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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Zombi hasta la muerte

"Anoche sufrí otra de mis horrendas pesadillas. Quizás se debiera a que había estado viendo otro (infame) episodio de 'The Walking Dead'..."

Manuel Rodríguez Rivero

Anoche sufrí otra de mis horrendas pesadillas. Quizás se debiera a que había estado viendo otro (infame) episodio de The Walking Dead; o tal vez fuera el desconsuelo en que me sumieron unas declaraciones incidentales del consejero delegado de PRISA en las que se refería a la desaparición de los periódicos y a los muertos vivientes, que —así lo interpreté— somos los que escribimos en ellos (sobre todo si tenemos más de 40 años), algo que —ay— ya venía yo sospechando por mi cuenta. Sea como fuere, lo cierto es que soñé que era un zombi y que caminaba dando tumbos por un cementerio (muy parecido al descrito por Dickens en el íncipit de Grandes esperanzas) con un periódico bajo el brazo. De las tumbas a mi alrededor iban surgiendo otros colegas, todos con la mirada perdida e igualmente provistos del arqueológico papel ensobacado (como en los viejos buenos tiempos de la Transición). Más allá del cementerio se extendía una ciudad en ruinas presidida por una misteriosa torre coronada por una enorme pantalla que retransmitía sin cesar mensajes en neolengua orwelliana (y de un máximo de 140 caracteres) que hacían referencia a los que habíamos muerto en una de las guerras entre Oceanía y Eurasia. De vez en cuando, los mensajes se interrumpían para dar paso a Dolores —ay— de Cospedal, que, también en neolengua, iba enumerando una larga panoplia de medidas para acabar con el paro en Oceanía. Me desperté empapado en sudor frío cuando el libro que había estado leyendo en mi cama se deslizó al suelo con estrépito. Por si alguno de mis improbables lectores tiene curiosidad, se trataba del estupendo “ómnibus” Cinco novelas (RBA), de Graham Greene, que incluye Brighton Rock, El agente confidencial, El tercer hombre, El americano tranquilo y Nuestro hombre en La Habana. Ya sé que se publican otras cosas interesantes y más recientes, pero, qué quieren que les diga: de vez en cuando a los muertos vivientes nos complace releer, además del periódico, viejas novelas que nos enseñaron a amar las novelas. Por lo demás, debo de ser sonámbulo: esta mañana he encontrado sobre mi mesa una hoja arrugada en la que aparecía escrita cien veces la frase soy un zombi y estoy muerto.

Novelistas

En Verano (Mondadori, 2009), tercera entrega de las memorias ficcionalizadas de J. M. Coetzee, un personaje le pregunta al alter ego del autor: “¿Cómo puede usted ser un gran escritor si es tan sólo un hombrecillo corriente?”. De haber estado presente en la escena, el doctor Johnson, fallecido varios siglos antes, le hubiera contestado que a veces se es mejor escritor que persona, algo que saben cuantos han tenido trato prolongado con ellos. Las novelas también lo reflejan a su modo, porque hay muchas protagonizadas por escritores. Me viene a la cabeza, por citar a personajes creados por los autores citados más arriba, el mismísimo David Copperfield, que, después de ejercer como periodista parlamentario, se sintió atraído por las “ficciones”. O aquel estupendo Maurice Bendrix imaginado por Graham Greene (El fin de la aventura, 1951) que reflexiona sobre la novela mientras se reconcome de celos y le hace el amor a la esposa (católica) de un funcionario impotente y aburrido. Hay otras novelas sobre novelistas. Nathan Zuckerman, el personaje de Philip Roth, también lo es (Zuckerman desencadenado, Seix Barral), e incluso ha escrito un libro que se parece a El lamento de Portnoy, uno de los primeros éxitos del propio Roth. Ahora Tusquets rescata Un libro de Bech (1970), de John Updike, un conjunto de divertidas historias (provenientes de relatos) protagonizadas por un atrabiliario novelista. El personaje tuvo éxito, y Updike le dedicó otros dos libros. En el hilarante (e inteligente) Un libro de Bech, seguimos al personaje —un novelista cuarentón en decadencia— en sus viajes de “intercambio cultural” por los países del “socialismo real”, lo que permite a su autor dar rienda suelta a sus dotes para la sátira, además de a su impagable sentido del humor.

Filosofitos

Admirados (y sufridos) padres: les recomiendo que presten atención a la audaz propuesta de errata naturae, que ha lanzado la serie de Los Pequeños Platones, una colección de filosofía para niños ya publicada con éxito en varios países. Los dos primeros volúmenes son El filósofo-perro frente al sabio Platón, de Yan Marchand y Vincent Sorel, y Un día loco en la vida del profesor Kant, de Jean Paul Mongin y Laurent Moreau. Si sus hijos (a partir de 8 años) ya empiezan a hacer esa clase de preguntas que apuntan maneras, no se corte y regáleselos. Y no se asusten: la filosofía viene profusamente ilustrada y envuelta en entretenidas ficciones.

Uno

Venciendo mis escrúpulos me decido a transcribirles, en traducción aproximada, un párrafo del halagador correo electrónico que me ha enviado Thomas Pynchon: “Desde el otro lado del océano abro cada sábado el sitio online de EL PAÍS, y busco ansiosamente la página de Babelia para poder leer su deslumbrante (dazzling) columna Sillón de Orejas (…). Me gustaría poderle explicar lo mucho que su lectura semanal representa para mí y para mi trabajo. Nunca he tenido ocasión de referirme públicamente (ya sabe que odio las entrevistas) a la deuda que he contraído con usted, pero deseo confesarle que el primer germen de Vicio propio, mi último libro, surgió a partir de uno de sus brillantes comentarios (…)”.

Dos

Todo lo que se cuenta en el párrafo anterior (“Uno”) es más falso que un euro de madera. Pero he pensado que, como últimamente proliferan los elogios inventados (véase en Internet la historia de la falsa reseña entusiasta en The New York Times sobre nuestra “Virginia Woolf de la era Facebook”, que algunos se tragaron sin rechistar), yo podría intentar colarles el halago igualmente fulero de mi venerado Thomas Pynchon. Al fin y al cabo, abundan las prescripciones falsas esgrimidas como argumento de autoridad. En Amazon, por ejemplo, se manifiestan constantemente “lectores” que vierten opiniones ditirámbicas o absolutamente negativas sobre libros que no han leído o, lo que es peor, como respuesta (rencorosa) a otras que no les agradan: recuerden el escándalo que se armó cuando se descubrió que el prestigiado Orlando Figes, que firmaba sus opiniones en la librería online con el seudónimo de “historiador”, se dedicaba a poner a caer de un burro las obras de sus colegas. O piensen en la utilidad de ciertas valoraciones de los usuarios en las páginas de reservas de hoteles (Booking, etcétera), en las que los propios hoteleros se las ingenian para que las opiniones críticas queden rápidamente compensadas con otras hiperbólicas y mentirosas fabricadas por encargo. En la época de la prescripción universal y del todo vale uno tiene que calzarse los zapatos de plomo y aprender a ser desconfiado. Claro que, al final, todo se olvida y nadie es responsable de nada, como en política. O

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