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El cónsul de los poetas españoles

Manuel Arce repasa en ‘Los papeles de una vida recobrada’ las vicisitudes culturales del siglo XX “El único poeta de España con una vena tan mercantilista que ganaba dinero”, según Hierro Es poeta, novelista, editor de ‘La isla de los ratones’ y galerista Ha desarrollado una intensa vida política y cultural en Cantabria

Manuel Arce
Manuel ArcePABLO HOJAS

Unos versos de Ángel González (“Se paga con la muerte / o con la vida, / pero se paga siempre una derrota”) le inspiraron a Manuel Arce el título de su sexta novela, El precio de la derrota, publicada cuando el franquismo ya había celebrado (en 1964) sus 25 Años de Paz, que es como acuñó la propaganda fascista tan macabra efemérides. Es uno de los recuerdos de Arce, que ha culminado la organización de su memoria con la meticulosidad de un Proust en El tiempo recobrado. Pero en el poeta, novelista, librero y galerista santanderino no hay solo recuerdos más o menos involuntarios de magdalenas, muchachas en flor o campanarios —pese a disfrutar desde su casa sobre la bahía de Santander de mejores vistas que las de Proust en Combray—, sino un océano de información sobre los protagonistas de la mejor cultura española en la segunda mitad del siglo XX.

Durante décadas, Manuel Arce fue una especie de cónsul de los poetas españoles, desde que con 20 años fundó en 1948 la revista La Isla de los Ratones. Para burlar la censura recurrió a la treta de imprimir unas hojas sueltas, unidas por un cordón y un subtítulo: Hojas de poseía. Así logró simular que no era una revista, cuando incluso era una editorial. Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, José Hierro, Blas de Otero, Gabriel Celaya, Jorge Guillén y un larguísimo etcétera publicaron con Arce, que también gestionó algunas traducciones al francés.

Pepe Hierro se maravillaba de que el editor de La Isla de los ratones fuese “el único poeta de España con una vena tan mercantilista, que estaba ganando dinero con la poesía”. Cuando se conocieron, Arce tenía 19 años. Hierro 25. La relación se prolongó hasta la muerte del autor de El libro de las alucinaciones, en 2002. Ese año, Arce acabó su novela El latido de la memoria, sobre la guerra civil en Santander, la criminal represión de la postguerra y las luchas intestinas de Falange antes de que Franco unificase a fascistas y ultracatólicos del Requeté. Uno de los protagonistas es el padre de José Hierro, Joaquín, el funcionario de Telégrafos que el 18 de julio de 1936 interceptó el cable con que la Capitanía Militar de Burgos quería sublevar a la guarnición de Santander. Lo pagaría con la cárcel, y también su hijo, todavía un adolescente, por sacar información de la prisión cuando visitaba al padre.

Las memorias de Arce se titulan Los papeles de una vida recobrada (Ediciones Valnera). Son 1462 páginas en las que el intelectual cántabro, cumplidos con creces los 84 años, retrata y se retrata, intercalando cientos de cartas y fotografías de (y con) escritores, pintores o editores. También relata sus peripecias en la oposición a la dictadura, junto a Dionisio Ridruejo, y en la agitada política actual. Las cartas de escritores y artistas incluidas en el libro demuestran que su nombre está presente en el devenir de la cultura europea en la segunda mitad del siglo xx.

Hubo un tiempo en que Santander presumía de ser la Atenas del Norte, con su vistosa universidad de verano y un exclusivo —junto al de Granada— festival internacional de música, danza y teatro. “Veranos de gente guapa”, constata Arce. Fueron fachadas con que tapar una interminable postguerra de cárceles, silencios y cartillas de racionamiento, no solo económicas. Arce lo recuerda con detalle, aunque su continua relación con poetas, pintores y editores le sirven para espantar amarguras. “La vida ha sido divertida a pesar de Franco, pero ha habido momentos muy difíciles”, afirma.

Hijo de un falangista huido en 1936 a Salamanca para ponerse, pistola en mano, a las órdenes de Manuel Hedilla, y encarcelada su madre como represalia, Manuel Arce Lago fue, sin embargo, un niño de la guerra en el bando de los perdedores, a punto de acabar evacuado a Rusia. Como tal figura —“Manuel Arce, evacuado a los 8 años”— en la relación del documental Los niños de Rusia, con el que Jaime Camino ganó en 2001 un premio en el Festival de Cine de Valladolid.

Fue el historiador escocés David Wells, autor de La Guerra Civil en Santander, quien puso a Arce sobre la pista de ese documento, hace un año. “Me trajo a la memoria el día que cinco chavales del barrio acudimos al Ateneo Popular de la calle San José, donde estaba el Frente Popular, para marcharnos a Rusia. No queríamos que los moros nos dieran por el culo”.

Manuel Arce se quedó finalmente en Santander, y sobrevivió a una tormentosa relación con un padre regresado como vencedor, que creía que escribir poesía era cosa de maricones y oficio sin futuro. Era el ambiente de la época, que muchos de sus amigos esquivaron marchándose al extranjero (Ricardo Gullón y Ángel González a EEUU; Jesús Aguirre, futuro duque de Alba, a Alemania para aprender teología y hacerse cura). De Alemania procedía, precisamente, la frase que evocaban, chulescos, los falangistas que campaban a sus anchas por Santander con el peor de los resentimientos (el resentimiento de los vencedores). “Cuando oigo la palabra cultura saco la pistola” era la frase, que se atribuía al sangriento general Emilio Mola (pero es de Hanns Johst en Schlageter, un drama que se estrenó en 1933 por un cumpleaños de Hitler. En realidad, la frasecita dice así: “Cuando oigo la palabra cultura, ¡le quito el seguro a mi Browning!”).

“Desde hace 80 años tengo 80 años: el tiempo es la memoria”, se dice Arce ahora. Pero hay más que memoria de poetas y pintores en el libro. También hay recuento de negocios con la pintura. Son deliciosas las anécdotas sobre su muy amistosa relación con los editores Jesús de Polanco, Pancho Pérez, Carlos Barral y José Manuel Lara. Este último le publicó varias novelas (las primeras salieron en Áncora y Delfín, de Destino, y varias han tenido su versión al cine). Una vez, Arce le contó a Lara que Ricardo Fernández de la Reguera, amigo del fundador de Planeta, le había tomado como protagonista de uno de sus Episodios Nacionales, El desastre de Annual. “Yo era el artillero Manuel Arce Lago. El asturiano. Ricardo me hizo morir de mala manera”. Lara no lo sabía. Dijo: “No leo nunca los libros que publico. Para eso pago mis esbirros”.

Sale también Camilo J. Cela, como escritor y como editor. Cuando publicó La colmena, Arce le escribe una alabanza muy argumentada. Cela contesta a vuelta de correo: “Me alegra que te haya gustado. Es un claro ejemplo de tu inteligencia”.

Abunda, además, la memoria de la política, sobre todo las vicisitudes ante la censura y un incidente con un brutal y grosero Manuel Fraga, entonces todopoderoso ministro de propaganda de Franco. Arce había firmado en 1962, junto a otros 101 intelectuales, una carta de protesta por las torturas a mineros asturianos, y si no acabó en la cárcel fue por el miedo que ya tenía la dictadura al qué dirán en el extranjero. Pero no se libró de la furia falangista local, que empapeló durante semanas con pasquines amenazantes la librería de Arce (Librería Sur), donde personas que nunca habían comprado un libro entraban, no para adquirir uno, sino para insultar al propietario. Hubo incluso un intento de secuestro de la hija de Arce, en el colegio donde estudiaba.

Entre las compensaciones de aquellos tropezones, conserva Arce una dedicatoria de Ridruejo —“Para Manuel Arce. Poeta y ciudadano de la España aceptable”— y el gesto del banquero Emilio Botín, padre, y de su segundo de entonces en el Banco Santander, Pablo Tarrero. Éste se personó en la galería-librería de Arce -de nombre Sur- y compró siete cuadros, para resarcirle del disgusto. “Tenemos muchas sucursales con las paredes vacías”, fue la disculpa. Arce entendió el mensaje. “Botín era conservador, pero nada amigos de los energúmenos del régimen”.

Como ha subrayado el poeta y crítico Arturo del Villar, santanderino transterrado en Madrid, “la ideología política de Arce se encauza por un izquierdismo moderado, aunque resulta extremista en una ciudad tan conservadora como Santander”. Los escritores cántabros figuran en la derecha más ultraconservadora, como demuestran los nombres de Menéndez Pelayo, Amós de Escalante, José María de Pereda, Gerardo Diego y Concha Espina en alguna de sus etapas, porque pasó de ser más republicana que nadie durante la República a convertirse en fascista de toda la vida con la dictadura.

En ese ambiente, la escritura de Arce -como ahora las novelas de los también santanderinos Álvaro Pombo y Jesús Pardo- produjo siempre desasosiego, resquemor y enfado en muchos sectores de su tierra. Pese a todo, las muchas ocupaciones, digamos, comerciales (editorial de poesía, galería de arte, agente de poetas y pintores) no le impidieron construir su propia obra literaria, iniciada en 1948 con Sonetos de vida y propia muerte, título al que solamente han seguido otros tres de poesía, porque pronto prefirió dedicarse a la novela. A la primera, Testamento en la montaña, editada en 1956, se han unido seis más, en lucha con la censura. Una de ellas, Anzuelos para la lubina, fue impresa en Santander clandestinamente en 1962, con un pie de imprenta mexicano. Los censores se cebaron también mismo tiwempo nsura con el original de Oficio de muchachos, que le proporcionó disgustos incluso cuando Carlos Romero Marchent la llevó al cine en 1987, con Pilar Bardem, Fernando Guillén, Emma Suárez y Tony Cantó entre los protagonistas.

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