Felicia Fuster, poetisa del amanecer
La artista catalana vivió entre dos vocaciones, la pintura y la escritura
"A veces, la vida te envía una ventolera que te deja fuera del camino; y así me pasó a mí, el viento me sacó del camino que llevaba y me apartó de todo”. No era un lamento, era una constatación, sin más, la que hacía la vivaracha, siempre sonriente, Felicia Fuster en 1988, cuando de golpe había podido regresar a su camino anhelado, el de la escritura y la pintura, tal que un espectro en el panorama poético catalán. Decía por aquel entonces que quería que su obra fuera recordada “por el mensaje de libertad que da y de la superación de la soledad”. Sin duda así será, tras su desaparición final del camino, el pasado sábado en París, a los 91 años.
Libertad y soledad tienen en Fuster el origen en su infancia, como casi todo en casi todos. La libertad empezó con el mar del barcelonés barrio de la Barceloneta, donde nació en 1921, “mundo pequeño o casa grande”, donde de día escuchaba un catalán bastante puro, el de la gente de mar que iba a comprar a la ferretería de su abuelo, y de noche oía el rumor de las olas.
Bajo esas coordenadas y una especial predilección por el García Lorca más vanguardista, Fuster estudió pintura y grabado en la Escola Massana: escribía bien pero es que dibujaba, precozmente, mucho mejor. La soledad arrancó entonces, con los vientos de la Guerra Civil, que golpearon a esa chica joven con decepción y engaño y una inevitable introspección que apenas le dejaron fuerzas para acabar en 1944 su licenciatura en Bellas Artes. Dio tiempo, junto a un grupo de amigos, para una exposición colectiva en la famosa galería Syra en 1947 y hasta un tercer premio en 1949 en la Exposición Nacional de Artes Decorativas de Madrid, con trabajos en vidrio. Pero la sensación de opresión era mayor y la llevó a París en 1951 a empezar de cero, tanto que acabó en el mundo empresarial de las agencias publicitarias y con una diplomatura en económicas. “No tengo reloj ni destino. / Tengo frío; en mi maceta helada / no crece palabra alguna para abrigarme, / solo el gran desierto de los telegramas mudos / de los augures o de los náufragos”, quizá rememoraba en Mai (Nunca).
La marcha aceleró, por un lado, la ruptura de lazos con los que deberían haber sido sus compañeros generacionales pictóricos o literarios, como Blai Bonet, Màrius Sampere o Jordi Sarsanedas y, por otro, acentuó la ausencia, la introspección, el vacío, la experimentación formal y los influjos de Paul Valéry. “Necesito libertad”, respondía sobre su abandono de la pintura figurativa en favor de referencias cósmicas en sus lienzos, con algún pespunte surrealista.
Y así reapareció en su camino, inopinadamente, como una revelación, en 1984 con el poemario Una cançó per a ningú i trenta diàlegs inútils (Una canción para nadie y treinta diálogos inútiles). Fuster tenía 63 años y debutaba pero, por atípica, ecléctica y distinta, sonaba más fresca en el mundillo literario para los jóvenes poetas de los ochenta, con los que se incorporó. Tres años después caían dos poemarios más, Aquelles cordes del vent (Aquellas cuerdas del viento) y I encara (Y aún), este último ganador del único premio que obtuvo, el Vicent Andrés Estellés. Siempre vanguardista a pesar de su poesía con un punto confesional, abordó la guerra de los Balcanes (Versió original, 1996) y entró en los haikus de la poesía japonesa contemporánea, de la que hizo una antología.
La “mujer dura”, como se definía, traductora de Yourcenar y que creó una fundación para ayudar a los jóvenes del Orphelins d'Auteuil de París, trabajaba en los poemas de madrugada y en la pintura por la tarde. “Escribo de cinco a siete y media de la mañana” porque desde siempre, decía, le gustaba “mirar cómo sale el sol”. Luz y viento en un camino.
CARLES GELI
Felicia Fuster, escritora y pintora catalana. / marcel·lí sàenz
Babelia
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