Manuel de Solà-Morales, el arquitecto que ayudó a abrir Barcelona al mar
Muchas ciudades adaptaron las ideas que aplicó durante los JJ OO de 1992

El arquitecto Manuel de Solà-Morales Rubió (Vitoria, 1939) falleció ayer en su domicilio de Barcelona mientras dormía a causa de un paro cardiaco. Discípulo de Luvodico Quaroni en Roma y de Josep Lluís Sert en Harvard, Solà Morales tuvo una importancia decisiva en los cambios urbanísticos de la Barcelona de los Juegos Olímpicos de 1992 por su intervención en la transformación del frente marítimo y la remodelación del Moll de la Fusta. Realizó proyectos en numerosas ciudades europeas.
Solà-Morales era el arquitecto de la ciudad, el profesor que sabía enseñar la ciudad y un gran amigo. Aunque le conocía personalmente desde hace muchos años, empecé a saber de él, como arquitecto, a finales de la década de los sesenta, cuando presentó en el Colegio de Arquitectos la conferencia de su “maestro italiano”, Ludovico Quaroni. En aquel momento, en Barcelona, se hablaba mucho de urbanismo como de una disciplina técnica, fríamente regulada, con claro énfasis en la zonificación de usos, siguiendo la tendencia de la Carta de Atenas. Manuel, en cambio, hablaba de la ciudad desde su desenvolvimiento histórico y la comprensión de su estructura cambiante. El análisis de la forma urbana era, para él, imprescindible para planificar la ciudad, que seguía inevitablemente unas pautas de crecimiento a partir de la arquitectura y de los espacios urbanos, públicos o privados, que generaba.
Manuel de Solá veía prioritariamente a la ciudad como lugar de intercambio y de vida de sus habitantes, donde tenían cabida las virtudes cívicas, tanto las de los humildes como las de los poderosos, y donde la creatividad se daba en múltiples campos y a escalas muy diversas.
Visitar una ciudad acompañando a Manuel era entrar de lleno en la captación de sus rasgos institucionales y populares, físicos y paisajísticos, científicos y literarios, en su vida del día a día: las tiendas, los conciertos y la gastronomía.
Gozaba viviendo la ciudad, la suya y todas las demás. Al hacerlo se sumergía alegre y vitalmente en una historia ininterrumpida que él sabía explicar, desde la polis griega hasta la última evolución de New York o de las emergentes capitales del sureste asiático. Manuel, como arquitecto de la ciudad, era un sabio y sus proyectos son un modelo en el arte de proyectar ciudades y así ha estado reconocido en todo el mundo.
Pero Solá era, además, el profesor de la ciudad: no hay actualmente en Cataluña ningún arquitecto que trabaje en planeamiento o en proyectos urbanos que no reconozca su absoluto magisterio, ejercido desde la cátedra del Laboratorio de Urbanismo de la ETSAB, por él fundado, desde los libros editados por la Escuela de Arquitectura o desde la revista UR, que en su momento se erigió en el centro de reflexión y crítica de las “cosas urbanas”, como a él le agradaba decir.
En el Consejo de Redacción de la revista Arquitecturas Bis siempre prestamos la máxima atención a sus razonamientos y a sus cultísimas citas sobre los temas que él proponía: presenciar la discusión con su amigo León Krier sobre la estructura profunda del Ensanche Cerdà fue un emocionante combate intelectual.
Más tarde, cuando el centro del debate se desplazó hacia los modernos y caóticos espacios metropolitanos, el máster dirigido por Manuel sobre la periferia urbana fue punto de referencia académica en toda Europa.
Pero, sobre todo, Manuel ha sido un gran amigo, amistad que compartimos en multitud de cenas: era un conversador inteligentísimo, le gustaba hablar de cine, de política, de las últimas novelas, del Barça, de la familia, de los conciertos (nunca más oiremos juntos a Pires, a Uchida, a Brendel o Pollini). Hablábamos de la gente joven de ahora mismo, de cómo entenderlos o, mejor dicho, de cómo entender al mundo. Siempre intentaba escuchar y ponerse en el lugar de su interlocutor, razonando o intentando dar salida a una opinión fundamentada. Hace pocos días escribió un artículo sobre el discutido relevo de Josep Ramoneda del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), al que consideraba uno de los “núcleos duros” de la ciudad. Una lección más de las que nos dio Manuel, sin pontificar, cuando decía: “Hay que tener cuidado de no romper los platos de la vajilla buena”.
Lluís Domènech es arquitecto.
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