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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Lejos de la corriente principal

Manuel Rodríguez Rivero

Con una caída en las ventas estimada en torno al 25% desde que empezó la crisis y un porcentaje de devoluciones tan elevado que nadie se atreve a proporcionar datos actualizados, no me extrañaría que los grandes grupos comenzasen a impartir cursos de autoayuda (incluyendo electrochoques) a los sufridos comerciales que acuden a las librerías a colocar el “producto” con el ánimo por los suelos. La situación es tan poco halagüeña que algunos libreros caen en la tentación de responsabilizar de las telarañas de sus cajas registradoras a la inexistencia de best sellers como aquel legendario de María Dueñas que consiguió aliviar sus cuentas de resultados y que, según sus editoras, ha logrado vender más de 100.000 ejemplares en el primer mes de su publicación ¡en China! Lo malo es que no pocos superventas recientes (incluyendo novelas de Ruiz Zafón o Pérez-Reverte) se han comportado con relativa flojera, de modo que existe cierto temor a que Misión olvido, la nueva novela de María Dueñas (septiembre), tampoco colme expectativas. Y eso que su “arranque” es una sentencia apodíctica que refleja (posiblemente a pesar suyo) lo que nos está pasando en estos días de despidos, recortes y sobresaltos financieros. Lean: “A veces la vida se nos cae a los pies con el peso y el frío de una bola de plomo…” (¡glup!: compárese con el íncipit de Ana Karenina, que también viene al caso, con aquello de que cada familia infeliz lo es a su manera). De modo que, si así les va a los “valores seguros” —esos títulos que parecen devorar lectores—, resulta aún más problemático llamar la atención sobre la obra de quienes, por diversas razones, se encuentran alejados del mainstream que dicta modas, sinergias, y lo-que-hay-que-leer. A esa categoría pertenecen dos novedades muy diferentes de sendas editoriales independientes. Gadir recupera en el cincuentenario de su publicación y en el centenario del nacimiento de su autor Donde las Hurdes se llaman Cabrera, de Ramón Carnicer (del que Cálamo también acaba de reeditar Nueva York: nivel de vida, nivel de muerte), un excepcional prosista al que, sin embargo, no se menciona en el tomo correspondiente de la reciente Historia de la literatura española publicada por Crítica. El libro, uno de los más notables travelogues españoles de la segunda mitad del siglo XX, recoge el viaje de su autor (en 1962) por el valle del Cabrera, en los confines de León, Zamora y Orense, haciendo especial hincapié en el día a día de sus habitantes y revelando oblicuamente el atroz abandono en que se encontraban. La otra novedad es Muerte de un ciudadano por encima de toda sospecha (Lengua de Trapo), de Antonio-Prometeo Moya, una novela de investigación acerca del extraño (y múltiple) fallecimiento de un “insobornable capitán de empresa” catalán que desvela en clave de farsa la feroz corrupción de la época de la burbuja del ladrillo, cuando esto parecía Jauja y el capitalismo la Tierra Prometida.

Derechohabientes

Radio 4, la emisora más culta de la BBC, celebrará este año el Bloomsday con una dramatización de lujo de la obra maestra de James Joyce. Supongo que la nueva producción tendrá algo que ver con el hecho de que el Ulises haya pasado a dominio público, al menos en Europa. El que estará que trina es Stephen Joyce, nieto del genio, al que se le acaba parcialmente un chollo que ha venido administrando con criterios insoportablemente restrictivos, torpedeando el trabajo de editores y scholars y llegando a impedir que, incluso en el día grande de los joyceanos (el 16 de junio), los textos del abuelo pudieran ser leídos pública y oficialmente, salvo en los lugares y por las personas que él mismo autorizara. La intransigencia, la censura y el agobiante control que ejercen este tipo de derechohabientes (en el mundo hispánico también existen: piensen en Kodama) abren periódicamente el debate acerca de la excesiva duración del copyright, que en la mayoría de los países se extiende durante toda la vida del autor más setenta años, algo a todas luces provocador en esta época de recortes y piratería rampante. Y, para colmo, en muchos países funcionan enmiendas y adendas que permiten que los propietarios del derecho prolonguen su bicoca. En Estados Unidos es algo escandaloso: les recomiendo vivamente la consulta de la excelente página del Center for the Study of The Public Domain de la Duke University. En España también existen curiosas excepciones y “disposiciones transitorias”, como las que permiten que algunas editoriales sigan disfrutando en exclusiva de la comercialización de las obras de Sigmund Freud (fallecido ¡en 1939!). En opinión de algunos expertos (y con la excepción de los periodos y lugares en los que, por determinados motivos —guerras, prohibiciones— las obras no hayan podido ser comercializadas normalmente) el copyright no debería sobrevivir al autor más de treinta o cuarenta años. En cuanto a las “disposiciones transitorias”, que funcionan al margen de las directivas comunitarias, a lo mejor la siempre aplazada Ley de Propiedad Intelectual debiera empezar por revisarlas. Otra tarea para la señora Lizaranzu, directora de Políticas Culturales y del Libro (etcétera), suponiendo que dama y cargo existan realmente y no sean puros entes de ficción, algo que, a juzgar por sus estruendosos silencios, muchos empezamos a sospechar seriamente.

No-muerto

Que Carlos Marx es un muerto-vivo o, si se prefiere, un resucitado (como Drácula, como Cristo) es uno de esos truismos cuya aplastante actualidad se comprueba a diario con sólo echar un vistazo a los periódicos. A propósito de Marx, hace unos días encontré en la irregular biografía que le consagró Francis Wheen (Debate, 2000) una anécdota que ilustra muy bien la importancia de la mercadotecnia editorial y, de paso, ilumina los irracionales resortes del mercado. Se la cuento: aunque la traducción británica (1887) del primer volumen de El Capital se vendió poco y mal, en 1890 apareció en Nueva York una edición pirata que agotó inmediatamente los cinco mil ejemplares de la primera tirada. La diferencia no se debió a que los estadounidenses tuvieran la conciencia de clase más desarrollada, sino a que su avispado editor había enviado una circular a los banqueros y brokers de Wall Street con el reclamo de que el libro explicaba cómo “acumular capital”, una promesa siempre irresistible. Anécdotas aparte, Marx sigue entre nosotros con todas las correcciones pertinentes, como explica Terry Eagleton en Por qué Marx tenía razón (Península), un libro importante que ha pasado inadvertido en la vorágine rotativa de las mesas de novedades. Por eso, también, Nórdica pone a la venta (el 25 de mayo) una nueva edición del Manifiesto Comunista (traducción de Jacobo Muñoz), ilustrada estupendamente por Fernando Vicente. Muy conveniente, ahora que tantos fantasmas de signo contrario (ideológicos y de carne y hueso) recorren la vieja Europa. Si creen que su contenido es pura arqueología, reléanlo sin prejuicios. Comprobarán que, como les sucede a todos los clásicos, es una obra que “nunca termina de decir lo que tiene que decir” (Italo Calvino).

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