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¿Lo más destacado? Lo ordinario

Recuperación, reciclaje y civismo, prioridades en la arquitectura y el diseño del curso que termina Los grandes premios apuestan por el sentido común

Anatxu Zabalbeascoa
La bicicleta Orbea Grow, ideada por Álex Fernández Camps.
La bicicleta Orbea Grow, ideada por Álex Fernández Camps.

Las bicicletas son para los veranos. En plural, para muchos veranos. El último premio Delta a los mejores diseños industriales realizados en España no entra por los ojos, se apoya en la razón y se cuela por la puerta, cada vez más abierta, del sentido común. Los edificios y los diseños más valorados del último curso apelan al civismo y al largo plazo, por eso la bicicleta Orbea Grow, ideada por Álex Fernández Camps, se hizo con el último Delta de Oro. Su diseño no solo permite subir el manillar y el sillín para alargar la vida de la bici. También está pensado para que el cuadro central se alargue —en tres posiciones más— permitiendo que un niño utilice la bicicleta durante muchos más años. Fabricar objetos adaptables, invertir en nuevas ideas y reforzar los productos es más sostenible para los bolsillos y el planeta, pero además, es una escuela. Conservándolas durante años, los usuarios de esas bicicletas aprenderán también que hay que cuidar las cosas si queremos que duren.

Reparar y reciclar son también atributos del estudio chino compuesto por Wang Shu y Lu Wengyu galardonado con el último premio Pritzker por, entre otras cosas, retomar la tradición de recuperar los materiales de descarte de otras obras, o los destrozos procedentes de tsunamis y terremotos, para levantar nuevos edificios. Esa práctica tan cabal era habitual en China, pero prácticamente se ha perdido en las dos últimas décadas de despilfarro. Por eso el reconocimiento a Wang Shu y su Museo Histórico de Ningbo ha marcado de nuevo un camino que hoy parece mentira que se hubiera olvidado: la recuperación de cualquier desastre comienza recogiendo las piezas rotas.

En esa misma línea han hablado los recientes premios FAD de arquitectura, concedidos al conjunto de intervenciones que han servido para recuperar para los ciudadanos el edificio del antiguo Matadero de Legazpi, en Madrid. Los galardones han aplaudido también la recuperación de las márgenes del río Manzanares con el proyecto Madrid Río, una intervención faraónica que nadie —de ninguna ideología o grupo político— tacharía de despilfarro. Y es que recuperar el patrimonio, sin momificarlo y reinventarlo, incluso con pocos medios —como es el caso de Matadero—, ofrece además un nuevo mensaje. No solo es conveniente cuestionar la piqueta porque no conviene aniquilar edificios y con ellos la memoria de un lugar. Las nuevas intervenciones también se cuestionan cuál es la arquitectura más flexible e invitan a pensar que la famosa flexibilidad de los inmuebles multiuso podría ser, en realidad, poco más que falta de identidad. Así, edificios como el Museo de Wang Shu y Lu Wenyu, e intervenciones como la colectiva realizada en el Matadero de Madrid apuntan la idea de que una identidad marcada puede, lejos de molestar, ayudar y colaborar a asentar un nuevo uso en los buenos edificios. Eso es una buena noticia para las ciudades y para las pequeñas historias de muchos barrios. No habrá más excusas. No es necesario que el inmueble sea anodino y que la flexibilidad borre la identidad para que los edificios acojan varios usos. Al contrario, de la misma manera que una persona no debe alterar su rostro para cambiar de trabajo, tampoco un nuevo edificio debe perder su identidad para ganar una nueva vida.

Con empresas que se reinventan, arquitectos que en lugar de solo cuestionarlos también aprenden de quienes llegaron antes que ellos y diseños que buscan lo extraordinario en lo ordinario, este curso azotado por la crisis se cierra con algo de esperanza y un sobresaliente en civismo.

Se cuestiona el derribo de casas, porque aniquila la memoria del lugar

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