Auténticos viajeros
Decía Baudelaire que los auténticos viajeros son aquellos que parten por partir. El resto emprende el camino sin la curiosidad imprescindible para no pasar el trayecto con una idea fija en mente: volver a casa. Por eso se cuestiona el viaje de Max Ernst a Angkor, la ciudad bella y sepultada entre la vegetación. Había llegado hasta allí después de acompañar a Gala, entonces mujer de Éluard, a Vietnam. Gala y Ernst seguían los pasos del despechado marido, el gran poeta, quien a mitad de los años veinte, harto del trío, había decidido dejar la capital francesa en busca del olvido. Pero no fue el suyo un viaje radical: al fin y al cabo, lo comentaba en 1926 Léon Werth en Conchinchine, Saigón se parecía entonces a las ciudades de provincias francesas, incluso con el sonido de un piano resonando en la calle, durante el paseo.
La aventura de los tres acababa como una novela mal escrita: los señores Éluard regresaban juntos a París y Ernst se quedaba con el mapa y el tiempo por delante sumergido en la leyenda de Angkor que, años más tarde, reviviría en obras como La ciudad petrificada. Pese a todo, hay algo sospechoso en las extraordinarias ciudades de Ernst: se parecen demasiado a las vistas que reproducían las postales que circulaban en la época, imagen que el viajero tenía del lugar nada más llegar. Es el mundo como eterna reproducción, los cuadros de Ernst como postales, despertando cada vez una duda dolorosa: ¿de verdad llegó allí o se limitó a transcribir las reproducciones de los libros en las librerías parisinas?
Esa, entre otras muchas, es la diferencia que distingue al viajero del turista: el primero tiene como meta llegar al lugar de sus aspiraciones; el segundo se aferra a la idea del regreso a casa —volver para contarlo— de forma que ve a medias, sin llegar a ver. Así son siempre los turistas que, inesperadamente, en los últimos tiempos han decidido llegar hasta el Everest, llenar la montaña majestuosa de una hilera infinita de colores que desde lejos parecen una cinta incongruente surcando el paraje mítico. La cámara acerca y se descubre una especie de absurda aglomeración de personas que, con aspecto de alpinistas avezados, rompen con la regla de oro de la montaña —nunca detenerse en el ascenso y nunca por mucho tiempo. Es una forma de salvaguardar la vida y los grandes escaladores lo saben. Saben cómo al peligro hay que acercarse preparado porque lo extraordinario del peligro no es vivirlo, sino salir ileso. También aquí radica la diferencia entre turistas y viajeros.
En sus aventuras por el Himalaya Barceló no tiene nada de turista, así que el mundo que pinta no es una postal. Desde hace años, sus largas estancias en África le han permitido mirar a las cosas de frente. Mirar a las cosas, sobre todo, desde esos ojos exigentes —ningún paisaje se puede comparar a los africanos. Luego, en el Himalaya, empieza a encontrar el sentido a las cosas que anda buscando y, como si de un antiguo viajero se tratara, escribe un diario que complementa con aquello que Barceló hace como pocos: dibujos rápidos, apuntes. En ellos va describiendo paisajes, templos, animales, impresiones, la montaña majestuosa… Aparecen colores inesperados, alejados de África, magentas y turquesas, que tienen un regusto local y muestran aquello sutil y raro que atrapa al viajero que parte por partir, el que se deja seducir por el paisaje porque lleva en los ojos y la mente el paisaje mismo y deja fuera de su realidad la vuelta a casa. Aunque, claro, para emprender ese viaje hay que ser capaz de mirar con unos ojos siempre abiertos, sin referencias ni párpados. Así son los ojos del Barceló viajero.
Babelia
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