Woodstock desborda el Danubio
El festival húngaro de Sziget es el más concurrido de Europa Cuenta con más de 400.000 asistentes, 350 conciertos y una semana de buena música
Muy poca ropa, cervezas que amenazan los límites del sistema métrico decimal, buena compañía o disposición para procurársela. Y mucha, mucha música; alguna, francamente buena. Los ingredientes básicos de todo festival veraniego que se precie también gozan de vigencia en el Sziget de Budapest (Hungría), que celebra este año su 20ª edición. Algunos le dicen el Woodstock del Danubio, pero supera con creces al referente: una semana de festín, 11 escenarios, 350 conciertos, 398.000 asistentes en 2011 (y quizás alguno más este año), 69.000 tiendas de campaña diseminadas por la isla Óbudai. Bienvenidos al festival más gigantesco de Europa, donde todo acontece a lo grande: incluso los bocatas pantagruélicos o ese quiosco que ofrece cócteles de 12 litros, suponemos que para compartir.
Sziget significa “isla” en el idioma magiar y este islote al norte de la capital húngara se convierte durante siete días en un parque temático del buenrrollismo. Simbolizan bien este espíritu Pimp y Farouk, dos colegas de Ámsterdam que se tumban frente al escenario de Músicas del Mundo mientras el segundo le pintarrajea al primero en la espalda la frase “Otra canción más, por favor”. “Vinimos el año pasado y repetiremos mientras haya dinero”, resumen casi al unísono. “Hemos hecho amigos de 13 o 14 nacionalidades y rara es la mañana que no organizamos partidillos de fútbol de holandeses contra italianos”.
No les resultará difícil completar un 11 inicial. La holandesa es la representación foránea más numerosa, con unos 120.000 asistentes, mientras italianos y franceses aportan en cada caso unos 50.000 efectivos. La presencia local es moderada (muchos jóvenes magiares no pueden permitirse una entrada diaria de 45 euros) y la española, ínfima: apenas medio millar. La crisis no invita al dispendio en la otra punta del continente. “Hace cinco años, con la eclosión de Ojos de Brujo, rondábamos los 3.000 españoles, pero las cifras actuales son más discretas”, admite un miembro de la organización.
Con todo, las bulliciosas soflamas de Che Sudaka terminan cosechando una buena acogida en el Világzenei Party (Fiesta Global). Leo, su cantante, clama por la supresión de las fronteras en un inglés muy español (es decir, calamitoso), pero aquí todo el mundo hace por entenderse.
En Budapest se vive deprisa, pero con una sonrisa en los labios. Lo hacen los conductores mientras trazan curvas suicidas, los vigilantes mientras comprueban las pulseritas de acceso y los tenderos que explican una y otra vez que en el Sziget no sirve de nada el dinero en metálico: se paga con unas tarjetas recargables. Ah, también hay cosas gratuitas, como los balancines gigantes con los que los amigotes juegan a desbancarse, los (muy sexis) talleres de pintura corporal o las demostraciones de masajes thai, muy prometedoras hasta que las orientales caminan sobre sus indefensas víctimas.
Y luego hay un montón de música sustanciosa. Los Killers del muy estiloso Brandon Flowers clausurarán esta noche un escenario principal por el que han desfilado, entre otros, The Stone Roses, Korn, The Vaccines, Noah & The Whale, Two Door Cinema Club, The Roots, Hurts o Glasvegas. El sonido es espléndido, los móviles no se quedan gagás y los rigores estivales no se combaten a manguerazo limpio, sino con tiras de aspersores que sobrevuelan la explanada. El Sziget, como bien nos ilustran unas húngaras guapas, tiene “una atmósfera liberadora”. Hay menos asistentes con disfraces demenciales que en las grandes citas británicas (Glastonbury, isla de Wight), pero muchísima predisposición al amor fraternal (también al otro). Aquí descubrimos, por fin, que los bolsillos laterales de los pantalones sirven para guardar las chancletas y caminar descalzos, una sensación regocijante desde la era de las cavernas. Aquí podemos guardar largas colas para un paseo romántico en la noria, pero también someternos a un salto al vacío desde 50 metros de altura. Por el módico precio de 35 euros —que no incluye seguro de vida—, los más valientes se lanzan amarrados por los tobillos y la cintura desde lo alto de una grúa. Lo hacen “bajo su responsabilidad”, según el cartel a la entrada, y no queda claro si los gestos de satisfacción a la salida obedecen a lo edificante de la experiencia o a la felicidad por haber sobrevivido.
Hay gente para todo y da la sensación de que los organizadores trabajan bajo ese precepto. Podemos escuchar música folclórica o electrónica, lounge, blues o bisoñas promesas locales que se desgañitan ante amigos. Existen más de 40 modelos de camisetas oficiales, algunas protagonizadas por el dichoso cubo de Rubik, el más ilustre personaje húngaro de las tres últimas décadas.
Una vez saciadas todas las inquietudes melómanas, sociológicas, afectivas y etílicas, los visitantes pueden expresar sus íntimas sensaciones en una pizarra que invita a completar la frase “Antes de morir, quiero...”. Hay propuestas ocurrentes: “liberar a Willy”, “dormir mucho”, “ser gay”, “ver un concierto de Bob Marley”. Y una, recuadrada con gruesos trazos, esclarecedora: “Yo no voy a morir”. Buen resumen para una semana de euforia festivalera.
Babelia
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