueba del caso, me apasionan sus excepcionales pinturas de las grutas. La pintura casi más perfecta que conocemos es la más antigua. Es una ironía y, a la vez, una certeza. Los últimos descubrimientos indican que el pasado y el futuro son casi lo mismo. Cuando regrese a Francia tengo comité científico de Chauvet y una conferencia sobre sus pinturas en la Biblioteca Nacional en París.
P. ¿Fue en busca de pinturas medievales al Himalaya?
R. En sus cuevas existen imágenes jamás divulgadas. Algunas de las que vi era la primera vez que las fotografiaban. Tras ocho horas de caminar, subí a una gruta con unas pinturas fantásticas, me recordaron mucho al Matisse de 1910, en Marruecos, muy humanista, nada hierático, un arte fresco y directo.
P. ¿Para el artista es importante hacer ese tipo de “descubrimientos”?
R. Se ha de ir a ver el arte donde está. La pintura obliga a una relación física directa con el objeto, la materia, que no se observa en los libros ni se encuentra por Internet. Las del Himalaya no se encuentran en los museos ni tienes que pagar para verlas. Ascendí a 4.000 metros (y sufrí el mal de altura) por senderos empinados. Vi trabajos excepcionales de los siglos XII y XIV, en cavernas de Mustang, algunas recientemente descubiertas.
P. ¿Y las pinturas negras del Dalai Lama?
R. En el siglo XIV, el Dalai Lama se recluía en la montaña, tomaba grandes cantidades de hachís y tenía visiones, imaginaba “pinturas negras”, como las de Goya. Los murales tienen un mal rollo terrible, explícito, con rosarios de hígados, tripas, cerebros; carnicerías de gente que es vegetariana estricta. Son infiernos, se enecuentran en Mustang. Son tormentos con dioses, representaciones donde se comen niños crudos, es brutal. Todo tiene su contrario, el reverso. Existe una imagen benéfica contraria a la cruel.
P. Algún dibujo era bastante tétrico.
R. Vi una imagen de una sepia, misteriosa. El pescado es solo un símbolo, no lo conocen. No lo hay en sus ríos gélidos. Era una sepia, una imagen a 5.000 kilómetros del mar. Pregunté a los monjes. Nadie sabía nada. Un lama viejo lo desveló: “No es una sepia, es el corazón arrancado a un niño nacido del incesto”. Está a oscuras y se ve con luces de candelas. Se trataba de otra visión negra. Aparece en el libro. Lo pinté.
A punto de concluir la conversación, Barceló apura la rasca: “Nunca he reflexionado sobre qué es lo de tener estilo. Trabajo sin pensarlo jamás. Sé que lo tengo porque lo veo en los ojos de los otros, pero no he dedicado a ello ni un segundo. Celine decía ‘el estilo es el hombre’, pero suena a publicidad de corbatas. El estilo es el autor. Puedes tenerlo o no”. Tras la charla, retorna al taller, a la soledad donde vence los retos: “Si no lo hiciera estaría de mal humor”.
Con el rey de Mustang
Hemos tenido el honor de visitar a Su Majestad el rey de Mustang. Su palacio es un poco más grande que las casas de Lo Manthang, pero el ganado ocupa la planta baja y hace de calefacción, como en todas partes. Su Majestad nos recibe en una sala en la que destacan una televisión, decenas de fotos de familia e imágenes del Tíbet y del Dalai Lama, como en casa de cualquier buen budista. Parece la sala restaurante de uno de los albergues de Mustang. Al principio éramos cinco o seis en aquella recepción, el rey bendijo unos fulares de seda blanca, como los que se atan alrededor de las manos de los budas, que nos colocaron en torno al cuello; luego nos sirvieron té. Cinco minutos después fuimos invitados a hablar con el rey, si queríamos, pero como él no habla inglés había que comunicarse a través de una joven traductora. Reconocí a la encargada del locutorio, donde también cargo mi iPad.
Ach suelta una larga parrafada en inglés —“Your Majesty…”—, y cuenta que llegó a Nepal en 1962 (ayer decía que en 1965), pero que ya conocía Mustang por los libros de Tucci, etcétera, que había visitado los gompas (los nombró uno por uno), que trabajaba en los servicios culturales de la Embajada de Francia, etcétera. Yo veía la expresión horrorizada de la joven traductora: los ojos de los nepaleses pueden volverse muy redondos. Para terminar, Ach me presenta como un pintor de fama universal y yo aprovecho para soltar saludos de parte del rey de España. De un rey a otro, es lo que toca, me dije. La traductora pronuncia dos frases en las que oigo “Francia” y “España”… y el rey abre los ojos y me dice, muy contento: “Champions of the world! Football! The Netherlands deserved a red card in the first half!”. O
Extracto de Cuadernos del Himalaya / Quaderns de L'Himalaia. Miquel Barceló. Traducción de Nicole d’Amonville. Galaxia Gutenberg. 200 páginas. 28 euros. Sale a la venta el 17 de septiembre.
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