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Columna
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Sabiduría de Peter Brook

Marcos Ordóñez

En los últimos años, Peter Brook se ha convertido en un funámbulo que camina por un alambre invisible, descartando todo lo que no sea esa línea clara, esencial. Su juego, reciente aún el recuerdo de la nueva versión de El traje en los Teatros del Canal, recuerda la rayuela que dibujó Cortázar o cualquier otro niño que haya vivido varias vidas: basta un trozo de tiza y ganas de jugar en serio para saltar de la tierra al cielo y viceversa. He aquí las reglas de su juego: “Al principio”, ha dicho este niño de 87 años, “lo planificaba todo, hasta el menor detalle. Ahora lo que busco es crear un cierto clima de trabajo basado en el placer de la búsqueda, del descubrimiento. Un ensayo es una prueba. Probamos. Al acabar el día, vemos lo que hemos hecho. Y al día siguiente nos decimos: eso estaba bien para ayer, hoy vamos a buscar en otra dirección. Y lo cambiamos todo, todo el tiempo. Poco a poco, el juego se decanta. Y lo que no nos sirve queda atrás”.

          Un juego que Brook viene jugando, pongamos, desde su segunda vida, desde los primeros sesenta, cuando escribe El espacio vacío, libro que fue y sigue siendo una fulguración, y que he releído, con fervor renovado, para escribir un prólogo. Ese título generó muchos equívocos e hizo temer un tratado abstruso y teórico. Brook reivindicaba el desnudo escenario isabelino (Shakespeare, por supuesto, pero también las “dos mantas y una pasión” de Lope) como insuperable máquina de la imaginación, capaz de “hacer visibles las potencias del cuerpo y el espíritu con la máxima depuración formal”. En su libro, Brook habla del Teatro Mortal (aburrido, innecesario, mal hecho, perecedero), del Teatro Sagrado (aquel que parte del ritual, o crea un ritual nuevo, para hacer brotar la esencia humana como un acto de magia, casi una transustanciación) y del Teatro Tosco, el teatro popular, “hecho en tablados o cuartos traseros, con más imaginación que medios”, gloriosamente imperfecto y carente de estilo, “pero que puede convertir en arma todo lo que tiene al alcance de la mano”. Y proclama algo que era revolucionario, casi subversivo casi, en los convulsos y muy experimentales sesenta, y diría que lo sigue siendo: “Cualquier teatro que proporcione auténtica delicia tiene bien ganado su nombre”. Por si no quedara claro, he encontrado, rastreando en Hilos de tiempo, sus memorias, esta espléndida coda: “Para mí”, dice el mago, “el teatro no es un arte sino una forma de alegría, viva y directa. Mi único objetivo es que al acabar el espectáculo, el público se sienta mejor. El teatro ha de ser como un buen restaurante, del que se sale satisfecho, o un buen acontecimiento deportivo, en el que los actores exhalan energía. El teatro no es intelectual. Es un fugitivo destello de vida, que nos recuerda que en el mundo nada es lineal, ni permanente, ni simple”.

             Ya para cerrar (o para seguir abriendo), del último tercio de El espacio vacío rescato esta parábola, no sé si cierta, pero sí resplandeciente de sencillez y de agudeza conceptual y metafórica: “En México, antes de la invención de la rueda, los esclavos tenían que acarrear gigantescas piedras a través de la selva y subirlas a las montañas, mientras sus hijos arrastraban sus juguetes sobre minúsculos rodillos. Los esclavos eran quienes habían construido los juguetes, pero durante siglos no consiguieron establecer la conexión. Cuando buenos actores interpretan malas comedias o revistas musicales de segunda categoría, cuando el público aplaude mediocres puestas escénicas de los clásicos simplemente porque le agradan los trajes o los cambios de decorados o la belleza de la primera actriz, no hay nada malo en esa actitud. Sin embargo ¿se ha tomado conciencia de lo que hay debajo del juguete que se arrastra con una cuerda? Lo que hay debajo es una rueda”.

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