Locos por las series
La mayor forma de entretenimiento global son las series de televisión Nuestra época, su interés, su variedad, las ha colocado en la cúspide del ocio, y a algunas, de culto como obras de arte EL PAÍS quiere elegir la mejor de los últimos 30 años. Los lectores tienen la palabra
Piensen en una mecedora, una mesa camilla y una luz tenue. Imaginen a una mujer casada con corpiño, anteojos y los sueños rotos leyendo algún folletín por el París del siglo XIX firmado en el periódico por Honoré de Balzac. Hagan hueco en su cabeza para un joven de espíritu fogoso pero reflexivo aprendiendo qué es España mientras devora cada semana en su diario madrileño un capítulo de una novela de Galdós en tanto que su prometida se concentra con el padre Coloma. Ahora mírense a ustedes cada noche o un fin de semana de corrido atentos a varias peripecias. Pero no impresas, sino entre las hipnotizantes líneas catódicas con alta definición del salón de su casa…
Que empiece la competición
Cada día, de lunes a viernes, se celebrará un duelo en la Red. Los ganadores se irán batiendo entre sí hasta que solo quede un ganador.
Algunos andarán intrigados o directamente hipocondriacos por los casos que se escapan a la ciencia de un equipo médico capitaneado por un doctor cojo y huraño llamado House, otros querrán endulzar la mala baba y el día que les han dado sus jefes desternillándose al repasar aquella pandilla neoyorquina fiel al principio de la amistad inquebrantable en Friends, los habrá presos de los vericuetos en las tramas envenenadas de ambigüedad que nos han sacudido recientemente con Homeland, también familias de cuatro miembros desentrañando las claves ocultas que rompen el espacio y el tiempo en Perdidos, o quienes andan en crisis o en plena catarsis de la edad, a punto de arrojarse en manos del crimen o del psiquiatra, se sentirán más que identificados con los ataques de ansiedad de Tony Soprano antes de meterle una paliza a alguien… Los aromas y los infiernos de otras épocas vestidos con chaquetas vintage o los locos por las fajas, nostálgicos del alcohol y el humo en las oficinas, entenderán mejor las elegantes y proporcionadas raciones de genialidad que nos regala Mad men. Esa serie nos cuenta las miserias perfumadas de una sociedad y sus contradicciones, mientras que las heridas abiertas de los guetos nos los muestra en toda su crudeza dickensiana The wire entre los callejones de Baltimore. Pero quien desee evadirse a otros mundos fantásticos, suspendidos en un tiempo propio pero con motivaciones reales, disfrutará del tablero de ajedrez que se disputa en Juego de tronos…
Hay de todo y para todos. De Milwakee a Talavera de la Reina, de Gdansk a Tokio, no hay latido, ni vida, ni aspiración que no encuentre su pareja o su alma gemela en cualquiera de estos personajes, que no halle un sentimiento, una situación, una experiencia capaz de rendirle ante la desesperación o la euforia de esa familia Adams más que posmoderna y tan excéntrica como buñuelesca que creó Alan Ball para A dos metros bajo tierra, ni tipo con ínfulas que no se quiera parecer –por dentro, por fuera es imposible por lo guapo que es el pavo– a Don Draper, que no haya padecido la cercanía de la muerte vestida de melanoma como Cathy Jamison, la espléndida Laura Linney de vuelta de todo en Con C mayúscula, o que no se haya arrastrado ante las perversas consecuencias de la crisis como les ocurre a los pobres desheredados de Shameless…
Las series de televisión modernas tejen un cuerpo y un universo que nos atraviesa. Son como el fútbol, pero para todos los géneros. En la complejidad moral, en los gustos, en las enfermedades, en las alegrías, en las frustraciones… Lloramos con la fustigante soledad que les provocan a veces sus reiterados fracasos y quisiéramos gamberrear con el descaro de Bart Simpson. Maquinamos con la desconfianza y la precisión de Patty Hewes en Daños y perjuicios, pero nos desahogamos y a veces queremos cantar como los adolescentes entre traumatizados y desprejuiciados de Glee, lo mismo que hicimos algunos al ver Fama en los locos ochenta. Nos sentimos torpes y suficientemente colmados de encanto como Liz Lemmon en 30 Rock, al tiempo que nos dejamos arrollar por las cuentas que quiere saldar desesperadamente Walter White en Breaking bad; acariciamos los entresijos del poder y hay días que votaríamos y días que no a Jed Bartlet en El ala oeste de la Casa Blanca. Somos padres, hermanos, amigos de cada criatura, somos transmutación y espíritu solidario. Nos evaden… Nos asustan… Nos fascinan.
Nos entretienen. Pero no solo. Quizá, antes, más. Para eso nacieron. Corría el año 1951 en Estados Unidos. Había que crear, rellenar, inventar géneros para un nuevo artefacto invasivo en la vida y los hogares de la gente que hizo cambiar los hábitos globales del ocio y las mentes. Llegaba la era del encanto. Y para eso nació I love Lucy. Lo hizo con el cuerpo de Lucille Ball y reinó en la década de los cincuenta en prime time con sus tramas basadas en la diferencia cultural de un matrimonio mixto entre una americana WASP y un cubano. Como ahora en Modern family, pero con Sofía Vergara al revés.
Al fin y al cabo, el mundo no ha cambiado tanto y las series de televisión no son más que un reflejo vivaz de nuestros propios espejos, tal y como quiere reflejar Jorge Carrión, autor del ensayo Teleshakespeare o del artículo Telefreud, donde mete el género al diván. “Es Shakespeare como podía haber sido Cervantes, simplemente un canon para definir algo que nos describe profundamente y que son las series de televisión”, asegura este profesor de literatura contemporánea en la Universidad Pompeu i Fabra.
Pero si las peripecias domésticas de Lucy ahondaban dentro de las casas en la primera sitcom creada para la historia, pronto la televisión se sintió en la obligación de explorar la épica y escogió el Oeste para elevar el auténtico género artístico americano al nuevo mundo de la tele con Bonanza y la familia Cartwright. Entre ambas posibilidades caben todos los mundos, entre esos dos abanicos se fue inventando posteriormente cada trama con el afán de enganchar y entretener al principio.
El invento se imponía por todo el planeta, y cada país fue aplicándole su propia idiosincrasia. Pronto, por ejemplo, los ingleses le dieron también su aire exportable con locuras como Fawlty Towers, Los Roper o Arriba y abajo y Retorno a Brideshead, que mostraban al mundo dos de sus más llamativas señas de identidad: el humor y la obsesiva demarcación de las clases sociales.
En España también. Chicho Ibáñez Serrador fue pionero con Historias para no dormir, inspirada en parte en los experimentos que empezaban a hacer los grandes del cine dentro del nuevo medio, como Alfred Hitchcock. Y así han pasado los años y las décadas, entre otro grande del género como Antonio Mercero con su Verano azul y su Farmacia de guardia y el clan Aragón con Médico de familia u hoy las imposibles de desbancar Aida o Cuéntame.
Del barrio a la política, las series nos retratan con recorrido y tiempo muy reales. “Tanto que por puro desarrollo, una serie de televisión se convierte en una profunda reflexión y ensayo sobre el paso del tiempo”, asegura Azucena Rodríguez, encargada de la dirección de buena parte de los capítulos que nos han contado la saga de la familia Alcántara. “Eso es un vértigo muy curioso”, añade.
Pero la maestría y las tendencias más radicales y audaces siempre salieron del mismo sitio. Estados Unidos no tardó en tejer una industria potente que invadía gracias a las series de televisión, con un impacto mucho mayor que el del cine si cabe, los estilos de vida, las aspiraciones, los logros, los hábitos, las modas, las dietas y los vicios del globo terráqueo.
Pero hubo un antes y un después. Fue al abrirse paso el género dentro de las televisiones de pago. Cuando los más ambiciosos creativamente entendieron que no debían seguir a expensas de las reglas que marcaba el gusto masivo. Corrían los años noventa. Entonces, de meros productos –algunos con ínfulas– diseñados para conquistar las mayores cuotas de audiencia posibles pasaron a convertirse en obras de arte.
Y eso tiene dos nombres y una marca: David Chase, Tony Soprano y HBO. Si muchos críticos coincidieron en dividir la historia del cine en antes y después de Ciudadano Kane, esa magna obra de Orson Welles, la de las series de televisión podría medirse en dos etapas: antes y después de Los Soprano.
El planteamiento es curioso. Un cutre mafioso de Nueva Jersey se desahoga discreta y desconfiadamente en la consulta de su psicoanalista… Aparentemente, el personaje encarnado por James Gandolfini, calvo, gordo, brusco, antipático, no posee ninguna secreta pócima para lograr que las audiencias caigan rendidas a sus pies. Más bien todo lo contrario, ¿verdad? Pues no se rompan los sesos preguntándose cómo. Pero el caso es que lo logra. Entre otras cosas, porque representa como nadie el fracaso y la angustia, el miedo y la cárcel existencial. Puro Freud. El drama del hombre moderno en toda su extensión, como ha analizado Carrión.
A partir de ahí, los giros de la familia Soprano no dejan de volar entre el psicoanálisis y la violencia explícita, brutal y hablada –su lenguaje, como el que emplean las bandas en The wire, es el más incorrecto políticamente en el medio televisivo–, hasta convertirse en un inmenso tratado de las pasiones humanas.
Los Soprano abre y expande la veda de la creatividad que iba dando signos de romper moldes tímida y previamente en otros productos como Doctor en Alaska, Canción triste de Hill Street y otro hito a comienzos de los noventa: Twin Peaks. El arte se impone por todo lo alto en un medio ya suficientemente desarrollado y explorado como el de la tele. A partir de aquel universo con centro en un puticlub llamado Bada Bing y un agujero negro que es la nevera de su casa –que nunca muestra lo que hay dentro–, llega el riesgo sin complejos, la audacia en el planteamiento de las tramas, la absoluta libertad creativa al medio.
De Los Soprano surge un tronco que explora la obra de arte total a la manera de los grandes novelistas del siglo XIX y el XX o con forma de grandes óperas. Se eleva ese modo de expresión artística muy ninguneado a la élite intelectual. “Antes, los cineastas en una cena hablábamos de la última película de Antonioni o de Visconti; ahora hablamos de las series de televisión”, asegura Manuel Gutiérrez Aragón, cineasta de referencia, novelista ahora en plena defensa de su nueva obra, Gloria mía (Anagrama), y enganchado a ese mundo después de que un amigo le prestara Mad men.
Hay algo que Gutiérrez Aragón destaca como diferencia con el cine: “La autoría en las series está en los guionistas, ellos crean y deciden, los directores son meros contratados de encargo a sus órdenes”. De entre estos guionistas sobresalen el propio Chase, David Simon, autor de The wire; Alan Ball (A dos metros bajo tierra), Matthiew Weiner (Mad men) o Aaron Sorkin, urdidor de ese galimatías que es un príncipe maquiavélico posmoderno, manual obligatorio de las escuelas de alta política titulado El ala oeste de la Casa Blanca.
Son títulos que ya han pasado a la historia. Algunos de ellos ya concluidos y ya cerrados. Otros en desarrollo, como Mad men. Pero es la liga mayor del arte y la historia en las series de televisión. “No olvidemos que en Estados Unidos se sigue considerando entretenimiento. Es en Europa y a partir de que Cahiers du Cinéma en Francia le dedicara la portada a Don Draper [protagonista de Mad men] donde las consideramos algo más”, asegura Carrión.
Quizá esa responsabilidad pesa últimamente en la serie de Weiner sobre los publicistas de Madison Avenue. Pasar a la historia como la mejor y desbancar en el olimpo a Los Soprano, The wire, A dos metros bajo tierra o El ala oeste…, que son el canon actual de lo máximo más o menos consensuado.
Si en todas ellas dominaba el ánimo de perfección y la libertad creativa sin cortapisas, en otras primó el vértigo del riesgo. Fue el caso de Perdidos, la obra que más se ha jugado en el filo con giros argumentales delirantes hasta que concluyó. “Si las anteriores buscaban en el mayor sentido de la palabra una perfección, los creadores de Perdidos [Jeffrey Lieber, J. J. Abrams y Damon Lindelof] apostaron por el riesgo. No siempre lograron lo que perseguían, pero eso ya en sí es una virtud”, asegura Carrión.
Así, Perdidos ha quedado como la serie que ha retado las convenciones de la teoría de la relatividad, las dimensiones del espacio y el tiempo en pos de todas sus tramas. Genialidad a expensas del entretenimiento y el enigma hasta el punto de crear adicciones, profetas e intérpretes de todos los significados ocultos en la isla.
Pero del drama a la fantasía, de la comedia a la obra de arte total, si algo define la creatividad y el gusto de todos los públicos en esta época son las series de televisión. Su enorme duración, su audacia, la refrescante promesa de ser sorprendidos por giros y comportamientos constantes, pero sobre todo la desmedida identificación que provocan sus criaturas con toda la especie, las contemplan.
Ha llegado el momento
Son 16 los títulos que se enfrentan en una competición para decidir quién entra en la historia de este nuevo arte. Miguel Salvat, director de Canal + y uno de los mayores expertos en el género de España, nos presenta a los candidatos.
¿Cuál es la mejor serie de la televisión de las tres últimas décadas? Tras largas discusiones, y eliminaciones de última hora (Urgencias, La ley de Los Ángeles…), nosotros damos el primer paso al elegir 16 series internacionales no españolas. A partir de aquí, los lectores deberán hacer el resto participando en un torneo que se librará en Internet. Desde mañana, y durante tres semanas, viviremos eliminatorias en las que decidirán los votos emitidos en la sección de cultura de la web (www.cultura.elpais.com). También abriremos un espacio para debatir sobre qué series echan en falta en la selección inicial. Canal + se sumará a la convocatoria a través de su web y el resultado final se conocerá el 13 de julio. Entonces sabremos qué serie es la elegida por los internautas: ¿comedia?, ¿drama?, ¿policiaca?, ¿clásicos como Canción triste de Hill Street o recién llegados como Juego de tronos?
Perdidos
La consagración del creador J. J. Abrams con un gran éxito durante seis temporadas. Retrata la vida en una isla de los supervivientes de un accidente de aviación, su lucha por sobrevivir y dilucidar los misterios de la isla. Plagado de flashbacks que cuentan sus vidas previas.
Frasier
Protagonizada por Kelsey Grammer y spin-off de Cheers. El doctor Frasier Crane se muda de Boston a Seattle. Muy pocos personajes, pero muy bien definidos. Brillantes guiones de Les y Glen Charles. Ganó el Emmy a la mejor comedia durante cinco años consecutivos.
Twin Peaks
Serie de los noventa en la que se descubren los secretos del aparentemente tranquilo pueblo de Twin Peaks. Desigual, pero icónica, acortó distancias en imagen entre el cine y la televisión. Entonces todos nos preguntábamos quién contrató a David Lynch para hacer una serie.
Juego de tronos
Buque insignia de HBO en la actualidad. Basada en la saga Canción de hielo y fuego y convertida en icono para fans antes de su estreno. A través de un mundo y personajes ficticios, trata temas universales. Valores de producción difícilmente superables y reparto de primerísimo nivel.
Seinfeld
Fruto de la mente retorcida de Larry David. Cuenta la vida del cómico Jerry Seinfeld y la relación con sus tres mejores amigos, basada en anécdotas irrelevantes de las que surgen algunos de los mejores diálogos de la televisión. Convirtió a Jerry Seinfeld en el mejor pagado de la industria.
House
Drama médico de enorme éxito y baluarte de Fox durante ocho temporadas. Hugh Laurie interpreta de forma brillante a Gregory House, un médico genial para los diagnósticos, pero terrible para las relaciones humanas. Esquema de guión muy repetitivo, pero siempre eficaz.
El ala Oeste de la Casa Blanca
Serie de gran éxito de audiencia y de crítica creada por Aaron Sorkin. Sigue la vida del presidente Bartlet, su entorno y consejeros, y el tratamiento de situaciones y crisis políticas muy cercanas a la realidad y sorprendentemente bien documentadas.
A dos metros bajo tierra
Primera producción dramática para televisión de Alan Ball. Trata el fenómeno de la muerte desde ángulos inéditos hasta entonces en televisión. Pese a la premisa inicial, tiene muchos elementos cómicos y surrealistas.
Hermanos de sangre
Miniserie de 10 episodios con el sello de Steven Spielberg, Tom Hanks y Gary Goetzman, que repetirían con The Pacific 10 años más tarde, también para HBO. La vida de un grupo de soldados estadounidenses en la II Guerra Mundial. Basada en la experiencia de soldados reales que aparecen en ella.
Friends
Comedia creada por Marta Kauffman y David Crane que dio gasolina y mucho dinero a NBC y a Warner durante 10 temporadas. Relata la vida de seis jóvenes en Nueva York. Sus actores protagonistas se convirtieron en grandes estrellas.
Los Soprano
Primera declaración de intenciones de HBO como mejor contador de historias en televisión, de la mano de David Chase. El padre de familia, mil veces retratado, como nunca lo habíamos visto. La vida de gánster de Nueva Jersey, su visión más íntima del miedo, el sexo, la vida y la muerte.
Los Simpson
Creada en 1989, ha supuesto para Fox un negocio sin precedentes. Primera serie de animación para adultos, con un impacto fenomenal en la audiencia y ganadora de una ingente cantidad de premios. Su creador es el idolatrado Matt Groening.
The wire
Considerada por muchos como la mejor serie dramática de la televisión. David Simon retrata el lado más oscuro de Baltimore y hace saltar las reglas tradicionales de la narrativa. Cada temporada disecciona un universo de la ciudad (policía, puerto, medios, sistema educativo…).
The office (Reino Unido)
Encargo de BBC a Ricky Gervais y Stephen Merchant que generó remakes en distintos países. Grabación de ficción en formato de documental sobre una empresa mediocre dirigida por el peor jefe del mundo. Humor ácido que produce dolor de estómago y vergüenza ajena.
Mad men
Una creación del obsesivo Matthew Weiner, que creció en la factoría de Los Soprano. Puso en el mapa el canal AMC. Relata la vida de unos ejecutivos de publicidad en los años sesenta, y es la crónica de una etapa en la que tuvieron lugar grandes cambios en la sociedad americana.
Canción triste de Hill Street
Primer gran éxito de Steven Boccho, genio de los 80 y 90, y una de las primeras grandes series corales de la televisión, inigualada hasta la fecha. Innovadora en el desarrollo de personajes, la búsqueda de la verdad, la naturalidad y el dinamismo en la realización.
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