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La caída del imperio moderno: Gérard Rancinan

Marilyn Monroe conservada en bótox. Mickey Mouse como nuevo mesías. Náufragos envueltos en marcas de lujo. Familias que quieren ser como Batman. Bienvenidos al mundo de Rancinan, el fotorreportero francés que se reinventó en artista para denunciar la decadencia de una sociedad sumida en el consumo feroz

Todo empezó a bordo de un avión, de regreso de unas vacaciones en Hawai, en casa de su amigo David Lachapelle. Hojeando un ejemplar de Libération, Gérard Rancinan se topó con una foto en blanco y negro. Ocupaba una esquina anecdótica. Mostraba una balsa destartalada con un grupo de africanos tratando de cruzar el estrecho de Gibraltar. Rancinan dio un respingo y se dirigió a su pareja desde hace años, la escritora y periodista Caroline Gaudriault. “¡Fíjate! Es exactamente igual que La balsa de la Medusa, de Géricault. Doscientos años después, la vida sigue igual: hay gente dispuesta a correr los mayores riesgos en pro de una ilusión. ¿Pero en pro de qué, finalmente?”.

La pintura de Géricault, una de las más representativas del romanticismo francés, sirvió de crónica de una tragedia y crítica hacia el gobierno restaurado de Luis XVIII. Reflejaba el lamentable estado de los supervivientes al naufragio de la fragata Méduse, frente a las costas de Mauritania, tras 13 días a la deriva. Los botes, ocupados por tripulantes de mayor rango social, habían cortado las cuerdas con las que arrastraban la balsa, dejando la plataforma a su suerte. Fue un escándalo en su época.

De vuelta en París, Rancinan puso a trabajar a su equipo: “En dos meses quiero esta foto”. Invirtió 100.000 euros en ella. Contrató a modelos de revista, los vistió con ropa de marca hecha jirones y los situó en un mar de petróleo con el letrero de Hollywood y la Torre Eiffel semihundidos al fondo. “Géricault hablaba de esclavismo; yo, de la inmigración. Pero la intención es la misma, provocar la reflexión”, recuerda hoy Rancinan por teléfono. La foto fue un éxito. Tanto, que hasta el primer ministro de Sarkozy, François Fillon, le llamó personalmente para felicitarle por “su contribución al debate sobre la inmigración”. Tal y como acredita su autor, “si en El País Semanal o en Paris Match hoy te encuentras un portafolio de 10 páginas sobre el tema, pasas las páginas corriendo, porque lo que quieres ver es el último bebé de Brad Pitt y Angelina Jolie o cualquier otra cosa escapista. Sin embargo, si te presentan una imagen simbólica bajo un envoltorio espectacular, el impacto de su mensaje permanece en el tiempo”.

Sirva esto como resumen de intenciones de la llamada Trilogía de los modernos, que Rancinan acaba de cerrar con una exposición titulada Wonderful world, que permanecerá en la Opera Gallery de Londres hasta el 24 de junio. Aquella foto fue solo el principio. Su tercera y última parte anuncia “la vida como un gran parque de atracciones”. Una vida en la que Disney, Marilyn Monroe y los ídolos pop parecen haberlo fagocitado todo. Incluso su significado original. “Mickey Mouse es el nuevo Jesucristo. Si tú sales a la calle y preguntas quién es san Sebastián, con suerte dos de cada diez personas sabrán darte una respuesta”, reflexiona Rancinan, que ha escenificado la muerte del mártir asaeteado vistiendo la máscara del personaje insignia de Disney. “Si preguntas por Mickey, en cambio, nadie dudará un instante. Medio siglo de cultura de consumo ha borrado de un plumazo el incalculable valor cultural de 2.000 años. Y en buena parte se debe a todos esos políticos empeñados en cambiarlo todo. Quieren ser más que dios. ¿Y qué han logrado con todo eso? Cargarse la economía mundial y poner en jaque el propio sistema que han fomentado”.

En su afán por recuperar ese legado, con sus fotos reinterpreta obras de grandes pintores, como Delacroix, Matisse o Velázquez. En sus Meninas satiriza la guerra contra el envejecimiento. Una Marilyn Monroe recauchutada ofrece su sonrisa petrificada a una enfermera enfundada en látex que le sirve en bandeja su dosis de bótox y silicona. El fotógrafo considera que “hemos vivido una infantilización de nuestra sociedad. Queremos ser jóvenes para siempre. Inmortales. Dios ha muerto, pero el doctor no. Estamos obsesionados con ser otro. Nos pasa a todos, a mí el primero. No me basta con ser Gérard Rancinan, fotógrafo. Si me subo a una moto, quiero ser como Valentino Rossi”. Es lo que llama “la gran esquizofrenia de Occidente”.

Y pone como prueba El banquete de los ídolos, una imagen recurrente en su iconografía. Ya partió de La Última Cena, de Leonardo da Vinci, antes: fotografiando al piloto Sébastien Loeb junto a su equipo o a modelos sobrealimentados en torno a una mesa encabezada por el empleado de un fast food. En esta ocasión, los invitados al banquete son imitadores de figuras de la cultura pop, desde Michael Jackson hasta Gandhi, pasando por Albert Einstein, con Jesucristo como oficiante. “Convoqué un casting en Los Ángeles. En principio yo tenía a otro Cristo caricaturizado como Charles Manson. Y el imitador de John Lennon me dijo: ‘No puedo salir en esta foto, Lennon jamás posaría al lado de Manson’. Que el propio personaje hablara por boca del imitador fue uno de esos momentos de expresión máxima de la esquizofrenia a la que podemos llegar cualquiera en nuestro afán por querer ser otro”.

Su serie Batman Family presenta a un ejecutivo agresivo junto a su esposa ultrachic y unos niños perfectos. Todos enmascarados como el héroe de cómic. “La gente de pasta se vuelve loca por comprarla y ponerla en su loft”, explica su artífice. “Es una paradoja fantástica. Cuelgan un reflejo de sí mismos sin reparar en su terrible mensaje. El padre solo piensa en hacer dinero. La madre es una adicta a las compras. Pero, al mismo tiempo, participa en obras caritativas. Quiere salvar el mundo. Y lo cuenta en las fiestas exclusivas a las que acude. Y los hijos probablemente acaben siendo peores. La foto no habla de los ricos, también de los ecologistas o de cualquiera de nosotros. El mensaje es extrapolable: no nos basta con ser normales, tenemos que ponernos la máscara de Batman. Es la comedia de la vida”.

En esa comedia, Gérard Rancinan busca reciclarse. “Cada vez es más difícil trabajar para las revistas. La prensa ya no supone un reflejo de la realidad, tan solo quiere mostrar una ilusión de la realidad plagada de gente feliz. Ha pasado de la información al producto. Junto con eso, se ha producido un fenómeno de hemorragia visual en Internet. Cualquiera con un móvil puede publicar. Hoy ya no te encargan grandes historias por falta de presupuesto. Además, los principales grupos editoriales están controlados por gente que tiene demasiados intereses como para permitir que se publiquen muchas cosas. Por ejemplo, hoy no podría proponer en Francia un reportaje sobre los aviones de guerra o la contaminación aérea, porque los responsables de Paris Match, el grupo Lagardère, y Le Figaro, el señor Serge Dassault, son también fabricantes aeronáuticos”, critica.

Comenzó su carrera con 15 años. Era mal estudiante, y su padre, periodista, le colocó como asistente en el laboratorio de Sud Ouest, el principal diario de Burdeos. A los 18 publicó su primera foto. Corría el año 1970. Sus héroes eran los fotorreporteros que venían con aventuras de Vietnam. Se compró una Pentax y se lanzó a vivir las suyas propias en África, inspirado en el estilo de Life. Años después publicaría en esa revista y otras muchas. Durante 30 años cubrió conflictos bélicos y catástrofes humanitarias. Es acreedor de cuatro premios World Press Photo y Caballero de las Artes y las Letras. Se convirtió además en un codiciado retratista. Deportistas, políticos, actrices, artistas y líderes religiosos han pasado por su objetivo. Del Dalai Lama a Juan Pablo II, de Stephen Hawking a Claudia Schiffer, de Ronaldo a Monica Bellucci.

Presume de ser “el primer fotógrafo foráneo” para quien posó Fidel Castro, en 1994. “Nunca pensé que lograría llevarle a la orilla del mar y que mirara desafiante al horizonte, hacia EE UU”. Con Hosni Mubarak le pasó parecido. “Quién iba a pensarlo. Hoy aquel hombre tan pretencioso ha quedado reducido a la nada”, recuerda. Los ministros egipcios le advirtieron que ni pensara en sacarle de su despacho oficial. Y, una vez ante él, le dijo: “Pero, señor presidente, usted necesita un escenario a su altura. ¡Vayamos a las pirámides!”. Su séquito se quedó blanco, pero dos días después allá estaba. Cinco mil soldados habían despejado el escenario. Cincuenta altos cargos controlaban la foto. Un golpe de viento le movió la corbata. El ministro de Cultura corrió a colocarla. “¡Alto!”, gritó Rancinan. “En ese momento me sentía como un dios; el fotógrafo era quien tomaba todas las decisiones”, rememora. Puede que para muchos dios haya muerto, pero mientras haya imágenes que nos inviten a ser mejores, mantendremos cierta fe en la humanidad.

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