El hombre que destruía vidas en 20 palabras
El hijo de John Fante, prototipo del escritor maldito, repasa en una autobiografía la vida de excesos de ambos
El cuerpo de Dan Fante (minúsculo aro de plata en la nariz, cabeza rapada, traje gris, botas negras; anillos en los dedos anular y meñique de ambas manos…) recoge las muescas de una vida que hasta hace poco cualquiera estaría de acuerdo en definir, como mínimo, de desajustada. Fue carny (vocero de feria) macerándose cada noche en alcohol, drogas y sexo no muy sano; taxista (y, en el mismo viaje, correo de la mafia del juego), ayudante de detective privado (metido en asuntos turbios), vendedor ambulante (próspero negocio que acabó en redada policial), conductor y empresario de limusinas (y camello de sus pudientes clientes rockeros), vendedor de aspiradoras, operador de telemarketing… En plena caída libre contabiliza 30 trabajos en menos de seis meses, mientras duerme en coches abandonados, roba comida, esnifa todo lo que puede, intenta suicidarse sin éxito y, sobre todo, bebe hasta perder literalmente el conocimiento.
La primera borrachera, lo recuerda nítidamente, fue con cuatro años, cuando apuró las jarras de cerveza medio llenas que su madre y una amiga habían dejado. “Sentí que me elevaba sobre el miedo que había en mi vida, sobre el gruñón de mi hermano mayor y mi furibundo e intolerante viejo (…) El alcohol se había convertido en un elixir que transformaba la vida”. Lo admite en Fante, sus memorias tras las, al parecer, no suficientemente autobiográficas novelas Chump Change y Mooch (todo editado en España por Sajalín). La clave está en saber de quién es hijo Dan: de John Fante, paradigma del escritor maldito, del guionista amargado del Hollywood dorado, una película en sí mismo.
Hay algo genético en su sino, con ese abuelo díscolo y violento que fue Pietro Nicola Fante que, para huir de la mísera Italia rural, emigró a Estados Unidos y fue capaz de encajar una paliza descomunal ya en la aduana por negarse a que le cambiaran el apellido; de ese pariente que, nacido con el don de contar cuentos, acabaría robándole la vocación de monja a una chica para casarse con ella. O de ese hijo que será John, su padre, obstinado con 19 años en ser escritor, que invierte toda una noche para aprender a teclear y pasarse su primer cuento, Altar boy, en limpio para entregarlo a la prestigiosa The American Mercury.
Unos cuantos relatos y máquinas de escribir después, John Fante será guionista cotizado en Hollywood a 250 dólares por semana y estará casado con Joyce Smart, de las primeras estudiantes en Standford y capaz de leer 1.200 palabras por minuto. “Ser guionista era la gallina de los huevos de oro pero también una almorrana literaria”, escribe Dan. La tendencia a gastarse la nómina en las carreras y en eternas partidas a las cartas hasta amaneceres saturados de alcohol, con colegas como William Saroyan, a pasarse la jornada laboral en los campos de golf y las noches con mujeres en moteles se acentuarán ante el injusto fracaso de la primera gran novela de John Fante, Pregúntale al polvo (1939), que a la editorial solo se le ocurrió lanzar al unísono que el Mein Kampf de Hitler… sin tener los derechos del mismo. La polémica periodística y judicial con el libro del dictador sepultó su obra. Y lo hizo con la misma fuerza que creció la frustración y la violencia física (magnífico por raudo, al parecer, su crochet de izquierda) y verbal de John, alguien capaz de amenazar a directivos de Hollywood, editores o colegas ilustres de timba con frases como “si quisiera, podría destruir tu vida en 20 palabras o menos”.
“A ‘bestselleros’ como James Patterson o Dan Brown los metería en prisión: tienen un don y escriben una mierda; no les dejaría salir hasta que hicieran algo sentido”
Dan, es consciente, apareció en el peor momento. Tanto, que su madre le puso su apellido, Daniel Smart Fante, porque su padre no se presentó en el hospital hasta 48 horas después de haber nacido. En la familia ya estaba Nick, el primogénito, preferido de papá y niño celoso que por tres veces casi consiguió asesinar a su hermano. La amargura del progenitor lo tiñó todo. “Mi padre era un hombre intensamente difícil. No era un buen tipo; nos quería pero no sabía expresarlo. Todo lo que nos hacía no era más que el reflejo de sus frustraciones”, evoca hoy Dan, cerrando fuertemente los ojos o mirando más allá del interlocutor, pero sin dejar de mascar chicle. No tardó en darse cuenta de que cuanto más lejos de su hermano y de su padre estuviera, mejor; y también de los violentos sacerdotes católicos irlandeses del colegio, que entendían el magisterio a base de palizas. Eso, y el comentario de su padre de que dejara de escribir cuando descubrió sus cuadernos guardados en una caja de zapatos bajo su cama —“no eres ningún genio; te recomiendo que te olvides de esa mierda”— se tradujeron, a sus 16 años, en un mutismo absoluto ante su padre y la voluntad de irse pronto de casa. Las vidas de John y Dan discurrirán rectilíneas: cada novela del padre pasa sin pena ni gloria (Un año pésimo, Mi perro idiota…); sus respuestas desairadas a productores, son de manual suicida; mientras, el hijo sube y baja en su negra montaña rusa. La diabetes que empezará a castigar al padre a partir de 1959 y que le llevará a la ceguera explica alguna muestra de caridad, como el consejo al hijo: “Escribe con el corazón y con las entrañas”. Se lo dirá ya en los años setenta, quizá por 1973, cuando un tal Bukowski le resucitará al declarar en una entrevista que el autor que más le ha influido es John Fante. Cuatro años después publicará La hermandad de la uva: hacía 25 que no salía un libro suyo. Hasta una joven promesa del cambiante Hollywood, Francis Ford Coppola, se interesará por ella, pero de nuevo mala suerte: se cruzaría el proyecto Apocalypse Now.
John Fante fallecerá en mayo de 1983. Dan, que sin ser muy consciente ha ido garabateando cuadernos como terapia, encuentra en el garaje de casa la vieja máquina de escribir Smith Corona de su tácito modelo. Y le da por teclear. “Descubrí que era un don; para mí, a diferencia de mi padre, es muy fácil: yo tengo una idea más o menos vaga de lo que quiero decir y empiezo a ver por dónde sale; mi padre, no: necesitaba tenerlo todo bien atado en la cabeza, principio y final, paseaba por casa dos o tres meses intratable, y luego en tres semanas lo tenía escrito; por el camino, café a raudales y 50 cigarrillos al día”, cuantifica.
Que ha seguido el consejo de las vísceras lo demuestran sus libros, de una crudeza inusual en estos tiempos maquillados. “Todo escritor ha de encontrar lo que quiere decir y, sobre todo, cómo decirlo; si escribes, lo haces para cambiar el mundo, pensando que puede influir y mutar la vida de la gente y para ello debes ser muy fiel a tu experiencia. Mi padre odiaba a los directores y guionistas de Hollywood porque hacían eso por dinero; mentían, falseaban, él escribía por amor a la escritura, por eso se sentía mal: porque se había vendido como artista…”. Y le sale, medio en broma, medio en serio, su vertiente maldita: “A bestselleros como James Patterson o Dan Brown los encerraría en prisión porque tienen un don y escriben una mierda; y no les dejaría salir de allí hasta que escribieran algo sentido, vivido, que valiera la pena”. Dan, claro, odia el mundo de la televisión (“no la miro, ofrece mierda; en general es idiota; Lost siempre me pareció una tontería; Los Soprano es ridícula: todos los italoamericanos parecemos payasos comepasta en discotecas hablando de mujeres”) y de Hollywood (“a la gente que hace cine se la tortura; es un negocio terrible; los actores, pero también guionistas, son títeres y nosotros idolatramos ese mundo de star system cuando no es nuestra imagen ni son nuestros referentes”). También ha perdonado a sus padres (“cuando alguien perdona se perdona a uno mismo”), no bebe ni se droga desde hace casi dos décadas (en el brazo derecho lleva tatuado el nombre de su hermano Nick, fallecido por alcoholismo), el desajuste entre lo que quería ser y lo que es casi ha desaparecido (“sentía que era una mala persona, y ahora sí, fantasmas y voces se fueron para siempre; también la voluntad que nunca cumplí de suicidarme por más que lo intenté”) y hasta se atreve con una novela de detectives, tras media docena larga de libros autobiográficos. ¿Qué ha sido lo más difícil? “Yo podía convencer a la gente y sacarles dinero; hubo momentos en que hice mucha pasta: tenía mujeres, drogas, casas, coches…, pero no era feliz. Lo más importante que uno puede hacer en el mundo es encontrar su lugar, la labor que ha de hacer en él y hacerla”. Lo sabe por su padre, lo sabe por él.
Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia. Dan Fante. Traducción de Federico Corriente Basús. Sajalín Editores. Barcelona, 2012. 423 páginas. 22,50 euros.
Babelia
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