Pero, ¿quién va al cine?
La primera vez que escuché aquello tan complejo, susurrado con tono entre pragmático y trágico de "Todo debe cambiar para que todo siga igual" me impresionó. Fue antes de leer la novela de Lampedusa, en la memorable adaptación al cine que hizo Visconti (director que tantas veces me ha resultado insoportable), identificándola con la grandiosa tristeza de ese Burt Lancaster que recorriendo su palacio en medio de un baile va despidiéndose mentalmente de tantas cosas que amó. Pero después de oír repetida hasta el hartazgo esta filosófica y premonitoria sentencia en las bocas y en la escritura de personajes convencionales o indeseables para certificar todo tipo de tonterías, he llegado a odiarla. Me suena a tópico, a frase hecha, a gañán tirándose el rollo culturalista. Pero íntimamente me resulta obsesionante la seguridad de que muchas cosas están cambiando para mal y de que ya nada será igual.
Constato en el nuevo diseño de alguna revista semanal dedicada a las posibilidades de ocio en Madrid que no solo ha desaparecido el listado de restaurantes de toda la vida (solo aparecen los fashion, pero esa omisión no me preocupa, comer bien siempre estará de moda, no necesita reseñas ni publicidad en las páginas dedicadas a las tendencias), sino que en la cada vez más escuálida cartelera de cine (todos los meses entierran alguno de los antiguos templos) ha desaparecido el listado de las películas que exhiben. Es absurdo, aunque eso no evita el escalofrío. Pero también existen satisfacciones en esos templos que se llevará el viento. Disponiendo de tarjetas que me permiten el acceso gratuito a muchas salas de cine y no preocupándome imperdonablemente por conocer el precio de las entradas, hace tiempo que me sorprendió ir al cine determinado día de la semana y comprobar que tenía abundante compañía, algo insólito en esas islas progresivamente desoladas. Y me planteaba las gozosas razones de que ese día hubiéramos coincidido tanta gente en nuestro deseo de ir al cine. En mi caso, por obligación, ya que la mayoría de las veces lo que me mostraba la pantalla no guardaba el menor parentesco con el paraíso. También constaté que a pesar de mi provecta edad, debía de ser el más joven de la sala. Pero me llevó tiempo, debido a mi simpleza, descubrir el enigma de los cines llenos. Infaliblemente, ese día era martes. Y la entrada solo costaba un euro para aquellos que demostraran haber cumplido sesenta años. Tampoco puede ser casual que se hagan numerosas películas sobre ancianos que no se resignan a esperar con terror o con amargura, en residencias o en soledad, la llegada de la muerte. Que aún poseen hambre de vida, de compañía, de placer. Incluso de sexo. Son películas convenientemente amables, humorísticas, tiernas, interpretadas por gente con justificado pedigrí, utilizando la identificación emocional a gusto del potencial cliente. Normal.
¿Y qué oferta consume el público que podría salvar las salas de cine, la gente entre 15 y 25 años? Pues eso, lo que les gusta, crepúsculos vampíricos, niños magos, fugas (o ausencias) de cerebros, tengo ganas de no sé qué. En fin, los gustos son sagrados. ¿Y los adultos? Sospecho que exclusivamente películas infantiles, obedeciendo el bendito ritual de llevar a los niños al cine. Temblando estoy de que algunos críos que amo me pidan que veamos Ice age 4. Pero qué gozo cuando esas películas de dibujos animados llevan la firma de Pixar.
Babelia
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