En los zapatos de Marilyn Monroe
EL PAÍS SEMANAL pasea por el Museo Ferragamo donde se recupera la dualidad entre la persona y el personaje a través del armario de la actriz
El capitalismo a veces puede ser tan tiránico que cuando entrega a alguien al mundo, lo hace sin factura. Tal es su poder destructor que en agosto de 1962 fue capaz de reducir el mito de la Venus rubia a muñeca de trapo tras solo 36 años de mediación. Los versos que el cineasta Pier Paolo Pasolini escribió al conocer la muerte de Marilyn Monroe cuelgan de una de las salas del Museo Ferragamo de Florencia. El palacio del maestro del calzado, que vistió los pies de la actriz sus últimos años, homenajea a la diva en el 50º aniversario de su muerte con una exposición que, a través de los zapatos, ancla a Marilyn a la tierra en su forma de Norma Jean para, al mismo tiempo, dejarla flotar entre el glamour de sus vestidos y películas, y la unión entre el arte y las fotografías que medio siglo después siguen parapetadas en la retina universal.
“Cuando se piensa en ella, la primera imagen que aparece es la de una diosa griega”, dice Stefania Ricci, comisaria de la exposición Marilyn y directora del Museo Salvatore Ferragamo desde 1995. “Necesitábamos un nexo entre la moda y el mito, repasar las diferentes etapas de su vida y al mismo tiempo relacionarlo con el arte”, explica. El primero en encontrar esta conexión fue el fotógrafo húngaro-francés André de Dienes en 1945. Sus anotaciones nerviosas antes de una sesión con la actriz inspiran una muestra que desgrana un modelo de belleza que, como escribió Truman Capote, “a veces podía ser etéreo y otras la camarera de un café cualquiera”.
De Dienes, autor de las primeras imágenes de la actriz cuando era una adolescente y su melena se enredaba por el viento del mar, tuvo la idea de unir en Marilyn categorías que el arte de unos años convulsos de capitalismo y guerra había recuperado tras un tiempo de abismo. Aquella mañana, Marilyn Monroe no estaba de humor y su proyecto de convertirla en la figura renacentista de la Leda de Leroux quedó reducido a un atisbo publicitario, con cierto aire clásico por la inclinación de la cadera de ambos mitos.
Tiempo después, por tributo o mero ejercicio del inconsciente, Marilyn se convirtió en la Venus de Botticelli en una imagen de George Barris de 1962. Ataviada solo con un grueso jersey de punto, se anuda la prenda en una pose que el Museo Ferragamo superpone en un vídeo. La imagen materializa el prototipo de feminidad que Marilyn se construyó molecularmente y que manejó a su antojo pese a la tristeza, el cansancio y la desazón que expresaba en sus diarios y poemas. Porque su cuerpo fue su éxito, pero también su trampa.
La actriz se encuentra con los clásicos cara a cara en una muestra que enfrenta a la mujer que fotografió Bert Stern entre sábanas con la ninfa dormida de Antonio Canova, la que se insinúa en la película Something’s got to give con reproducciones de la Venus de Milo, la que ríe hasta la mueca o se descompone en intensidad tras el objetivo de Cecil Beaton, a imagen de las esculturas de Miguel Ángel o las pinturas de Jean-Baptista Greuze. Estas leyendas de formas voluminosas envolvieron un estilo incapaz de perpetuarse, pese al empeño de la reencarnación.
Marilyn es ese cruce de carreteras, una con destino al Olimpo, la otra hacia un lugar cualquiera. La primera acaba en el purgatorio creado en el museo: un espacio blanco, con una cama deshecha y ella en una imagen de purpurina y perlas de Bert Stern. Pero antes del impacto, la bifurcación toma un atajo y Ferragamo cotidianiza el mito con sacudidas de realidad en zapatos de seda y piel desgastada.
Clienta y maestro nunca llegaron a conocerse. Ella encargaba a Ava Gardner y a la esposa de Milton Green grandes pedidos –“a veces, de más de 25 zapatos”, recuerda Ricci–. Ferragamo llegó a sus pies cuando se trasladó a Nueva York y dejó de llevar dentro y fuera de escena el vestuario de Hollywood. Agarrada del brazo de Arthur Miller, siguió construyendo ese caminar coqueto y sexy, pero con un estilo más depurado. Cambió las plumas por los colores neutros, los pantalones capri y los jerséis. Y aunque se empeñó en disimular una talla corta con unos salones clásicos de 15 centímetros, bajó a la acera del Actor’s Studio de Nueva York con unas bailarinas del diseñador.
Todos estos zapatos fueron adquiridos por el Museo Ferragamo en la subasta de objetos de Marilyn Monroe de Christie’s en 1999. En urnas, como piezas de arte, se rodean de más vestidos de fiesta en torno a una gran pantalla de cine que dispara las mejores escenas de la filmografía de la actriz.
“En la actualidad es complicado encontrar un prototipo de mujer en el arte y la moda que se parezca a Marilyn”, confiesa Stefania Ricci. “El cuadro de Andy Warhol puede que sea el símbolo de la interpretación de Marilyn en el arte contemporáneo”. La pintura de 1978 que multiplica a la actriz por cuatro se reta con un retrato de Jackie Kennedy también del artista pop con una banda sonora irónica hasta el paroxismo: la repetición en bucle de Happy birthday mister president. Alrededor, una selección en blanco y negro de algunos de los 50 vestidos que el museo ha conseguido de coleccionistas privados. El negativo resultante sobrecoge como una Cleopatra desgarrada, una pieza de María Callas o un poema de Sylvia Plath.
“Me he dado cuenta de que después de luchar para ser actriz tengo que empezar a hacer el mismo esfuerzo para ser yo misma y ser capaz de usar mi talento”, escribió Monroe. El final de este recorrido brilla para pasar el trago. Suena a espectáculo de revista. Huele a perfume en tarro pequeño. Se encierra entre capas de maquillaje para que el recuerdo de una época ufana e implacable no diluya la esperanza.
Babelia
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