Razón: portería
Muchos aceptaríamos ignorar el porqué de la vida si se nos revelara, a cambio, un claro y nítido para qué
Uno quisiera simplemente vivir y envejecer, pero al final termina buscando razones a su existencia. ¿Dónde hallarlas? Cada uno de nosotros, los que todavía seguimos alentando sobre la tierra, nos parecemos a esos que salen a la calle a fatigar la ciudad en busca ansiosa de una nueva vivienda en la que, en ese momento, cifran sus esperanzas de bienestar. En el barrio elegido, van escrutando portales y ventanas y se paran ante el letrero que anuncia, con caracteres anaranjados, que hay un piso vacante. “Se vende” o “Se alquila” pregona el letrero y a seguidas: “Razón: portería”. Quien “da razón” del piso es, pues, el portero: él conoce sus datos fundamentales, como metros cuadrados, número de dormitorios y baños, orientación y precio, y si éste es o no negociable. Y, además, suele custodiar un juego de llaves para enseñarlo. ¿Quién por ventura custodia la llave de la vida? Esa que, al entrarla en la cerradura y girarla, abriría la puerta que esconde el enigma del incomprensible destino humano. Muchos aceptaríamos de grado ignorar el porqué de la vida —por qué es como es y no mejor— si se nos revelara, a cambio, un claro y nítido para qué. Me pregunto qué nos sucedería si en una de esas pesquisas callejeras tropezáramos con un cartel que, corrigiendo el primero, rezara así: “Se vive, se envejece, se ama, se desea, se sufre, se muere. Razón: portería”. ¿Quién no correría anhelante al chiscón del portero? Sería conveniente entonces saber quién puede dar razón, no ya de un piso, sino de la vida humana misma. La misión de la filosofía, según el Sócrates platónico, es logon didonai, “dar razón” de cuanto hay en el mundo. En consecuencia, la filosofía es actividad de porteros (confío no se me ofendan éstos), con la diferencia a favor de los porteros de que ellos, al día de hoy, desempeñan su oficio sin grandes quejas mientras que los filósofos, de un tiempo a esta parte, decepcionamos a la ciudadanía porque apenas somos capaces de dar razón de nada de modo veraz, interesante y significativo y, a la hora de abrir la puerta de acceso a la verdad, se diría que, por desgracia, hemos extraviado el manojo de llaves.
Karl Jaspers designó con la expresión “tiempo-eje” las transformaciones espirituales que se produjeron en la cultura universal a partir del año 800 antes de Cristo, cuando, en un estrecho margen de tiempo, coincidieron filósofos presocráticos, profetas bíblicos, Zaratustra, Buda y Confucio. Sin duda, entonces ocurrió algo trascendental —que Jaspers define como la intuición de “la unidad y totalidad del ser”— pero, a mi entender, el hiato abierto entre los siglos XVIII-XIX de nuestra era, con el advenimiento de Ilustración y Romanticismo, constituye un “tiempo-eje” aún más profundo, porque el primero tuvo lugar en el seno de la cosmovisión antigua mientras que el segundo supone la definitiva desaparición del cosmos como imagen del mundo. Ese súbito desvanecimiento de la cosmovisión tradicional se produce a impulsos del rampante individuo autoconsciente, ese yo moderno que representa la última etapa de la evolución de la vida y su manifestación óptima. En la vasta época premoderna existió la idea de humanidad o del hombre genérico pero no la de un individuo elevado a la categoría de totalidad suficiente y autónoma, segregada y aun hostil a la realidad restante. Se aprecia una diferencia entre lo que dice, de un lado, Aristóteles: “No es bueno que cada ciudadano se considere a sí mismo como cosa propia: todos deben pensar que pertenecen a la ciudad porque cada uno forma parte de la ciudad”, y lo que, de otro, escribió Kleist, el poeta romántico alemán: “Para ser hombre verdadero hay que estar lejos de los hombres”. El problema moderno se resume, en efecto, en cómo ser hombre verdadero. Si se nos ofreciera un filtro cuya administración nos garantizara una felicidad perpetua con independencia de nuestros logros y decisiones individuales, la mayoría de nosotros no lo tomaría, porque percibiría ese estado placentero como una forma odiosa de despersonalización. Lo cual demuestra que, para nosotros, los modernos, lo primero es ser individual y todo lo demás, ¡todo!, adquiere valor sólo en tanto que lo somos.
La perplejidad de la filosofía contemporánea dimana del hecho de que el utillaje conceptual todavía hoy en uso se forjó en la época cósmica de la cultura y no sirve para iluminar la experiencia del yo moderno. La tarea actual de la filosofía consiste en reinterpretar esas categorías desde la perspectiva del destino individual del hombre, cuyo entorno ya no es el cosmos acogedor y nutricio de la tradición secular sino un mundo estructuralmente injusto con el afligido yo. Por su parte, antes de proceder a dicha reinterpretación, este mismo sujeto moderno ha de cumplir con lo suyo y decidirse de una vez a someterse a una dieta severa de adelgazamiento para desprenderse de la grasa sobrante adherida a una noción absoluta del individuo (como la de la cita de Kleist), de cariz sociópata y a la postre inviable, y adoptar a cambio otra relativista y contingente encarnada por el ciudadano democrático que desea la concordia y asume positivamente y como parte de su identidad personal los límites a la subjetividad inherentes a la convivencia.
En suma, una apropiación de la tradición filosófica en perspectiva individual, previo aligeramiento por parte del yo de ese exceso de énfasis heredado del Romanticismo, conforma mi particular logon didonai, algo que en entregas anteriores de Todo a mil, en el transcurso de las estaciones de primavera y verano, he tratado de ensayar al presentar mi visión adelgazada del sentido de la vida, el yo (único y repetible), la mortalidad, la felicidad, la belleza, el amor, la ética de la vida privada o la verdad del relativismo.
Me falta una poética. Pero, ahora, si me disculpáis, os dejo porque se me hace tarde y tengo que repartir el correo en los buzones.
Babelia
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