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1912, viaje al año del ‘big bang’ de Kafka

Hace un siglo el escritor vivió una eclosión creativa que cambiaría el rumbo de la literatura El atormentado literato facturó 'Contemplación', 'La condena' y 'La metamorfosis'

Franz Kafka
Franz KafkaSCIAMMARELLA

1912 es un año decisivo en la vida y obra de Kafka. Tanto que, en su devenir, ni la una ni la otra, inextricablemente unidas, resultan comprensibles sin atender a ese tiempo eje. Varias son las razones que validan semejante argumento. En primer lugar, el 13 de agosto de aquel año Kafka conoce a Felice Bauer en casa de los padres de Max Brod. De todas las mujeres que articulan la vida emocional de Kafka, ninguna como Felice retrata no sólo lo que Kafka llegará a ser, sino sobre todo lo que nunca será: esposo, padre, un hombre con raíces. La relación con Felice, su vértigo de compromisos una y otra vez aplazados o rotos, dibuja con singular empeño esa infernal soltería, esa incapacidad (y, a la vez, ese terrible anhelo) para una vida doméstica al uso, que Kafka elevó a rango de inolvidable literatura.

Pero no solo la vida sentimental de Kafka queda marcada para siempre en 1912. También su vocación como escritor, su pasión y condena literaria, se cincelan aquel año. Tres datos bastan para confirmar dicha idea. A finales de 1912, Kafka ve publicado su primer libro: las prosas de Betrachtung, conocidas entre nosotros como Contemplación, un título sin duda menor pero no por ello menos crucial para la historia íntima de la literatura. Con todo, esta publicación no es lo más importante en el terreno creativo del año del que hablamos. Porque dos sucesos de hondísima significación marcan su trabajo en esas fechas.

De un lado, la revelación del "lugar natural" de la escritura de Kafka: la noche, el insomnio, las tinieblas en las que el autor de Praga desarrollará la parte del león de su trabajo. La noche del 22 al 23 de septiembre de 1912, a lo largo de ocho horas ininterrumpidas de escritura, Kafka factura La condena, uno de los textos capitales para comprender la visión del mundo del narrador checo. Y lo hace en un estado casi mediúmnico, acaso sólo comparable al que embargará a Pessoa una noche de marzo de 1914 al pergeñar cincuenta poemas de El cuidador de rebaños. Poseído por un dios feroz y a la vez dadivoso, Kafka descubre aquella noche cuál será a partir de entonces su relación con la literatura. Mientras los demás duerman el sueño de los justos, descansando de sus afanes y miserias, él volcará su inquietante universo en interminables veladas que, como un motivo opaco, dibujan una de las telas mayores de la literatura de todos los tiempos.

Su vocación como escritor, su pasión y condena literaria, se cincelan aquel año

El último eslabón literario para contemplar 1912 como año de gracia en la vida de Kafka es el más conocido. Entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912, en apenas tres semanas, Kafka escribe uno de los textos decisivos de la sensibilidad occidental del siglo veinte, y con pocas dudas el fragmento que con mayor hondura ha reflejado el angst del sujeto contemporáneo: durante veinte fecundas noches, en la Niklasstrasse de Praga, nuestro hombre redacta, para asombro de las generaciones futuras, La metamorfosis.

En puridad, no se puede prescindir de Kafka para entender en qué se ha convertido la literatura durante el pasado siglo. En 1964, en un ensayo justamente célebre, La locura, la ausencia de obra, Foucault asegura que "es tiempo ya de comprender que el lenguaje de la literatura no se define por lo que dice, ni tampoco por las estructuras que lo hacen significante, sino que tiene un ser y que es este ser lo que hay que interrogar". La conclusión de Foucault al respecto de este problema es rotunda: "El ser de la literatura, tal como se manifiesta desde Mallarmé y llega hasta nosotros, alcanza la región donde, desde Freud, tiene lugar la experiencia de la locura". Así, el demiurgo de la literatura dialoga con esa instancia que dice todo lo que nuestra vida reglamentada, formalista, constreñida por la prevención y las costumbres, calla. La intuición foucaultiana tiene notables adeptos: "En este siglo", escribe DeLillo en Los nombres, "el escritor ha sostenido una conversación con la locura. Casi podríamos decir que el escritor del siglo veinte aspira a la locura. Para un escritor, la locura es la destilación última de sí mismo, una versión final. Equivale a apagar el sonido de las voces falsas".

Como ese espejo deformante y audaz en que se refleja el escritor, Kafka resulta inagotable e ineludible. No sólo su apellido ha pasado a las lenguas cultas del mundo para definir una situación determinada (lo kafkiano), sino que su personalidad y su obra han legitimado el nacimiento de lo que, a falta de un nombre mejor, se denomina kafkología. La nómina de intelectuales que han prestado su talento a desentrañar las circunstancias de esta ciencia de lo kafkiano, de este logos interminable, es abrumadora. Sin ánimo exhaustivo, basta recordar los nombres de Theodor Adorno, Walter Benjamin, Elias Canetti, Milan Kundera, Robert Musil, Marthe Robert, Jean Starobinski e incluso David Foster Wallace, quien en 1999 dedicó al humor en Kafka un brevísimo ensayo, el iluminador Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante, recogido en Hablemos de langostas.

Su obra, cien años después, nos sigue interrogando, conmoviendo y desconcertando

Los compromisos emocionales, el carácter sagrado de la escritura, la perspectiva de la locura y, en resumidas cuentas, todo el elenco avasallador del pathos de Kafka nos interrogan con fuerza en el último estudio sobre el autor vertido a nuestra lengua, el ensayo de Pietro Citati concisamente titulado Kafka, que publicado por Acantilado recoge la edición italiana de Adelphi de 2007, a la que el erudito florentino añade nuevas consideraciones y material inédito respecto al original de 1986. Contempla aquí Citati a Kafka a través de su relación con las mujeres (Felice, por descontado, pero también Milena y su última compañera, la jovencísima Dora Diamant), a través de su vínculo con la escritura en su doble dimensión de don y de fatalidad, y a través de un puñado de obras mayúsculas: sus tres novelas (El desaparecido, El proceso y El castillo), algunos relatos extraordinarios (Durante la construcción de la muralla china, La madriguera e Investigaciones de un perro) y los fascinantes Aforismos de Zürau, sublimación del genio y el padecimiento kafkianos.

El resultado, discutible en ocasiones (la lectura abiertamente “teológica” que Citati propone de Kafka parece a menudo forzada), memorable en otras (la conversión de Kafka en personaje casi novelesco es notabilísima), redunda en todo caso en la convicción expresada por Adorno en sus Apuntes sobre Kafka: “El momento de la respuesta, al que todo apunta en Kafka, es aquel en que los hombres se dan cuenta de que no son sino cosas”. Y es que, siempre moderno, irreductible a un único punto de vista, enigmático en definitiva como todo gran creador, Kafka amaneció a la eternidad de la literatura hace ahora un siglo. Su obra, cien años después, nos sigue interrogando, conmoviendo y desconcertando con la enormidad de lo imperecedero.

*Ricardo Menéndez Salmón es autor de novelas como La ofensa y La luz es más antigua que el amor (ambas en Seix Barral)

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