Dos orejas para Plácido
Plácido es una leyenda viva del canto y solamente con eso ya bastaría para justificar sus éxitos líricos, con toda la carga de afecto que eso lleva consigo, pero es que además sigue cantando muy bien
No es, al menos prioritariamente, un guiño a la abultada nariz de Cyrano de Bergerac, aludir al olfato de Plácido Domingo a la hora de reconocer su providencial habilidad para seleccionar sus personajes preferidos en esta última, por ahora, etapa de su periplo escénico. La figura de Cyrano, inmortalizada en la vertiente más teatral entre otros por Gerard Depardieu a partir del inspirado texto de Edmond Rostand, le va como anillo al dedo al tenor madrileño. No es casual tampoco que la última ópera incorporada a su catálogo- 135 personajes diferentes lleva ya a sus espaldas nada menos- haya sido Thais, de Massenet, resuelta con singular acierto en el Palau de les Arts de Valencia hace más o menos un mes, gracias entre otros detalles a la complicidad del cantante con Patrick Fournillier, magnífico director musical en este repertorio francés. Domingo se mueve a gusto en la lengua de Montaigne y Balzac. Va bien el idioma galo a su fraseo, a su tímbrica, a su estilo, a su momento de madurez vocal. No es pues de extrañar que Cyrano de Bergerac sea tal vez en este momento uno de sus personajes más emblemáticos. La presentación en Madrid era de obligado cumplimiento y hay que agradecer a la dirección artística del Real que haya acogido esta ópera en su programación, teniendo además, como tiene en esta ocasión, una realización escénica tan estéticamente en las antípodas de las preferencias teatrales en la actualidad del teatro madrileño.
Plácido es una leyenda viva del canto y solamente con eso ya bastaría para justificar sus éxitos líricos, con toda la carga de afecto que eso lleva consigo, pero es que además sigue cantando muy bien. En especial, el último acto, con la escena de la muerte de Cyrano, fue un prodigio de emoción contenida con unos resultados artísticos de alto nivel lírico. La escena se había despejado respecto a actos anteriores lo que permitía centrarse más en los aspectos vocales. Y Ainhoa Arteta remataba una actuación elegante y fluida que subrayaba en clima de éxito su presentación en el Real con una ópera completa. También realizaron lucidas prestaciones otros cantantes como Ángel Ódena o Michael Fabiano y, en general, la atmósfera enérgica y dramática que otorgó a la partitura Pedro Halffter sirvió para que las esencias de la tragedia de Alfano se manifestasen con naturalidad. Orquesta y coro estuvieron en su línea habitual, es decir, francamente bien.
La escena de Petrika Ionesco fue mucho más discutible y, dicho con suavidad, nos hizo rejuvenecer, o, para evitar confusiones, nos devolvió a un estado escénico de la ópera que algunos considerábamos ya superado. Su faceta museística era evidente. O si se prefiere, su tono antiguo, lleno de lugares comunes, evocación al cartón-piedra y unas más que insuficientes, por embarulladas y banales, dirección de actores y movimiento de masas. En las proyecciones cinematográficas, según varios informadores, todo esto se notó mucho menos, al seleccionarse con eficacia las diferentes secuencias. En ese reino de contradicciones brilló una vez más Plácido Domingo, un extraterrestre del arte lírico en su doble condición de cantante y actor. El público del estreno quedó satisfecho. Más de uno elogiaba la fórmula de la alternancia entre “modernidades”, según su expresión, y los valores de siempre. La verdad es que el cóctel del último trimestre entre Platel, Wilson, Muti y Domingo es de los que convulsionan una afición. Y hablando de afición, y dado que estamos en plena feria taurina de San Isidro, a Plácido Domingo hay que destacarle como maestro de lidia, como torero de postín de esta otra fiesta, la de la lírica. ¿Dos orejas? Qué menos.
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