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Ana Frank podría estar escondida en tu desván

Shalom Auslander carga de nuevo contra la corrección política en 'Esperanza: una tragedia' Autor de la irreverente 'Lamentaciones de un prepucio', su personaje ahora es Ana Frank

Si naces en el seno de una familia judía ortodoxa y te bautizan Shalom (“paz”, en hebreo) se supone que tu vida debe obedecer al plan divino preestablecido. Sin embargo, Shalom Auslander (Monsey, Nueva York, 1970) se desasió de él a las bravas. Su primer libro traducido en España, Lamentaciones de un prepucio (Blackie Books), ahondaba en esa educación bajo el yugo de un dios castigador. Con la excusa de ser padre primerizo, y decidir si circuncidaba a su hijo o no, Auslander rememoraba su existencia de “ternero díscolo”, sumida en una espiral de pecado, como él mismo dice, “con premeditación y alevosía”. “Era capaz de rendirme, en una misma noche, a los encantos de la prostitución y una cheeseburger no kosher”.

Aquel libro autobiográfico se convirtió en una pequeña sensación boca-oreja que en España alcanzó los 15.000 ejemplares vendidos. Ahora, Blackie Books distribuye también su primera novela de ficción, Esperanza: una tragedia, donde resucita a Ana Frank y la convierte en una arisca anciana de 83 años que ha pasado toda su vida escondida en desvanes. Con ella, Auslander ha alcanzado cierto estatus de estrellita minoritaria de las letras. “La popularidad es opresiva. Por eso me he rendido al acoso mediático. No te extrañe ver pronto alguna foto mía tomada por paparazzi con alguna rubia espectacular haciéndome una mamada”, bromea al teléfono.

En realidad, su provocadora existencia se restringe a la tranquilidad del pueblo de Woodstock, adonde huyó desde Nueva York con su mujer y sus dos hijos pequeños, y lo más salvaje que le puede ocurrir es dar una lectura en público y que se le levante un oyente o dos. “O ni siquiera eso, lo mayoría de la gente que te odia no se toma la molestia de acudir a expresarlo en tus apariciones públicas. Es la ventaja de habitar un mundo lleno de cobardes”, desafía. “Lo que suelen pensar cuando oyen hablar de mi libro es ‘oh, ya está este atacando otra vez el judaísmo’, o ‘se está tomando a pitorreo el Holocausto’. Pero si lo leyeran, descubrirían que no va de eso en absoluto. Trata de los horrores que nos lega la Historia y de los peligros que trae la esperanza, que están en todas partes”.

Lo que suelen pensar cuando oyen hablar de mi libro es ‘oh, ya está este atacando otra vez el judaísmo’, o ‘se está tomando a pitorreo el Holocausto

En uno de los muchos momentos de esta narración que hacen saltar las alarmas de la corrección política, el Profesor Jove, terapeuta y guía espiritual, dice al protagonista, Solomon Kugel: “Hitler fue el optimista más impenitente de los últimos cien años. Y eso fue lo que lo convirtió en el mayor monstruo del siglo XX. (…) Se lo digo con absoluta certeza: cada mañana, Adolf Hitler se levantaba, se preparaba una taza de café y se preguntaba qué podía hacer para convertir el mundo en un lugar mejor”.

Vayamos al principio. El protagonista de Esperanza: una tragedia es un álter ego del propio autor (él no lo niega, aunque aclara que todos los personajes están “contaminados” de sí mismo) que se traslada junto con su familia de la gran ciudad a un viejo caserón en el campo. Un ruido le lleva una noche al desván, donde se topa con la mismísima Ana Frank, una octogenaria que lucha contra el tiempo en reclusión permanente para escribir su segundo libro, con la presión que supone haber vendido 32 millones de ejemplares de sus diarios de niña y estar oficialmente muerta. “Cuando le comenté a mi mujer la idea, se rió y me respondió: ‘Estás mal de la olla’. Supe entonces que estaba en el buen camino. Llamé a mi terapeuta —con el que llevo 15 años, así que supongo que eso significa que mi terapia es un fracaso—, y le dije: ‘Estoy mal de la olla, voy a escribir esto’. Y me respondió: ‘Sí, lo estás, pero tranquilo, te hará bien soltarlo”, se carcajea.

La propia Frank se autoproclama en un momento del libro como “Miss Holocauso, 1945”; y le espeta al protagonista, cuya conciencia le impide echar a esa “vieja chiflada” de su casa: “Mi premio es una corona de espinas y el victimismo eterno. Jesucristo era judío, señor Kugel, pero yo soy la Jesucristo judía”. Auslander considera que “Ana Frank era un enorme grano en el culo. Lo digo con todos mis respetos. Era una niña dura, rebelde y alborotadora. Pero la imagen que ha prevalecido es la de la foto de una niña sufrida, callada y mansa. Es imposible que la chiquilla que escribió aquellos diarios se hubiera convertido en su adultez en una mujer fácil. Y lo digo como el mayor de los elogios: mi mujer es bien difícil y la adoro”, justifica.

Ana Frank era una niña dura, rebelde y alborotadora. Pero la imagen que ha prevalecido es la de la foto de una niña sufrida, callada y mansa

En un primer borrador, quien se escondía en el desván era la madre del protagonista, una judía de libro horrorizada con la idea de vivir de nuevo otro Holocausto… a pesar de haber nacido en Nueva Jersey, años después de la guerra, y haber visto los campos de concentración básicamente en los recortes que colecciona obsesivamente. Finalmente, la madre ha quedado como un personaje puñetero que se finge más enfermo de lo que está para instalarse en casa de su hijo. “Supongo que es un reflejo de la relación paranoica que intuyo que tendría yo mismo con mi propia madre si aún nos habláramos”. Shalom Auslander ha perdido todo contacto con su familia. “Puede que si gano el Pulitzer me vuelvan a aceptar en su rebaño. Bueno, no, en realidad creo que ni por esas”, dice sardónico. “Para mí el mundo está dividido en sufridores y quienes han sufrido. Hay una gran diferencia. Yo vengo de una familia de auténticos campeones olímpicos del sufrimiento”.

La crítica se ha volcado positivamente en su obra. Alinea a Shalom Auslander entre otros dos insignes judíos, Woody Allen y Philip Roth (quien, por cierto, también abordó la posibilidad de que Ana Frank siguiera viva y escondida en EE UU en su novela El escritor fantasma). Pero el autor enumera entre sus luminarias, “sin orden particular”, a Aristófanes, Kurt Vonnegut, Samuel Beckett, Bill Hicks, Flannery O’Connor, Kafka, Lenny Bruce y Richard Pryor.

Ahora que se aproximan las elecciones en EE UU, el escritor reflexiona, una vez más, sobre las consecuencias nefastas del sentimiento que encabeza su novela. “Para mí, la política y la religión son las máximas manifestaciones de la esperanza. La política nos empuja a todos a salir el mismo día a la calle para votar, pensando que sobrevendrá un jodido cambio. Y es evidente que nada va a ir a mejor. Y la religión, a rezar para que, al morir, nos reunamos con un señor de barba blanca que nos va a dar un montón de cosas buenas. Y eso tampoco va a pasar. Curiosamente, son estas dos formas de esperanza, las más puras, las que nos conducen a las confrontaciones más violentas”.

Y añade que se ha metido en la web de Obama. “Con un solo clic, doné 50 dólares a su campaña. Y pensé para mí mismo: ‘Guau, estoy salvando América, esto es por el futuro de mis hijos, todo va a ir bien’. Y al día siguiente recibí un e-mail de su gabinete: ‘Ey, ¿nos darías otros 75 dólares?’. Y entonces pensé: ‘Joder, no me creo que haya caído. ¿Sabes qué? No te los voy a dar. Es más, ¡devuélveme mis 50 dólares!”. También, en su delirio, admite tener pesadillas sobre un genocidio inminente en su país. “Si luego gana la derecha, seguro que van a recolectar los datos de todos los archivos de Obama para saber quiénes contribuimos a su causa y me van a meter a mí y a mi familia en un campo de concentración en Nueva Jersey”. ¿Y ya tiene un desván donde esconderse? “Pues claro, pero no pienso desvelarte dónde está. Ni a ti, ni a nadie. Solo puedo decirte que es un lugar muy escondido y que tiene lo básico para sobrevivir: armas y wi-fi”.

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