Un anarquista bajo la cúpula del Palace
Julio Camba miraba todo lo que sucedía a su alrededor con una ironía perpleja, como si el mundo se acabara de inventar solo para él. Fue un cosmopolita literario, comprometido con los placeres de la inteligencia sarcástica
Esta nueva serie de Manuel Vicent incluirá a los que, tal vez, se pueden considerar los últimos mohicanos de la alta literatura en papel de periódico: Julio Camba, Azorín, Josep Pla, Chaves Nogales, Corpus Barga, Maeztu, Ortega, D’Ors, Unamuno, hasta Umbral y Vázquez Montalbán. Todos ellos corresponsales de guerra y reporteros, también periodistas literarios, que fueron la conciencia del siglo XX.
En mi catálogo particular, los grandes escritores se dividen en dos: aquellos a los que admiro y además me encantaría tomarme una copa con ellos y aquellos que también tienen mi admiración, pero una vez leídos por mi parte se pueden ir a tomar por el saco, puesto que no movería una pestaña por cruzar juntos ni un paso de cebra. Julio Camba pertenece al primer grupo. Hubiera dado cualquier cosa por haber compartido con él un orujo en una sobremesa, pese a que tenía un carácter muy atravesado. Julio Camba era uno de esos comensales que te alegraban la digestión. Tampoco me hubiera importado pagar la cuenta, pero tenía un inconveniente: era muy caprichoso y exigente a la hora de hacerse invitar.
Julio Camba había sido negro de Juan March, quien para agradecer sus servicios, tal vez algunos trabajos sucios durante la República, le prometió hacer valer su influencia después de la guerra para impulsar su candidatura a la Real Academia Española. De hecho, Ortega y Gasset decía que Camba era el mejor escritor del momento. “¿Académico de la Lengua? Prefiero que me compre usted un piso” —le contestó Camba—. El plutócrata mallorquín no le compró un piso, pero le pagó hasta el fin de sus días una habitación en el hotel Palace; no una suite, ciertamente, sino un cuchitril en el último piso junto al cuarto de la plancha.
Era difícil sacarlo de la habitación 383 del hotel Palace para llevarlo de invitado a casa de algún anfitrión. Para esa clase de citas tomaba muchas cautelas. No le faltaba razón. De hecho, en un restaurante puedes criticar al cocinero, devolver el solomillo poco hecho, exigir cualquier capricho, sentenciar que el vino está picado, no así en el domicilio particular de un amigo, donde por obligación debes exaltar la receta infame de la señora de la casa aun sabiendo que te va a destrozar el estómago. Julio Camba ponía toda clase de trabas y no dejaba de refunfuñar hasta que, sentado a la mesa, la calidad del vino bien elegido, por fin, lo aplacaba y lo volvía pastueño.
El torero Domingo Ortega, hablando un día de aquellos intelectuales de su tiempo que había conocido personalmente, de Ortega y Gasset, de Marañón, de Pérez de Ayala, del pintor Solana, de Vázquez Díaz, del escultor Sebastián Miranda, me dijo: “De todos ellos, el más extraordinario era Julio Camba. ¡Qué tío! Ese era un pajarraco muy raro, pero, tratado, te caía muy bien. No le gustaban nada los toros, los odiaba, pero éramos muy amigos. A veces venía a almorzar a casa y se cabreaba si venía más gente, sobre todo si había señoras, porque entonces no le servían a él primero. Tenías que echarle bien de comer y servirle enseguida; de lo contrario, cogía unos cabreos espantosos”. Pese a su genio revirado, una vez relajada su intemperancia, se convertía en el rey de la sobremesa. Toda su sabiduría y humor está contenido en La casa de Lúculo, el mejor libro de cocina que se ha escrito en castellano.
Las percepciones
Julio Camba, lo mismo que Josep Pla, ha conseguido esa clase de inmortalidad que solo está reservada a los escritores privilegiados: convertirse sin ser leídos en una fuente inagotable de anécdotas. Estando una vez en Estambul, entró Camba en un baño turco para darse un masaje. En medio de la espesa humareda, un forzudo otomano de musculatura infernal comenzó a fregar el cuerpo desnudo de nuestro héroe tumbado en la camilla. Primero fue el sudor que lo empapaba todo, pero al poco rato Camba vio con espanto que sus poros exudaban una especie de grasa negra, una sustancia parecida al betún. Camba se incorporó muy alarmado y le preguntó a masajista:
—¿Qué es esto tan negro que sale de mi cuerpo?
—Eso es el cristianismo, señor —contestó el otomano.
Aquel grasiento betún era una forma metafórica de quitarse de encima todas las malas digestiones que había sufrido en su vida.
Hay escritores que sintetizan una época. Cuando su mundo ya ha desaparecido, sus fantasmas quedan sobrevolando el barrio donde vivieron, los cafés donde abrevaban. Eran aquellos tiempos en que Azorín se paseaba con su paraguas rojo por la calle de Alcalá y Bagaría dibujaba caricaturas de los artistas y políticos del momento en el café Fornos; Valle-Inclán presidía una tertulia en la Granja del Henar y, según contaba el periodista Luis Calvo, desde allí se veía al tacaño de Julio Camba discutir con las putas de la calle de los Peligros, que si cinco, que si cuatro... Regatear el precio en ese mercadillo de la carne femenina es lo que más excita a los prostibularios. Cuando sobrevino el 14 de abril de 1931, la gente decía: la República ha caído en la peña del Regina, donde Azaña tenía la tertulia. En ese momento Julio Camba estaba en Nueva York; de allí mandaba al Imparcial, a la España Nueva, al Abc unas crónicas de paseante lúcido que después tomaron forma de libro, La ciudad automática, que aún hoy es de absoluta actualidad. Julio Camba contaba que en los mataderos de Chicago las piaras de cerdos entraban por el boquete de una máquina gigantesca y al poco rato por el otro extremo de esa misma máquina no solo comenzaban a salir jamones, salchichas, morcillas y toda clase de embutidos ya empaquetados, cosa muy lógica, sino que esa máquina por otro tubo soltaba además valijas, maletas, portamonedas, zapatos, botones y cualquier objeto que se derivara de la piel. A esto se había reducido en Chicago el sacrificio del cerdo, uno de los ritos más solemnes de la cristiandad, añade Camba, que sin duda ignoraba que este animal se ha hecho insustituible para todos los trasplantes humanos.
Julio Camba fue un cosmopolita literario, un corresponsal de lujo en Berlín, en París, en Londres, en Nueva York, en Roma, en Lisboa, en Estambul, y las percepciones que obtenía de primera mano de los países que visitaba y de las gentes que se cruzaban en su vida siempre eran originales y se convertían en categorías para transformarse después en tópicos de uso común. Julio Camba no sabía idiomas, pero suplía esta carencia con la agudeza de los ojos. Miraba todo lo que sucedía a su alrededor con una ironía perpleja, como si el mundo se acabara de inventar solo para él. “Apenas leía libros”, dice Sainz Rodríguez, “y unas veces daba la sensación de que no sabía nada, y otras, de que lo sabía todo”. Ese era el misterio de Julio Camba. Sobre casi todo, sobre casi nada. Al llegar la República, este escritor de periódicos pensó que sería nombrado embajador o ministro plenipotenciario de cualquier país bananero. Su frustración hizo que se revirara y desde el primer momento usó todo el sarcasmo e ironía contra el nuevo régimen. En realidad nunca había dejado de ser un señorito anarquista, pese a que a los 14 años se enroló de polizonte en un barco a Buenos Aires. De vuelta a España, la policía lo interrogó por creerle involucrado en la bomba que Mateo Morral le arrojó a Alfonso XIII el día de su boda cuando volvía a palacio después de la ceremonia en los Jerónimos, en 1906. En realidad solo estaba comprometido con los placeres de la inteligencia sarcástica, dispuesto siempre a ver el lado sorprendente y divertido de las cosas. Había nacido en 1884 en Villanueva de Arosa. Murió en 1962. Su cuerpo atravesó con los pies por delante el bar del Palace, bajo la cúpula resplandeciente, donde este periodista había hecho bailar la aceituna una infinidad de veces en la copa de los martinis.
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